Cover of El pintor de Salzburgo

El pintor de Salzburgo

Spanish 45,460 words 757h 40m read Jun 12, 2009

Excerpt

The Project Gutenberg EBook of El pintor de Salzburgo, by Charles Nodier

This eBook is for the use of anyone anywhere at no cost and with
almost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away or
re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included
with this eBook or online at www.gutenberg.org

Read the Full Text

The Project Gutenberg EBook of El pintor de Salzburgo, by Charles Nodier This eBook is for the use of anyone anywhere at no cost and with almost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away or re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included with this eBook or online at www.gutenberg.org Title: El pintor de Salzburgo Author: Charles Nodier Translator: Tomįs Orts-Ramos Release Date: June 12, 2009 [EBook #29105] Language: Spanish Character set encoding: ISO-8859-1 *** START OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK EL PINTOR DE SALZBURGO *** Produced by This ebook was produced by Chuck Greif & the Online Distributed Proofreading Team at http://www.pgdpcanada.net BIBLIOTECA de LA NACIÓN CARLOS NODIER El Pintor de Salzburgo TRADUCCIÓN DE TOMĮS ORTS-RAMOS BUENOS AIRES 1919 Derechos reservados. Imp. de LA NACIÓN.--Buenos Aires ĶNDICE De los tipos en literatura El pintor de Salzburgo Las meditaciones del claustro Adela DE LOS TIPOS EN LITERATURA La imitación es el objeto del arte propiamente dicho; la invención es el sello del genio. Invención absoluta, tampoco, ciertamente, la hay. La invención mįs llena de atrevimiento y de originalidad, no es mįs que un conjunto de imitaciones escogidas. El hombre no compone nada de la nada; pero se eleva casi al nivel de la potencia creadora, cuando de una multitud de elementos dispersos forma una individualidad nueva y le dice: ”Sé! El escultor copia una figura de hombre; es el mismo hombre con las proporciones armoniosas de sus miembros, la ondulante flexibilidad de sus miembros, la elasticidad animada de sus carnes casi vivas a la vista: el escultor no ha hecho mįs que una academia. Busca, compara, reśne, pone en relación en un orden posible, tan posible que parece verdadero, todas las partes de una organización perfecta, que respira la majestad soberana apenas humanizada por un resto de cólera y de desdén; entonces ya no es un escultor; ha hecho un Apolo, ha hecho un dios. En el tiempo de Homero, ningśn guerrero fue identificado con su Aquiles, o con su Ajax, o con su Diomedes, ni ningśn rey con su Nestor; y, sin embargo, ese rey y esos guerreros, que no han existido jamįs, son seres vivientes. Si queréis reconocer por signos seguros en el poeta la invención y el genio, que son lo mismo, deteneos a examinar aquellos personajes que se han convertido en _tipos_ en todas las literaturas y cuyos nombres propios hacen casi el efecto de sustantivos en todas las lenguas. Es que, en efecto, el nombre de una figura tķpica ya no es una etiqueta banal que se adosa al zócalo de un busto o a los plintos de un bajo relieve; es el signo representativo de una concepción, de una creación, de una idea. Aun hoy mismo, el tķtulo de héroe o de semidiós habla menos al pensamiento que el nombre de Aquiles. En las edades secundarias, en que el movimiento progresivo de la civilización ha puesto en juego nuevos resortes y desarrollado nuevas combinaciones, el espķritu humano ha seguido dos caminos: el uno, ya trillado, que no conducķa mįs que a la reproducción perpetua de los bellos _tipos_ antiguos; el otro, innovador y temerario, en el que se aspira a apoderarse del carįcter y de la fisonomķa de los _tipos_ modernos. Es quizįs en la elección de estas direcciones donde se ha manifestado la división de las dos escuelas que se llaman _clįsica_ y _romįntica_, bien que al principio las dos hayan también sido _romįnticas_ y hayan de convertirse en resultado tan _clįsica_ la una como la otra. En los pueblos de segunda formación, cuanto mįs se ha pensado la educación sobre la tradición de los pueblos antiguos, mįs se ha prevalecido el espķritu de imitación. Si se exceptśa esa galerķa fantįstica de Dante, en que los tipos mįs sorprendentes y mįs extraordinarios estįn amontonados con una profusión espantosa, como en el _Juicio Final_ de Miguel Angel, los italianos han sido raramente creadores. En cambio, Shakespeare es tan rico en tipos como Homero, y ha recorrido todos los grados de la escala de la imaginación, desde el natural mįs positivo hasta la mįs delirante fantasķa. La petulancia caballeresca, la fogosidad de las costumbres y la agudez del lenguaje del italiano Mercucio, no tienen mįs verdad que la ferocidad sensible y la heroica ingenuidad de Otelo, ni mįs individual que el vaporoso infantilismo de Puck y la grosera brutalidad de Caliban. Pero Shakespeare sabķa personificarlo todo, incluso el genio, las pasiones, los errores, las vagas inquietudes y la enfermedad naciente de una sociedad que se despierta con los gérmenes de la muerte en el seno. La sublime figura de Hamlet, que no serį nunca bastante apreciada, es un prototipo completo de la Edad Media. Los alemanes, a quienes una propensión orgįnica al misticismo arrastra siempre hacia la espiritualidad, eran menos aptos a comprender y a fijar las imįgenes de la vida social en sus realidades absolutas. El impulso de un psiquismo sońador les lleva hacia un mundo mįs ideal, y cuando descubren un _tipo_ sensible, es mįs pronto por el privilegio de la previsión que por el de la percepción, y mįs en el porvenir que en el presente. El hombre, tal como es, desaparece para ellos ante el hombre que serį o ante el hombre como deberķa ser. Estacionarios en las costumbres, porque han colocado su vida moral en otra región, marchan como precursores a la cabeza de las ideas. Asķ, en _Los bandidos_, obra maestra de Schiller, cuyo mismo autor apenas si concebķa el alcance, hay un sumario poético de las próximas revoluciones. Asķ en la pintura de esa sensibilidad sońadora, irritable y apasionada de _Werther_, que acaba por verse obligado a reaccionar sobre sķ mismo, Goethe ha revelado el misterio. Si pudieseis encerrar esos dos tipos en un cķrculo trazado a compįs, no habrķa necesidad de conservar otros monumentos de nuestra historia contemporįnea, porque en ellos se encuentra toda. Ya he dicho que el genio del escritor se reconoce sobre todo por la creación de _tipos_ y que ningśn carįcter de invención se convierte en _tipo_ si no presenta esa expresión de individualidad original, pero asequible, que la hace familiar a todo el mundo. æQuién de vosotros no conoce a Don Quijote y a Sancho? æquién no se complacerį en creerlos trotando juntos, el uno sobre Rocinante, el otro sobre su rucio, por las llanuras de la Mancha? æquién, encontrįndose en Espańa, no abandonarį a costa de grandes molestias, los animados corros de la Rambla o las voluptuosidades del Prado para ir a buscar el inmortal espķritu de los dos héroes a alguna posada? En una de esas guerras imperiales que tenķan por objeto dar a Espańa un soberano a hechura de nuestro seńor, los franceses, hostigados por los guerrilleros, se vengaban, segśn el uso inmemorial de los héroes, recorriendo el paķs a la claridad del incendio. De pronto llegan a una población que seguirį la suerte de las otras, cuando a alguien se le ocurre preguntar su nombre: es Toboso. Una carcajada simpįtica y cordial se eleva en todas partes; las armas caen de las manos del vencedor y los afortunados compatriotas de Dulcinea escapan a la carnicerķa, bajo la protección del genio de Cervantes. Con frecuencia se ha negado a los franceses el genio de invención. Y, sin embargo, ningśn pueblo los ha poseķdo en el mismo grado ni ha sido mįs variado en la creación de sus _tipos_; lo que le ha faltado es la libertad literaria que se le disputa, desde que posee una literatura, en nombre de Aristóteles, en nombre de la Sorbona, en nombre de la Universidad, en nombre de la Academia, y que, en los dķas de emancipación universal a que hemos llegado, se le negarį probablemente en nombre de la universidad. Yo no sé por qué el genio en Francia me recuerda siempre la fįbula de Gulliver y de Liliput. Si él aparece, se le huye; si se duerme, se le montan encima, y cuando despierta, se encuentra agarrotado por los enanos. Lo que hay de cierto, es que este espķritu de creación nos era propio. Nuestro viejo _Pathelin_ es un tipo inmortal y, como tantos otros, confirma mi regla; se ha convertido en substantivo. Rabelais es el inventor de _tipos_ mįs fecundo que haya existido. Después de él, no se ha hecho mįs que espigar. Son los _Panurgo_, los _Hermanos Juan_, los _Rominagrobis_, _Picrochole_, _Bridoie_, _Janotus de Bragmardo_; personajes esencialmente verdaderos, los que pasan cada dķa al alcance de nuestra mano, pero que sólo Rabelais ha sabido sorprender. Para encontrar un genio gemelo suyo hay que remontarse a Moličre. Todo el mundo conoce a _Tartufo_; todo el mundo, o, poco menos, ha tenido tratos con _Harpagón_. En cuanto al _Misįntropo_, ya es otra cosa. Para él se ha servido de moldes blandos, estropeados, indescifrables. Moličre se ha colocado en medio de esta sociedad insignificante, sin originalidad, sin relieve, sin caracteres salientes en que poder apoyarse, y, sin embargo, él la ha sorprendido, se ha apoderado de ella y la ha arrojado en el molde inmortal de sus invenciones, ha hecho un _tipo_ de ella. Si la bella y altanera organización de Corneille no hubiera sido miserablemente sometida por la Academia de su tiempo a las dimensiones de este hecho de Procusto, sobre el cual debķan ser torturados a su vez todos los genios de Francia, nos hubiera dejado mįs _tipos_, porque la naturaleza le habķa dotado en el mįs alto grado de la potencia creadora. Pero, æqué hacer, ”gran Dios!, cuando se tiene a Richelieu por enemigo, a Scudery por adversario y a Chapelain por juez? No obstante, los _tipos_ que él ha creado tienen la huella de una especialidad tan ķntima, que ni siquiera la imitación se atreve a desflorarlos. _Poliuto_ y _Nicomedes_ son figuras vķrgenes. Admitiendo la hipótesis que yo he abrazado, se comprenderį fįcilmente que Racine, aśn mįs sometido que Corneille a las exigencias académicas, y para colmo de desgracias obligado a ser cortesano, haya producido menos _tipos_ sorprendentes cuya expresión viva y original representa, con toda la exactitud de una cifra, el valor real del poeta. Ha sido preciso que prescindiese un dķa, por la elección del asunto, de las tradiciones rutinarias de la antigüedad y de la perniciosa influencia de los grandes seńores, para que se atreviese a trazar el carįcter de _Acomato_ y el de _Roxana_. Ahķ śnicamente se ha mostrado como era, capaz de novedades atrevidas y de sublimes invenciones; el resto no es mįs que un reflejo deslumbrador de los trįgicos griegos y de los lķricos sagrados. Después viene Voltaire, que él mismo constituķa un _tipo_. Cortesano asiduo de los poderes que acababan y de los que comenzaban, _clįsico_ revolucionario y _romįntico_ meticuloso, uno de esos genios inquietos, pero indecisos, que sirven de eje a las revoluciones del mundo, sabķa romper las cadenas, pero arrastraba los andadores. Sus personajes son casi siempre calcos en los que apenas se encuentran las lķneas de una fisonomķa humana. Desde _Orosmane_, que es una imitación amanerada de _Otelo_, hasta _Pangloss_, que es una contraprueba borrosa de _Panurgo_, no ha hecho mover una imagen verdadera, una imagen tķpica de hombre. Se creerķa que se habķa impuesto la tarea de disfrazarla, de parodiarla. Sus güebros no son tales güebros, sus escitas no son escitas, sus musulmanes no son musulmanes, sus americanos no son americanos. Son comparsas del club de Holbach que recitan en versos alejandrinos fragmentos de filosofķa rimada. El tipo de Mahomet era uno de los que estaban por hacer; él lo ha intentado y ha fracasado; y es, no obstante, en esta obra, donde él ha probado por una vez que no carecķa del espķritu de invención. _Seide_ es un _tipo_ y se ha convertido, como todos saben, en un substantivo: ésta es una piedra de toque infalible. Si el genio tiene un marco adecuado para la creación de _tipos_, es primeramente el drama y después la novela. Teniendo esto en cuenta, es fįcil calcular cuįn limitado es el nśmero de los escritores de genio, relativamente a la masa innumerable de los escritores de profesión, y aun relativamente a la selección, también muy restringida, de los escritores de talento. La novela, género esencialmente moderno, se ha, en efecto, multiplicado de dķa en dķa, desde hace tres siglos, en una progresión siempre creciente y tan infinita que escapa ya a las dimensiones de las bibliografķas especiales. No obstante, podrķan contenerse en muy pocas lķneas los tķtulos de todas las novelas que, después de las inmortales obras maestras de Cervantes y de Rabelais, contienen _tipos_ verdaderos, originales y bien caracterizados, y merecen un puesto en esta categorķa. Nadie se atreverį, sin duda, a negar a Lesage un espķritu sutil, fino, creador, lleno de agilidad en la forma y de aptitud en la observación, animado de una alegrķa verbosa y comunicativa y de rasgos adśsticos y graciosos; pero no ha puesto ni un solo _tipo_ en la circulación de las creaciones literarias. _Gil Blas_ es un personaje convencional colocado con una rara habilidad en una fįbula ingeniosa, pero no es una individualidad arrebatada de una pieza a la cantera de la naturaleza. Crebillon, hijo, y Marivaux eran también observadores, pero cuyo tacto minucioso se sujetaba a maravilla a las mezquinas proporciones de una sociedad de pigmeos. Se creerķa que se dedicaron a aplicar a las costumbres de su tiempo el estudio de lo infinitamente pequeńo. El microscopio mįs eficaz en perseguir la materia en sus śltimas divisiones no os harį descubrir un solo _tipo_; sólo encontraréis įtomos. El genio absolutamente idealista de Rousseau le ha hecho incurrir en el extremo contrario. Acostumbrado a vivir en el mundo conjetural que se habķa forjado, estaba demasiado alejado del otro para discernir un solo _tipo_ distinto. Nadie ha penetrado mįs profundamente en el pensamiento ni nadie ha desflorado mįs superficialmente al hombre. El no tenķa esa mirada universal del įguila que le permite a la vez mirar frente a frente el sol y divisar al insecto oculto bajo la hierba: no sabķa leer mįs que en los cielos. No obstante, a fuerza de elevación y de poder, conseguirį alguna vez hacer compartir la ilusión que se hace a sķ mismo; pero no hay que engańarse: es una ilusión. Los tipos que se esfuerza en imaginar no son solamente defectuosos e incorrectos, son falsos. No son _tipos_, son fichas especiales cuyo valor ficticio queda aniquilado a la primera prueba del ensayador. Hay cien veces menos realidad moral en los caracteres de Saint-Preux, de Julia y de Volmar, que en los del Ogro y Pulgarcito. Dejadle que se extravķe en la vaga altura de sus concepciones con algunos espķritus especulativos que no tienen contacto con nuestra naturaleza mįs que por un pequeńo nśmero de puntos, y que han rechazado, con el pretexto de una perfección imaginaria, las simpatķas ķntimas de su propia especie. El _tipo_ de una perfecta organización de joven, pero ingenua y verdadera en su perfección, de una inocencia instintiva, de un pudor heroico, ese _tipo_, revestido de la mįs celeste idealidad, es a Bernardino de Saint-Pierre a quien estaba reservado producirlo; es la deliciosa y conmovedora figura de Virginia, concepción fresca, pura, inimitable, que su ingenuidad y su candor han hecho popular, aunque ella emane de lo alto, aunque su gracia angélica pareciera participar menos de las invenciones de un poeta que de las revelaciones de un dios. El nombre de Saint-Pierre recuerda siempre el del mįs ilustre prosista de nuestros tiempos, el de Chateaubriand, y cuando se pasa revista a los tipos en literatura, no es permitido olvidar a _René_, imponente y magnķfica creación, en la cual el genio ha depositado el secreto de nuestra civilización expirante. He dicho antes que la historia anticipada de las revoluciones próximas a desbordarse sobre Europa estaba enteramente contenida en _Carlos Moor_ y en _Werther_. _René_ contiene, como una profecķa amarga y terrible, la historia de las sociedades extinguidas. A la primera impresión no ofrece mįs que rasgos graves, solemnes, mķsticos y de una vaguedad en la que el pensamiento se anonada, pero tienen huella del dedo todopoderoso que trazó sobre las paredes del palacio de Baltasar la sentencia de una monarquķa, y, cosa maravillosa, permanecerįn largo tiempo ininteligibles, tanto a los sabios como a los grandes de la tierra. Serį necesario, para penetrar el formidable enigma, que los reyes despierten, de la pompa de sus fiestas y de la embriaguez de sus festines, al ruido de los tronos destrozados y al crujido del cristianismo que se derrumba. En Francia cuando no se tienen los brazos bastante largos para abrazar una idea nueva en toda su intensidad, no se renuncia por ello a la pretensión de someterla y de apropiįrsela, y, para conseguirlo, hay un medio seguro y cómodo que no falta nunca a la crķtica: el de reducir las dimensiones en una proporción anįloga a las facultades que la juzgan y empequeńecerla progresivamente hasta que entra en la medida comśn. Asķ se ha querido ver en _René_ una imitación de _Werther_, y es muy posible que no se vea esto mįs que cuando se es corto de vista. En general, mi opinión es que no deben ser comparadas las obras maestras. Las producciones del espķritu tienen su individualidad como los hombres, y las que carecen de esta individualidad no vale la pena de ocuparse en ellas. Entonces entran en los dominios de la mediocridad, donde la comparación es fįcil porque ya no se encuentran _tipos_; pero, _Werther_ y _René_, que son _tipos_ arcanos, son, no obstante, _tipos_ distintos. El de _Werther_ es la expresión de los trastornos de un alma que no puede bastarse a sķ misma; el de _René_ es la expresión de las angustias de un alma que lo ha abarcado todo y que siente que todo se de escapa porque todo acaba. Es la ansiedad mortal, la duda inexorable, es la inconsolable desesperación de una agonķa sin porvenir, es el grito espantoso de la creación social en el momento de disolverse. En _Werther_ hay la emoción profunda de algunas generaciones dolientes; en _René_ la śltima convulsión de un mundo que muere. Los ingleses, cuya fisonomķa moral es mįs variada que la nuestra, han podido, mįs que nosotros, multiplicar sus tipos en literatura. En Fielding son ingeniosos y sorprendentes, en Richardson ingenuos y sublimes. Walter Scott, cuyas fįbulas demasiado difusas, los asuntos principales subordinados con frecuencia a los accesorios y los desenlaces demasiado precipitados, no llenan siempre exactamente las condiciones de una composición bien entendida, debe probablemente la popularidad de su genio a la abundancia y a la popularidad de sus _tipos_. Es verdad que un cierto nśmero de ellos pertenece a una naturaleza fantįstica, donde la imaginación se mueve con mayor desembarazo, porque dispone entonces de una creación que le pertenece por derecho propio, y que no reconoce por regla mįs que la potencia mįgica que la crea; pero serķa injusto sacar de ello la conclusión de que esos _tipos_ carecen del grado de verdad relativa que es el carįcter esencial de lo bello en las obras de los hombres. Poco importa el carįcter ideal o positivo en el cual el autor coloca sus personajes, puesto que les da un sello de identidad que siempre puede reconocerse. Es evidentemente en virtud de una ficción muy inverosķmil y de una alucinación muy amplia, que nosotros atribuimos a los animales nuestras costumbres y nuestras pasiones, y, sin embargo, La Fontaine es mįs rico él solo en _tipos_ de una sorprendente realidad que todos los demįs poetas juntos. Las gentes sensatas no creen en el diablo ni en las brujas, y todo el mundo conviene, sin embargo, en que _Fausto_ y _Mefistófeles_ son tipos admirables. En mi opinión, pues, sólo el genio es capaz de inventar _tipos_, y la imitación mįs hįbil no conseguirį apropiįrselos. La contraprueba de un _tipo_ se hace ella misma traición por los esfuerzos que hace para sustraerse a la comparación, y sus esfuerzos son tanto mįs torpes, por cuanto no pueden producir nada verosķmil alterando una naturaleza verdadera. Vale mįs encerrarse entonces en las atribuciones modestas del traductor y del copista, destino literario que no tiene en sķ nada absolutamente de humillante, porque hay cien mil copistas por cada inventor. Una traducción espiritual, una imitación bien hecha, un arreglo hįbil, aunque no sean obras de genio, no dejan de ser obras de buen gusto y de talento; y después, si no satisface este lote, que es el patrimonio de todos los hombres distinguidos, si se encuentran estrechas las filas sobre las cuales se elevan unos pocos genios dotados del mįs raro de los privilegios, si se estį provisto de una de esas presunciones robustas que consideran usurpadas todas las glorias cuyas alturas no logran alcanzar, hay un recurso aśn, ejemplo Aristóteles, La Harpe y Marmontel; se puede clamar contra la barbarie y la estupidez al borde del camino de los triunfadores; y queda aśn el medio de refugiarse, como Aquiles, en su tienda, en los honores de la Academia: esto es un gran consuelo. EL PINTOR DE SALZBURGO DIARIO DE LAS EMOCIONES DE UN CORAZÓN DOLORIDO 1803 _25 de agosto._ Sķ, todos los acontecimientos de la vida estįn en relación con las fuerzas del hombre, porque mi corazón no se ha roto aśn. Yo me pregunto aśn si no es alguna pesadilla la que me ha traķdo esta blasfemia:--”Eulalia esposa de otro!--Y miro a mi alrededor para asegurarme si estoy despierto; y me desespero cuando encuentro la naturaleza en el mismo estado que antes. Valdrķa mįs que mi razón se hubiese extraviado. Algunas veces querrķa también reposar en mi valor, pero he aquķ que viene de pronto esa noticia increķble que aun resuena en mis oķdos y que se apodera de mķ con las angustias de la muerte. Yo he contado muchos infortunios; ”pero éste es demasiado amargo! Desterrado de Baviera como un miserable faccioso, proscrito y fugitivo, errante por espacio de dos ańos desde las riberas del Danubio a las montańas de Escocia, me lo habķan robado todo, la patria y el honor. ”Pero me quedaba Eulalia! y este recuerdo inefable encantaba mi miseria y acompańaba mi soledad. Yo era dichoso por el porvenir y por ella. Ayer mismo, palpitante de deseo, de impaciencia, de amor, aun creķa... ”y hoy!... _26 de agosto._ Hay una idea que oprime mi corazón, una idea dolorosa y mortal. æEn qué consiste que nuestras impresiones mįs profundas sean una cosa tan incierta, tan yaga, que el transcurso de algunos meses, de algunos dķas, de un instante casi indiscutible, las borra? æCuįl es la naturaleza de este sentimiento, tan violento en su embriaguez, tan rįpido en su duración, que aspira a sojuzgar el porvenir y que un ańo devora? æSerį verdad que los afectos del hombre no son mįs que un arenal invertido que deja escapar poco a poco todo su contenido? æY serį preciso que muramos en todas partes donde hemos vivido--allķ mismo donde encontrįbamos tanta dulzura en inmortalizarnos--en el corazón de los que nos aman? ”Oh! ”cuįn sabia fue la Providencia al asignar una carrera tan corta a los viajeros de la vida! Si hubiera sido mįs pródiga y si el tiempo nos hubiera traķdo mįs lentamente la hora de nuestra destrucción, æqué hombre hubiera podido envanecerse de arrastrar consigo algunos recuerdos de la juventud? Después de haber errado en un cķrculo sin fin de sensaciones siempre nuevas, llegarķa, solo, a la tumba y, lanzando una mirada apagada sobre la escena oscura y confusa del pasado, buscarķa inśtilmente una de las emociones de sus primeros ańos: lo habrķa olvidado todo, ”todo! hasta el primer beso de su amada, hasta los cabellos blancos de su padre. Pero, si el vulgo emplea sus dķas en esas miserables irresoluciones, me parecķa, por lo menos, que era dable a ciertas almas eternizar sus sentimientos. Una vez creķ haber encontrado esa alma semejante a la mķa y le confié mi dicha. æQuién podrķa repetir el encanto de esas horas de embriaguez en que, recostado sobre el seno de Eulalia, respirando su aliento, atento al menor latido de su corazón y en que todas mis facultades se abismaban en una sola de sus miradas? ”Y, no obstante, me ha engańado! y cuando, al estrecharla en los tristes abrazos de una larga despedida, le pedķ el tķtulo de esposo, me lo concedió ante el padre de todo amor. æQué derecho me ha arrebatado? æpor qué me ha reducido a este estado de anonadamiento? Me han olvidado todos, porque si alguna voz amiga hubiera hecho vibrar mi nombre en medio del solemne perjurio...--Pero me han olvidado todos y nadie le ha dicho--: ”Tiembla, Eulalia, Dios te ve!--Me han olvidado todos y la traición se ha consumado. _28 de agosto._ Esta tarde caminaba al azar, y no sé cómo ha sido, he sentido un peso que me oprimķa, una nube que turbaba mi vista, un fuego que recorrķa toda mi sangre, y me he sentado. Un instante después he levantado la vista y he reconocido en la casa que tenķa enfrente la mansión de Eulalia. En su habitación habķa luz. Eulalia ha llegado y se ha detenido detrįs del balcón en una contemplación silenciosa. Ella sufrķa, porque ha mirado al cielo. Su pecho parecķa hinchado, sus cabellos en desorden; se ha llevado la mano a la frente, que sin duda ardķa. En seguida se ha retirado sin haber advertido mi presencia, y yo he visto su sombra crecer sobre la pared y luego confundirse con las demįs sombras. Yo he querido hablar, pero mi voz se ha negado a obedecerme y he permanecido mudo como el viajero nocturno que se encuentra con una aparición. Después, me he aproximado a aquel balcón y me he visto inundado de la claridad que de él descendķa. Pero no he podido resistir tantas agitaciones, y he reanudado tristemente mi camino, y cuando he llegado a mi casa mis piernas han flaqueado; me he dejado caer por tierra y he regado el suelo con mis lįgrimas. _29 de agosto._ Todo conspira a mi desesperación. Al atravesar por esos campos he visto, delante de mi linda quinta, una mujer limpiamente vestida y, antes de que hubiese podido distinguir sus facciones, se ha arrojado en mis brazos y ha regado mis mejillas con sus lįgrimas. «æNo me reconoce usted?--me ha dicho al verme vacilar--; soy yo, soy aquella a quien la desesperación habķa impulsado al suicidio y que usted salvó con peligro de su vida; soy yo, a quien usted ha colmado de beneficios, a quien usted ha arrancado a la miseria, a quien usted ha devuelto la dicha; es a usted a quien debo la vida, y mi esposo querido, y mis hijos amados, y quiero...» Ella querķa que viese a sus hijos. «Basta, basta--le he dicho, oprimiendo su mano contra mi corazón--. Usted no sabe si soy bastante fuerte para resistir todo eso.» «æY aquella seńora joven?--ha ańadido misteriosamente--; que el cielo os sea propicio a los dos! ”Tan hermosa y con un alma tan grande! ”Oh! ”Con cuįntas alegrķas debe embellecer ahora su existencia!» A estas palabras yo he vuelto el rostro, estremeciéndome de dolor y de indignación; y ella ha creķdo... «”Sķ, muerta, muerta, perdida para siempre!», y la he abandonado al error de sus lamentaciones. Al regresar aquķ he sabido que Eulalia habķa partido hoy para el campo. æEs que acaso sabķa...? ”Oh! yo partiré, yo también quiero partir; y mil veces he dirigido el cuchillo contra mi pecho, y mil veces he pedido a Dios la muerte y el aniquilamiento, porque si mi alma habķa de sobrevivir y recordar todo lo que ha vivido, era preferible no morir. Pero yo no volverķa, quizį, tal como soy--; y, ademįs, necesitarķa algśn tiempo para adaptarme a una nueva vida. Vale la pena de meditar. _2 de septiembre._ El dķa ha sido tranquilo, el cielo puro y transparente, pero, en el momento en que el sol descendķa en su pompa occidental, el horizonte ha quedado de pronto envuelto en nubes, como un cinturón, y poco a poco gigantescas tinieblas han devorado la luz del crepśsculo. Asķ, me he dicho, he comenzado en una aurora dulce y brillante, y asķ voy a acabar como este dķa en las tristezas de una tarde nebulosa. A esta idea, me he representado, con extraordinario vigor, las sensaciones nuevas de mis primeros ańos; he rebuscado en mi memoria los jóvenes deseos, las esperanzas ingenuas de un alma virgen, y me he mecido en estos recuerdos. Mientras tanto, frecuentes relįmpagos recorrķan la atmósfera y abrķan en las nubes despedazadas deslumbrantes caminos y vastos pórticos de fuego. El relįmpago se deslizaba sobre las bóvedas de la noche como una espada flamķgera y, a la luz pasajera, se veķan de cuando en cuando algunas sombras siniestras descender sobre el valle, parecidas a esos espķritus vengadores que son enviados sobre las alas de la tempestad para atemorizar a los nińos y a los hombres. Los vientos se estremecķan en los bosques o gruńķan en los abismos, y en voz impetuosa se confundķan en las profundidades de la montańa, con el sonido grave del toque a rebato, el tumulto de la cascada y el estruendo del trueno. Y en el silencio mismo que sucedķa, triste y terrible, a esas armonķas imponentes, se distinguķan ruidos extrańos y conciertos misteriosos, como los que deben elevarse en las solemnidades del cielo. En estos trastornos que desolan la creación, hay un bįlsamo para las heridas del corazón, porque nuestras aflicciones son absorbidas por aflicciones tan augustas, y nuestra compasión se ve obligada a repartirse entre otras almas. A veces, por ejemplo, me identifico con esa naturaleza doliente y la abrazo entera a mi piedad. He intentado mantenerme en este estado, pero como no tengo con quien compartir el sufrimiento a mi lado, no he tardado en recabar toda mi piedad para mķ solo. _3 de septiembre._ Con frecuencia he deseado volver a ver ese monasterio abandonado, en cuyos claustros silenciosos tantas conmovedoras inspiraciones habķa recibido. Me acordaba de haber paseado con Eulalia por entre sus ruinas confusas y sus construcciones descalabradas, y, al advertir en lo alto de la colina la elevada flecha de la iglesia, atrevidamente lanzada al aire, me estremecķ de alegrķa, como a la vista de un amigo. Pero, y esto lo observé con dolor, habķan reparado las brechas del muro y podado las hayas. El desastre de los claustros demolidos y la energķa de una vegetación libre y salvaje, me habķan producido sensaciones de grandeza distintas. Asķ y todo, como aquel recinto habķa albergado mi pensamiento, cuando llegué al antiguo vestķbulo, cuando oķ el ruido de mis pasos resonando en los ecos de las capillas y del santuario y cuando las puertas trémulas crujieron girando con dificultad sobre sus goznes, con el corazón tan oprimido y con los ojos llenos de lįgrimas, amargas y voluptuosas a la vez, atravesé los corredores resonantes y los patios devastados para llegar al pie de la escalinata de la terraza. De en medio de la graderķa rota surgķan los cilindros aterciopelados del gordolobo, las cśpulas de las campįnulas, manojos de arabeta, matas de quelidonia dorada y las mortķferas flores del beleńo. Me he apoyado contra una columna, la śnica que, como el noble huérfano de una familia desgraciada, ha quedado de pie; cerca de mķ habķa un gran olmo, cuya copa, calcinada por el sol, destacaba apenas de entre las ruinas. Yo me he dicho: «æPor qué mi propio genio no es mįs que una ruina? æPor qué la naturaleza, que yo encontraba tan hermosa, se ha marchitado con el tiempo? æPor qué no poseo ya ese poder creador, esa delicadeza exquisita, esa flor de sentimiento que inspiraban mis primeras obras? Ahora mis lįpices son frķos, mis telas inanimadas, y mi alma se ha extinguido en los dolores. Si algunas veces se me presenta una idea fuerte y magnķfica, es inśtil que trate de retenerla. Bien pronto mi sangre fermenta, y no la encuentro mįs que a través de dolores extravagantes; o bien me canso de semejante tensión y entonces se esfuma y palidece bajo mis pinceles; es, quizį, que la imagen de Eulalia tiene demasiada fuerza en mi cerebro y esto me distrae. Mientras tanto me he aproximado al antiguo cementerio de los monjes, y he visto una mujer que dibujaba, sentada sobre una tumba. Ha dirigido sus ojos hacia mķ, y cuando se han encontrado con los mķos, he quedado deslumbrado, como si un meteoro hubiese pasado ante mi vista, y he caķdo de rodillas. Entonces Eulalia, porque era ella, ha avanzado hacia mķ, se ha apoderado de una de mis manos trémulas, y me ha dirigido palabras de consuelo. Cuando he vuelto en mķ y he podido darme cuenta de este acontecimiento, cuando he reflexionado sobre la siniestra casualidad que nos habķa preparado una entrevista al pie de un sepulcro, cuando he previsto todo lo que nuestra conversación habķa de tener de penoso y la magnitud de las nuevas impresiones que debķan atormentar mi corazón, he deseado que un abismo se abriese a nuestros pies y nos enterrase a los dos juntos. «”Usted aquķ!», he dicho al fin. «Sķ--ha respondido--, en estos lugares llenos de usted y entre mis recuerdos dichosos es donde quisiera vivir siempre, y este pensamiento es el que ha encaminado hoy mis pasos hacia aquķ.» Mientras tanto, me habķa sentado a su lado, abandonįndome a todas mis lamentaciones, deshaciéndome en improperios contra el destino y contra ella misma; le he recordado el dķa de mi destierro, la hora funesta de nuestra separación y los juramentos violados por ella; ”juramentos sellados con tantos besos y lįgrimas! He llorado otra vez con mucha amargura, y los sollozos que me sofocaban me han impedido continuar. «--Hįgase la voluntad de Dios--ha seguido Eulalia--, pero que El no permita que pueda usted condenarme sin oķrme. ”Si usted supiera lo que he sufrido yo! æMe vio usted cuando con los ojos llenos de lįgrimas espiaba sus śltimos pasos cuando usted marchó al destierro? æPresenció usted las largas veladas que pasé ocupada en gemir y en pensar en usted? æMe vio usted, en fin--”y por qué no morirķa aquel dķa! Yo creķa, esperaba morir, porque no pensaba que el débil corazón de una mujer pudiese contener tantos dolores...--Diga usted, æme vio usted pronta a expirar de desesperación a la noticia de su muerte?» A esta palabra, que me herķa por primera vez, suspiré; sólo el pensamiento de que hubiese podido morir llevįndome su amor y llorado por ella, me ofrecķa encantos sin cuento y me inspiraba deseos. Ella continuó: «--El seńor Spronck llegó a Salzburgo procedente de Carintia y nos fue presentado. Fue agradable a mi madre y yo misma le encontré no sé qué de usted, tanto en su aspecto como en su carįcter y, sobre todo, esa huella de melancolķa que demuestra que un alma tiene penas ocultas. Efectivamente, habķa experimentado grandes disgustos. El interés que me inspiró, también lo hubiera obtenido de usted. æVerdad que es imposible negar una tierna piedad a la desgracia? »Ya sabe usted, Carlos, que durante su ausencia he perdido a mi madre. Cuando vio que se aproximaba el instante fatal, nos llamó a los dos a su lado; después me miró, y una nube de inquietud pareció empańar el brillo de sus ojos. Luego, nos envolvió en una misma mirada a los dos, colocó una mano de Spronck en la mķa, y la expresión de una voluntad irresistible se detuvo sobre sus labios expirantes; después pasó tan dulcemente desde esta vida a la eternidad, que se hubiera creķdo que dormķa si nuestro dolor no hubiese atestiguado que ya no existķa. Ya ve usted cómo, por una deplorable herencia del infortunio y de la muerte, me he casado con otro; de modo que si le he hecho traición ha sido por obedecer la voz de la naturaleza y de la tumba; y lo que todas las potencias del mundo no me hubieran obligado a hacer, lo ha obtenido la śltima mirada de mi madre.» Acabado este relato, se volvió hacia mķ con una dulce compasión, y me dijo: «--Carlos, henos aquķ como dos viajeros del desierto que después de haber sońado en la patria, reanudan su largo camino a través de los arenales. Todo se ha desvanecido, pero tenga usted valor, Carlos, y esté seguro de que mi amistad le seguirį a todas partes.» Pronunciando estas palabras se escapó, desapareciendo a favor de las tinieblas que descendķan sobre el monasterio. Quise seguirla para verla una vez mįs, pero, lo que creķ el ruido de sus pasos, era el rumor de un sauce llorón que gemķa entre sus espesas ramas y su cabellera melancólica. Después repetķ estas palabras: _su amistad me seguirį_, ”y con qué dulzura las he repetido hasta aquķ! Esta idea serenaba mis sentidos, embalsamaba el aire y arrojaba sobre toda la naturaleza un encanto indefinible que tenķa algo de encantamiento. Me he considerado mįs dichoso. æPor qué? Yo estaba įvido de afectos; ”y Dios sabe con qué quimeras he llenado a veces el vacķo de mi corazón! _4 de septiembre._ ”Su amistad! æHasta qué punto me bastarį tal sentimiento? ésta es la cuestión. æQué puede haber de comśn entre una sociedad frķa y austera, que no goza mįs que de alegrķas serias y placeres acompasados, y esta unión, llena de embriaguez y de voluptuosidades, en la que dos seres predestinados vienen a confundir toda su existencia? æentre ese alimento de algunas almas miserables y el fuego puro y regenerador que devora la vida y la reproduce? ”La amistad! ”y qué! al nińo testarudo que pide el objeto que se le ha sustraķdo, se le arroja cualquier chucherķa para distraerlo. A los veintitrés ańos estoy cruelmente desengańado de todas las cosas de la tierra y siento un profundo desdén por el mundo y por mķ mismo, porque he visto que en la naturaleza no hay mįs que aflicción y que en el corazón del hombre sólo mora la amargura. Llega, lanza sobre lo que le rodea una mirada inexperimentada, y en inmenso afecto abraza įvidamente a todas las criaturas. Se cree, por sķ solo, capaz de animar otro universo, mientras que marcha, ”ay! en medio de un mundo muerto y prodiga inśtilmente sus jornadas fugitivas y su amor inconsiderado. Bien pronto observa, oye, juzga; poco después su imaginación se extingue, sus ilusiones se marchitan, su esfera de acción se limita, lo mismo que sus relaciones, hasta el instante en que una experiencia dolorosa brilla a sus ojos, como una antorcha encendida sobre las tumbas, y acaba de iluminarle sobre su insignificancia. En fin, después no encuentra mįs que almas sordas y refractarias; la amistad le olvida, el amor le hace traición, la sociedad le rechaza; se da cuenta de que todos los lazos estįn a punto de romperse: se rompen en efecto; ”y, dichoso él si también cede a esta hecatombe! Desde entonces no veo mįs que egoķstas que han conseguido insensibilizar su corazón y entusiastas que lo agotan en quimeras. Dar vueltas en un océano de inquietudes y de dolores y cuando se comienza apenas a descansar de tantas emociones violentas, cuando las apreciaciones exageradas comienzan apenas a ser rectificadas, ”he aquķ que viene la muerte, colérica e inesperada, que os estrecha entre sus brazos inflexibles y os aniquila en el silencio de la tumba!... _6 de septiembre._ ”Otro doloroso recuerdo! Esta tarde me he encontrado, a orillas del rķo, ante el įngulo de un bastión medio derruido, al pie del cual descansįbamos de nuestros paseos en las hermosas tardes de verano. El tapiz de musgo, que tantas veces nos habķa servido de asiento, conserva su frescura: la ruina amenazadora que lo domina, aun permanece en pie; yo habķa pensado algunas veces que podķa enterrarme en su caķda, y he aquķ que ha sobrevivido al amor inmortal que ella me habķa jurado, a la inmortal felicidad que yo me habķa prometido. Allķ, pocos dķas antes de mi partida, siguiendo con los ojos el movimiento de la onda y transportįndome con el pensamiento a los mares lejanos que debķa atravesar--penetrado de dolor, a la idea de una separación quizįs irreparable--; asķ una mano de Eulalia y la inundé de lįgrimas. Tan turbada como yo, intentó distraerme cantando una de esas melodķas que tantas veces habķan encantado nuestras veladas. Era--”podrķa olvidarlo jamįs!--Era asķ: «Clara y Paulino veķan transcurrir apaciblemente sus dķas, y veķan florecer su juventud y sus amores. Nada, en apariencia, podķa separarlos, y se aproximaba el acontecimiento alimentado por su esperanza. »Su solo pensamiento era el himeneo; la alegrķa su solo sentimiento, ”que es lo que un dios consolador envķa a los enamorados! Pero he aquķ que un dķa, el padre de Paulino le dijo: «Hay que partir y dejar el amor de Clara.» Presa de la mayor emoción se dirige hacia su futura y le dice: «Deplorable suerte la nuestra. Mi padre quiere que esta misma noche nos pongamos en camino. Pero jurémonos que, suceda lo que suceda, volveremos a vernos. Si algśn amor culpable quisiera hacer presa en ti, le responderįs: «æSoy capaz de olvidarle? Bien pronto mi amigo vendrį a decirme: ”despierta! ”Ha llegado al fin la hora de sonreķr a tu esposo!» Pero si alguno de nosotros muere en la espera, que su alma goce de constante libertad para que pueda venir desde la negra orilla a consolar al que quede. »Paulino partió. ”Un corazón novicio es tan ligero! Un deseo, un capricho, nada, le hace cambiar. ”Clara estį muy lejos! ”Rosa es tan linda! El tiempo pasa. El juramento se olvida. El amor se apaga. »Clara, al conocer sus nuevos compromisos, le pregunta: «Otra bien amada obtiene tus atenciones; ”el que ocupa a todas horas mi pensamiento ha podido hacerme traición!» »Clara le perdona, le llora y se dispone a morir... »Al saberlo Paulino se entregó a grandes extremos de dolor; pero Rosa le tranquilizó con un aire lleno de encanto: «æPodrķas creer en la noticia de esa muerte? puede lamentarse, llorar, pero no morir. ”La alegrķa es tan pronto arrebatada a nuestros deseos! æQué necesidad hay, pues, de consumir nuestra vida en disgustos? Ven a la fiesta que se prepara esta tarde y recibirįs de tu Rosa los dones del amor.» »Paulino vuela al baile y la busca con ansiedad, pero le parece que todo se conjura para ocultįrsela; al menor ruido cree oķrla entre la multitud, y ve que su espķritu emprende el vuelo con la noche. »Pero no, aquél es el dominio de su amante, y aquél su cuello de lis y aquélla su mano encantadora. «”Rosa, un dichoso proyecto te aguarda! ælo recuerdas? Y me dirįs demasiado pronto, cruel, que el dķa viene. Desaparece, mįscara envidiosa, que tomas una forma que no es la tuya» dijo él; y Clara, ensangrentada, se ofreció a sus ojos, el brazo armado de un cuchillo aun hśmedo, la vista extraviada, el pecho marchito y destrozado, la tez lķvida. »La llegada del dķa no le libra de aquella sombra y sus sentidos caen en un sopor; ella murmura a sus oķdos un largo suspiro. »Pero cuando su pena llegó al lķmite, encontró compasión y entregó su alma envenenada por una cruel preocupación. Pueda como él, todo perjuro a su juramento, sufrir de su cobarde impostura el castigo.» Acordįndome de esta balada, he comenzado a repetir esta imprecación en voz alta y acento tan colérico, que he huido, lleno de terror, temeroso de que el cielo me oyese. _8 de septiembre._ A algunos pasos de Salzburgo, hay una pequeńa aldea cortada de una manera agreste sobre la montańa. Muchos arroyuelos que bajan de las rocas se reśnen debajo del cercado del presbiterio y forman un canal que va a través de la llanura, como una ancha cinta de plata, hasta perderse en el rķo. El murmullo de los pequeńos torrentes, el rugido lejano de las ondas y el estremecimiento de los įlamos, movidos por el viento, se armonizan con una dulzura indefinible y llevan al alma una languidez y una turbación deliciosa que se quisiera prolongar. Pero nunca este cuadro tiene un encanto mįs inexpresable que a la hora en que el cielo, adornado de los colores del alba, sonrķe a la proximidad del dķa, cuando una niebla hśmeda y blanquecina flota sobre el valle y cuando los primeros rayos del sol comienzan a dorar los plomos del campanario. Esta mańana me paseaba por aquel lado, entregado a los mįs dulces pensamientos que de costumbre, cuando los sonidos lśgubres, distintos y prolongados del acero mortuorio, vinieron a distraerme de mis sueńos del pasado. Retrocedķ en dirección al pueblo y vi, en el įngulo del camino, un cortejo que avanzaba lentamente, recitando plegarias en voz baja. Cuatro hombres que llevaban un ataśd cubierto con un lienzo, abrķan la fśnebre comitiva, y a su lado otras tantas jóvenes, vestidas de blanco, con el cabello tendido, los ojos enrojecidos por las lįgrimas, el seno palpitante por los suspiros, que, con una mano, levantaban los extremos del pańo mortuorio. Seguķan luego mujeres, nińos y ancianos que parecķan penetrados del mįs profundo dolor, pero de un dolor mudo y resignado, lo que me hizo suponer que a aquella infortunada criatura no la acompańaban sus padres a la śltima morada, porque las lamentaciones de la naturaleza tienen otro carįcter. Me olvidaba decir que el lienzo era blanco y que encima de él habķa sido colocada una pequeńa corona de flores. Cuando la multitud ya habķa pasado, me dirigķ a una mujer casi octogenaria que seguķa con paso mįs lento a la comitiva, a causa de su avanzada edad, preguntįndole el nombre de la persona a quien llevaban a enterrar. «”Ay, seńor!--me ha contestado sollozando--, no puede usted haber dejado oķr de hablar de la buena Cornelia. Tan joven aśn y ya era la madre de los pobres y el ejemplo de las personas juiciosas. Es ella la que murió ayer.» Pero como yo he dicho a la buena mujer que el nombre de Cornelia me era desconocido y que hacķa algunos ańos que estaba ausente de Salzburgo, me ha contado lo que sigue, mientras yo tomaba su brazo para atenuar la fatiga del camino: «Cornelia pertenecķa a una familia opulenta, pero ella era tan humilde y tan compasiva, que nadie hubiera advertido su fortuna a no ser por sus liberalidades. La madre de Cornelia se miraba en su hija; los padres la daban por modelo a sus hijos; sus amigas la nombraban con orgullo, los pobres la bendecķan, y hasta la envidia se detenķa cuando se trataba de ella; ”tan buena y dulce era la pobre Cornelia! Hacķa ya algśn tiempo que su madre habķa observado que una pena oculta la devoraba, esforzįndose en penetrar el secreto de su corazón. «æQué tienes, Cornelia mķa», le decķa, y Cornelia se inclinaba sobre el seno de su madre y lloraba. «æEstįs enamorada?», le preguntó un dķa. Cornelia no respondió. Es que aquél era su secreto y no se atrevķa ni a negarlo ni a confesarlo. »No obstante, no tenķa por qué avergonzarse de su elección, porque Guillermo es un muchacho honrado, pero ella creķa que sus padres no consentirķan en que se casara con él, porque Guillermo era pobre. He aquķ por qué sus padres desconocķan un mal que con el tiempo no hacķa mįs que crecer, y finalmente, cayó enferma vķctima de una cruel enfermedad, y en los accesos de delirio pronunciaba con frecuencia el nombre de Guillermo. Cuando la fiebre comenzaba a calmarse y Cornelia recobraba el sentido, su madre se sentaba a su lado y la interrogaba de nuevo. Una vez lo confesó todo, después de haberla demostrado que ella misma se habķa hecho traición. Sus padres se reunieron y, después de haber reflexionado maduramente, resolvieron casarla con Guillermo, puesto que le habķa dado su amor. »Aprovechando uno de aquellos momentos en que el estado de Cornelia dejaba entrever ciertas esperanzas de curación, le dieron la noticia, y como pensaron que su salud podķa depender de esta unión tan deseada, se fijó el dķa y se convino en celebrar el enlace en una capilla inmediata a la casa. Debķa ser ayer, a esta misma hora, y precisamente cuando ella cumplķa los diez y siete ańos. Se levantó, se vistió y se dirigió a la capilla entre su madre, que se habķa consolado por completo, y Guillermo, que estaba fuera de sķ de alegrķa. Las mismas amigas que ahora la acompańan al cementerio, iban a su lado, y los que la veķan pasar decķan: «”Mirad a Cornelia! estį mįs pįlida, pero no menos bella.» En efecto, su aspecto ofrecķa un conjunto de nobleza, de gracia y de serenidad. Solamente, cuando ya estaba al pie del altar, dijo en voz baja, al mismo tiempo que se apoyaba en Guillermo: «Me encuentro mal.» Fue de nuevo conducida a su casa, pero el golpe era ya irremediable y habķan quedado destruidos todos los resortes de la vida. Algunos minutos después del mediodķa su mirada parecķa empańarse y extinguirse. Luego fijó tiernamente los ojos en su madre y en su marido y sonrió. En seguida volvió la cabeza y quedó inmóvil. Guillermo, asustado, asió su mano; estaba frķa. Cornelia habķa muerto.» Mientras tanto, ya habķamos llegado al lugar de la aldea en que Cornelia, durante su enfermedad, habķa mostrado deseos de ser enterrada; yo quise informarme aśn, con una triste curiosidad, de todos los pormenores de aquel acontecimiento, gozįndome en oķr referir cómo aquella alma sensible y generosa se habķa dado a conocer a los desgraciados durante su corta estancia sobre la tierra. Compadecķa, sobre todo, a Guillermo, porque sobrevivir a la que se ama... æqué digo yo? ”sin duda él también morirį! Llegamos ante la iglesia y la caja fue colocada en el umbral; el sacerdote, con los ojos levantados al cielo, los brazos extendidos, el hisopo en la mano, dejó caer algunas gotas de agua bendita sobre la prisión estrecha y misteriosa que encerraba a Cornelia. Después fue introducido el ataśd en el templo; la comitiva le acompańó, silenciosa, por la nave antigua, dividiéndose en dos filas cerca de las rejas del coro; el pueblo se arrodilló y comenzó la ceremonia. ”Qué espectįculo ofrecķa a mis ojos y qué sensaciones producķa en mi corazón aquella pompa conmovedora que la religión ha colocado como un punto de reposo entre la muerte y la eternidad! La santidad del lugar, la grandiosidad de las ceremonias, la melodķa imponente que resonaba en el recinto sagrado, los vapores del incienso mezclįndose con el humo de las antorchas funerarias, un sacerdote augusto elevando al Todopoderoso las oraciones de la multitud, una muchedumbre piadosa haciendo un llamamiento a la misericordia inagotable del Creador sobre la tumba de la criatura, el mismo Dios, bajando para reunir a los fieles al pie del trono de su padre--y cerca de mķ, en aquella caja--, bajo las tristes vestiduras de la muerte, una joven que no habķa tenido tiempo aśn de recibir los besos del esposo amado y que tan pronto habķa trocado las rosas por los cipreses, las delicias de la primavera por los secretos del porvenir, el lecho nupcial por una fosa, ”una virgen que no se habķa despojado aśn del traje de novia y se veķa arrojada para siempre a la tierra hśmeda y profunda, a merced de todas las intemperies y de todas las inclemencias! ”Inocente Cornelia! ”Ayer ”ay! llena de perfecciones y de bellezas, hoy inanimada por la muerte! Mientras yo me entregaba a estas reflexiones, el cortejo habķa llegado al cementerio donde Cornelia debķa ser depositada, y allķ, los pesares que ella inspiraba, estallaron con mayor amargura. Entonces hubiera podido creer que cada uno lloraba en ella una hija o una hermana querida; de tal modo la idea de separarse para siempre y de perder lo poco que de ella quedaba, habķa aumentado la intensidad de todos los dolores. En aquel momento aproximose un desconocido. Parecķa rayar en la edad madura, pero algśn dolor inmenso habķa grabado en su frente las huellas de una vejez anticipada. Su mirada dulce y altiva a la vez, tierna y no obstante un poco sombrķa, inspiraba el respeto, la admiración y el amor, y en su rostro flotaba un no sé qué de celeste y de deslumbrador con una majestad incomparable. Se ha dirigido hacia mķ, me ha interrogado con voz emocionada y yo le he repetido en pocas palabras lo que me habķan contado de Cornelia y de su muerte, pero cuando he llegado al fin del relato, él ha cesado de interrogarme y quizį de verme; sus mejillas se han cubierto de un fuego vivķsimo, sus miembros se han puesto rķgidos y todo su cuerpo ha temblado con una convulsión sśbita; se ha abalanzado hacia la fosa y ha mirado su interior con avidez, y cuando ha descendido el ataśd, sus brazos, que buscaban un apoyo, han rodeado mi cuello. «”Oh, usted no sabe--ha exclamado--, usted no sabrį nunca los tormentos que esta mańana trae a mi memoria! Usted no sabe que también un dķa vi morir y caer sobre la tierra del mismo modo a la que era, ella sola, toda mi alegrķa y todo mi amor, mi hermana adoptiva, la amiga de mi infancia, la esposa que me estaba destinada.» Diciendo esto ha caķdo desmayado, y cuando, gracias a nuestros cuidados, ha vuelto en sķ, le he llevado lejos de aquel lugar de aflicción, y marchando apresuradamente por el lado de la ciudad, no nos hemos detenido hasta llegar al recodo del camino en que yo habķa visto descender la fśnebre comitiva y desde donde la aldea quedaba oculta detrįs de los įrboles que formaban como una cortina. Allķ nos hemos separado, pero antes de hacerlo, el desconocido--al estrecharme contra su pecho con un fervor de amistad del cual yo me sentķa orgulloso, y al prodigarme testimonios afectuosos de reconocimiento por un servicio sin importancia--se ha dado a conocer, y ese desconocido, por quien mi corazón se habķa sentido tan atraķdo, ”es el esposo de Eulalia! Cuando yo recuerdo, después de esto, que Eulalia habķa creķdo descubrir alguna semejanza entre nosotros, y cuando me lo representó con su fisonomķa de semidiós, pienso que las almas escogidas estįn por encima de las vicisitudes y acontecimientos de la existencia y que su destino es encontrarse en este mundo. _9 de septiembre._ Otra prueba de la debilidad de nuestro espķritu y de la inutilidad de los esfuerzos que empleamos en combatir nuestras inclinaciones. Estoy convencido de que nuestra vida ha sido prevista y ordenada con las demįs manifestaciones de la existencia; que todas las costumbres, que todas las relaciones que contraemos en el comercio del mundo son consecuencias necesarias de nuestra organización, y que no depende de nosotros explicar ni vencer las simpatķas con que algunas veces nos encontramos atados. æPor qué otro ascendiente, si no, que el de una fatalidad todopoderosa, ese usurpador que me ha arrebatado mis mįs caras esperanzas, hubiera podido reducirme y subyugarme, cuando todo me era odioso en él y yo hubiera querido interponer un mundo entre los dos? æNo es el esposo de Eulalia y no posee su amor? æQuién impedirķa, no obstante, que yo pasase mi vida entre ellos? ”Idea tan llena de delicias que mi débil imaginación casi no puede concebirla! æQuién impedirķa que yo fuese su esposo, como él, y que ella repartiese su ternura entre los dos? æUn alma de una sensibilidad tan viva y tan tierna no nos confundirķa fįcilmente en un amor? porque, æes que la dicha de los demįs tiene necesidad de alimentarse de mi desgracia y de mis dolores? Hay que confesar que es una condición bien digna de lįstima la mķa, porque, por muy maltratados que se vean por la suerte la mayorķa de los hombres, cuando menos pueden encontrar algśn dķa consuelo en alguna persona querida. En cambio yo, solo sobre esta tierra miserable, reśno en mķ todas las miserias de la humanidad, y todo lo que puede constituir un encanto o un alivio, me estį cruelmente prohibido. Mis mįs dulces afectos se han convertido en tormentos insoportables, y el mismo aire que respiro se envenena en mis labios desde que Dios me ha desheredado de su Providencia. _10 de septiembre._ Y no obstante, él ha amado, ama aśn y llora a otra. No sabrį amarla como yo la amaba. No puede dedicar a ella todos sus recuerdos, todos sus pensamientos, toda su vida, y cuando esté recostado sobre su seno, pensarį en otro amor y en otra felicidad. ”Desengįńate de tu dicha, alma tierna y confiada! Ese esposo no es el que el cielo te destinaba. Sus transportes, sus suspiros, sus lįgrimas, no son para ti. No es a ti a quien él desea en sus ensueńos. ”Infortunada! ”no es a ti a quien ama! æy con qué derecho exigirį de ti el afecto que él no puede darte? æacaso no es nulo el compromiso que ha anulado todos los compromisos del corazón y que ha hecho traición a la naturaleza? Yo podrķa, pues... ”jamįs! Esta idea ha fermentado ya en mi pecho, pero... ”jamįs! ”Quimera! ”ilusión de las tinieblas! æQuién soy yo? ”ay! un cautivo cuya imaginación ha reposado un momento en sueńos voluptuosos; que creķa andar sobre caminos llenos de verdor y bajo doseles de rosas, que no ocupaba su imaginación mįs que en esperanzas fįciles y esperanzas rientes y que, de pronto, se encuentra a la vista de sus cadenas y de su calabozo. Cuando yo me veo asķ separado de toda dicha por un mar sin orillas; cuando me siento aplastado, anonadado por la desesperación; cuando observo cómo todas mis facultades se degradan y se irritan en este estado de convulsión y de dolor; cuando intento calcular hasta qué punto ligeras modificaciones de circunstancias o de temperamento pueden influir sobre nuestras mįs graves resoluciones, y cuando reflexiono sobre tantos desgraciados de sensibilidad ardiente que el cielo ha arrojado entre las contrariedades y las luchas de la vida, me extrańo menos de contar un tan gran nśmero de reputaciones escritas con sangre, y me indigno de los juicios insensatos de la multitud. Interrogad a esos altivos, a esos ciegos dispensadores de gloria y de castigo: ellos lo han apreciado, medido y previsto todo. No hay un crimen, ni un pensamiento que escape a sus leyes, a sus pesquisas, a sus verdugos; y no obstante, ellos no saben ni sabrįn nunca cuan débil, estrecha o imperceptible es la distancia que separa un rebelde de un emperador y el suplicio de un proscrito de la apoteosis de un semidiós. _11 de septiembre._ Le he visto por segunda vez; entraba yo en una casa extrańa y, al ser anunciado, vino a mi encuentro el seńor Spronck, dando pruebas de la mįs viva afección. «”Carlos Munster!--ha dicho--, ”ay! æde modo que era usted...?» y no ha terminado la frase, pero su silencio mismo hablaba a mi corazón. Parecķa compadecerme y justificarme; como si quisiera evitar mi odio; y yo, mientras tanto, trémulo, cohibido, con los ojos humedecidos por las lįgrimas, he estado veinte veces tentado de arrojarme a sus rodillas o en sus brazos. _12 de septiembre._ Hay placeres que hemos gustado con tanta delicia, que se nos figura que el recuerdo que de ellos nos queda, debe bastar para nutrir nuestro corazón de ideas rientes y dichosas durante todo el curso de la vida; y cuando nos encontramos, largo tiempo después, en las mismas circunstancias, ocurre, no obstante, que esas emociones, tan agradables y tan ańoradas, han perdido casi todo su prestigio. Nos lamentamos entonces de la inestabilidad de las cosas humanas y porque nosotros no tenemos ya aptitud para gozar de bellezas que nos arrebatan, acusamos locamente a la naturaleza de haber cambiado. No hay nada mįs dulce, me decķa, que poder, después de grandes contrariedades y largos ańos de destierro y de dolor, transportarse con el pensamiento a los dķas tan puros de la feliz infancia; que volver a ver los lugares que han sido el teatro de nuestros primeros juegos, de nuestros primeros trabajos y de nuestros primeros éxitos, las perspectivas en que hemos empleado nuestros primeros lįpices, el techo natal y los dominios hereditarios; que reconocer el campo que nuestro padre ha deslindado, el įrbol cuya sombra tanto amaba, su arado, el rśstico hogar y el lecho de paz desde el cual nos bendijo. ”Se acuerda uno con tanta emoción de aquel tiempo, rico en ignorancia y en sencillez, en que una mediocridad laboriosa limitaba nuestros deseos y un estrecho horizonte nuestro universo! ”Hemos tantas veces deseado reunir a nuestro alrededor a todos los que han hecho con nosotros el aprendizaje de la vida y esperamos tantos goces de la evocación de aquellos recuerdos! He dejado Salzburgo para reanimar mi corazón en aquel hogar de inocentes voluptuosidades, y en lugar de los consuelos que yo esperaba, todo lo que he visto no ha servido mįs que para redoblar mi disgusto. ”Placeres mįs penosamente comprados que los que tienen tales recuerdos! ”la dicha pasada puede, pues, ser un tormento de mįs!... Yo me figuro uno de esos įngeles réprobos que consumen su eternidad en inśtiles arrepentimientos. Algunas veces se eleva pensativo hasta los confines de su primera patria, contempla con una tristeza profunda el cielo del que ha sido desterrado y los bienes que su rebelión le ha arrebatado: su infortunio es aśn mayor; y, rugiendo de desesperación, se hunde de nuevo en los abismos. _14 de septiembre._ ”Cuįntas gentes que se quejan de la monotonķa de la naturaleza, que no ven mįs que cuadros estériles y fastidiosos, que piensan que con una ojeada pueden verlo todo y abarcarlo todo y que no deberķan quejarse mįs que de la imperfección de sus facultades, de la pobreza de su imaginación y de sus sentidos! En cambio, el artista gime ante la impotencia de sus recuerdos y maldice sus telas y sus paletas cuando observa tanto matiz inimitable, tantos aspectos variados, tantas expresiones infinitas en el gran cuadro de la soberbia creación. ”Y qué motivo de incertidumbre para él cuando ve un solo punto modificado por todas las influencias de las estaciones, por todos los accidentes de la luz y por todas las emociones de su propio corazón! Esta mańana me he detenido a la sombra de un viejo olmo, alrededor del cual, ciertos dķas de fiesta, los jóvenes, sin otro concierto que el que les daba un pobre mśsico ambulante, se reunķan para dar muestras de su fuerza y agilidad, mientras que los ancianos, emocionados por los mįs deliciosos recuerdos, se contaban entre ellos algśn acontecimiento notable de su juventud, ocurrido en semejante dķa. Sin duda conservan aquella hermosa tradición, porque he visto la hierba hollada, las flores esparcidas y las margaritas deshojadas. ”Dichosos ellos que, al menos, son fieles a sus primeros placeres y a sus primeras costumbres! Desde aquel lugar, la vista se extiende sobre un inmenso valle que se cruza y se despliega con gracia entre las laderas de los bosques y cuyo aspecto riente y tranquilo encanta el corazón. Algunos arroyos bordeados de sauces se pierden en la llanura sin alejarse demasiado los unos de los otros, se embalsan a trechos, se acercan y se huyen cuando parece que van a darse alcance, y, finalmente, mįs lejos, se ven correr todos juntos. A la derecha, entre las cabańas de los campesinos, se distinguen las torrecillas de un castillo gótico cuyas alas ruinosas se extienden sobre una ancha plataforma; y mįs abajo, el rķo que sale de repente de detrįs de la colina, como si en ella tuviera su nacimiento, y que se pierde, a gran distancia, en el fondo azulado del horizonte. El puente que lo atraviesa a lo lejos se asemeja a una pequeńa media luna negra sobre un campo de azur. El oriente comienza ya a colorearse en los primeros albores del dķa; todo es dudoso, vago e indefinido. El paisaje, apenas esbozado, no ofrece mįs que los colores inciertos, rasgos confusos y formas caprichosas. A medida que el dķa se levanta, las montańas nacen, las perspectivas retroceden, los planos se destacan y se caracterizan; bandadas de pįjaros de todos colores recorren el aire con toda suerte de vuelos y de evoluciones. Bien pronto la hora del trabajo puebla los senderos y los campos. El campesino desciende de la aldea, el arriero camina pausadamente detrįs de las mulas y el pastor sigue a sus ovejas. Cada hora que se aproxima es testimonio de otras escenas. Algunas veces una sola rįfaga de aire basta para cambiarlo todo. Todas las selvas se inclinan, los sauces se blanquean en sus copas, los arroyos aparecen rizados en su superficie y los ecos suspiran. Cuando, al contrario, el sol desciende hacia occidente, el valle se oscurece y las sombras se extienden. Algunos objetos mįs elevados se hacen notar aśn con sus reflejos de oro entre las nubes de pśrpura; pero esas luces mortecinas no brillan en ninguna parte con mįs esplendor que sobre la superficie del rķo, que se precipita centelleante y lo envuelve todo en una amplia franja de fuego. Finalmente, la luna se abre paso entre los espacios del cielo: lo mismo cuando su claridad, tierna y temerosa como la mirada de una virgen, tiembla bajo las sombras transparentes, que cuando cae en haces de luz sobre el misterio de la llanura, prestando a todos los objetos encantos inexplicables y dulzuras infinitas; es entonces cuando los bosques se pueblan de rumores misteriosos, de secretos, de pompas. Todos los aspectos del cielo y de la tierra adquieren una idealidad indecible. El aire estį cargado de las emanaciones mįs puras y de los perfumes mįs agradables. El sonido del corno, el tańido de la campana lejana, el ladrido del perro que vigila atentamente ante la morada del hombre, el ruido mįs insignificante, en fin, os turba y os penetra; parece que la majestad de la noche impone también su misterio sobre los sentidos. Mįs aśn; si las inspiraciones supersticiosas y los ensueńos crédulos son hijos de la soledad y de las tinieblas, æquién me impide dar a ese castillo habitantes y misterios; gemir por la suerte de una esposa oprimida, que agoniza en sus subterrįneos, y evocar sobre sus torres las vetustas sombras de sus antiguos seńores? Esas chozas, æno pueden ocultarme una pareja de amantes verdaderos que han preferido el simple hogar de sus padres, un pequeńo campo cultivado por sus manos y el goce de placeres sin remordimiento, a todas las seducciones de la ciudad? Sońemos, sońemos en esta felicidad que nos rodea, puesto que jamįs hemos de participar de ella. _17 de septiembre._ Esta aldea no estį separada de aquella en que he visto a Eulalia mįs que por una colina en la que crecen diferentes įrboles y atravesada por innśmeros senderos. Sea predilección, sea casualidad, mis solitarios ensueńos me conducen siempre a una linda explanada tapizada de fresco musgo y sobre las que robustos arcos forman una bóveda sombrķa y rumorosa. En la pendiente de la colina, un campanario, ennegrecido por un incendio, eleva su torre ahumada entre algunas casuchas groseramente agrupadas en anfiteatro, y en los confines de la llanura se ven algunas alquerķas con sus huertos y algunas quintas de recreo. En un cercado de aspecto elegante y de una exposición acertada, yo habķa visto con frecuencia a Eulalia errar pensativa por entre los bosquecillos dejando flotar a merced del viento los pliegues de su tśnica blanca y las ondas de su cabellera, o bien, a la caķda de la tarde, regar con agua pura las flores de sus parterres, cuando éstas languidecķan marchitas por los ardores del sol, como sķmbolo conmovedor de un alma tierna que se consume calladamente de amor; y cada vez un deseo inquieto, un sentimiento, mezcla de turbación y de voluptuosidad, se deslizaba por mis venas y hacķa hervir mi sangre. Mi alma ardķa ante la idea de aliarse en el espacio con el alma de aquella desconocida; si ella se alejaba, yo la seguķa con la mirada hasta perderla de vista, la esperaba hasta que volviese y, al verla de nuevo, trataba de apoderarme de su imagen, de apropiįrmela por completo y de identificįrmela, para no perderla jamįs. Inmóvil, de pie, sin respiración, sin movimiento, su presencia era un misterio que yo temķa turbar. Algunas veces negros presentimientos se extendķan sobre mi porvenir como un velo de dolores; y entonces el corazón se me desgarraba. Nubes de sangre flotaban ante mis ojos y me ocultaban el cielo; lįgrimas tibias y pesadas, como las primeras gotas de una lluvia tempestuosa, caķan de mis ojos, y la tierra huķa bajo mis pies. Entonces hubiera querido partir y lo hubiese olvidado todo: mi papel, mis lįpices y mi ossian. Después me lanzaba al azar por los bosques y me trazaba nuevos senderos apartando con las manos las ramas hśmedas y los arbustos espinosos. Entonces me placķa recorrer los lugares donde el hombre no tiene la costumbre de penetrar, de tal modo estaba poseķdo del sentimiento que llenaba mi alma y de tal modo temķa ser distraķdo de él. Hablaba de ella bajo mil nombres imaginarios, los grababa sobre la corteza de los įrboles y sobre la arena, y a veces ańadķa el mķo. Si algśn tiempo después acertaba a pasar por el mismo sitio y veķa aśn aquellas cifras, entrelazadas, palpitaba de alegrķa como si fuese ella quien las hubiese escrito. Con frecuencia curvaba jóvenes įrboles para formar toldos de verdura o bien los agrupaba en pórticos, colgando de ellos frescas guirnaldas de enredaderas con sus hojas como lanzas de hierro brillantes aśn por el rocķo. Quizįs un dķa, pensaba, la conduciré bajo mis glorietas, la haré pasar bajo mis bóvedas de flores y la coronaré con mis enredaderas. Estas eran dulces quimeras e ilusiones presuntuosas del amor sin experiencia. Hoy he querido ver todo eso, pero la magia de los hermosos dķas ha desaparecido. La casa ha sido abandonada a nuevos propietarios, y éstos, sin consideración alguna, han devastado sus parterres y arrancado sus madreselvas. No han respetado nada de lo que ella amaba; ”lo que ella amaba! æacaso lo saben esas gentes? No obstante, he cedido al prestigio de mis recuerdos con tanta confianza y abandono, que antes de abandonar la explanada me he vuelto maquinalmente para saber si Eulalia no seguķa mis pasos. Después, reflexionando sobre este error, me he echado a llorar; pero aun he llorado mįs amargamente cuando he advertido mis toldos destruidos por el viento, mis arbolitos abatidos por el hacha y la tierra sembrada con sus ramas. Ante esta śltima pena, por ligera que pueda parecer, me he acordado de todo lo que he perdido; me he contemplado con espanto en mi soledad y en mi miseria; sin amigos, sin familia y sin patria, sin apoyo y sin esperanza, traicionado por el pasado, arruinado para el presente y desheredado para el porvenir; ”abandonado de Eulalia y del Cielo! En aquel mismo lugar habķa también resuelto consagrar a mi querido Werther una tumba cubierta de hierba ondulante, como él la deseaba; y hoy he sentido un secreto deseo de cavar la mķa. ”Es un destino tan cruel el de morir lejos de lo que nos fue querido y el de dejar los cuidados de nuestra sepultura en manos de un extrańo! _24 de septiembre._ ”Sķ, al sentir el fuego que recorre mis venas, he comprendido que para mķ no habķa otro bien en la tierra que en esta otra mitad de mķ mismo, de la que la injusta suerte me ha separado! æY quién me devolverį esos dķas de delicia y de gloria? æQuién serį capaz de hacerme revivir ese pasado que ha devorado mi porvenir? ”Aquel tiempo ”ay! en que mi corazón estaba inundado de afectos tan dichosos! ”en que todas mis facultades gozaban de una actividad tan poderosa, en que su sola proximidad, el rumor de su voz o el mįs ligero contacto me producķan tal estremecimiento que me parecķa que la vida iba a abandonarme o que mi alma se precipitaba en mis nervios! ”Entonces lamentaba no poseer bastantes fuerzas para soportar mi felicidad, o bastante amor para sucumbir a él! æPor qué no debķa de haber sucumbido de aquel modo, exhalar mi śltimo suspiro en aquel estado de beatitud? æPor qué no me atrevķ a ceńirla entre mis brazos, a arrebatarla como una presa, a arrastrarla fuera de la vida de los hombres y a proclamarla mi esposa ante el cielo? O si ese deseo es un crimen, æpor qué se ha unido al propio sentimiento de mi existencia de tal modo que no podrķa desterrarlo sin morir? æHe dicho un crimen? En los dķas de barbarie, cuyo recuerdo estį ligado a todas las ideas de ignorancia y de esclavitud, el vulgo ha querido dar forma escrita a sus prejuicios y ha dicho: ”Estas son las leyes! ”Extrańa ceguera de la humanidad, espectįculo digno de desprecio el de tantas generaciones gobernadas por una generación extinguida, y el de tantos siglos regidos por un siglo oscuro! Después de haber gemido largo tiempo bajo el peso de tan odiosas violencias, æquién no querrķa abreviar la penosa carga de la vida, si esta alegrķa dependiese al menos de nosotros? Pero el Cielo y los hombres estįn conformes en prohibķrnosla y no nos libertamos de nuestros dķas mįs que para volver a comenzar nuestro dolor. Vigila a la puerta de las tumbas, como esos monstruos que se nutren de cadįveres, nos desencanta del sueńo de la muerte y se apodera de nuestra eternidad como de una herencia. Cualquiera que sea el terrible porvenir, el porvenir de sangre y de lįgrimas que reservįis a los réprobos, permitid, permitid ”oh Dios! que Eulalia me sea devuelta un momento, ”que un solo momento este pobre corazón palpite contra el suyo! ”que mi débil existencia pueda desvanecerse en la embriaguez de sus miradas y de sus besos! ”que pueda morir en su amor! ”Y a este precio, un infierno! _9 de octubre._ Es una cosa admirable y llena de encanto seguir a un gran genio en su carrera, estar, en algśn modo, asociado a sus descubrimientos y recorrer con él distancias que nunca se hubieran alcanzado sin guķa, como el navķo acostumbrado a cortas travesķas, al que un piloto hįbil hace surcar por entre mares inmensos y hacia puertos desconocidos. Asķ, nuestra imaginación arrastrada en el sublime vuelo de tu musa, ”oh divino Klopstock!, y recorriendo sobre sus huellas los espacios que tś has poblado, se extrańa de los milagros que le rodean y se detiene sobrecogido de espanto ”Con qué magnificencia reśnes bajo nuestros ojos todo lo que la poesķa tiene de maravilloso, lo mismo cuando nos introduces en los consejos del Altķsimo en que los įngeles celebran los misterios del cielo y los querubines, penetrados de un religioso temor, agitan en su huida sus alas de oro, que cuando nos descubres las grutas tenebrosas de los infiernos, evocas, con una autoridad increķble, esos įngeles vencidos que una eterna venganza persigue con eternos tormentos, trémulos bajo sus cadenas ardientes y sus rocas calcinadas, o nos transportas al gran sacrificio del Gólgota en que el Creador del mundo se abandona a las angustias de la agonķa para redimir a sus verdugos! Pero la lectura de la Biblia me ofrece aśn mįs deliciosos goces. No hay circunstancia en la vida en que el hombre no pueda hallar consuelo en alguno de sus pasajes; ninguna desgracia que ella no solemnice, ninguna alegrķa que no embellezca: por eso es un libro emanado directamente del cielo. Con frecuencia, cuando la naturaleza, en todo el esplendor de sus galas otońales, y con todos sus bosques diademados de oro y de pśrpura, sonrķe al sol poniente, yo me siento en la pendiente de un ribazo, bajo alguna ańosa encina, y releo los ingenuos bucólicos de los primeros tiempos, la candorosa historia de Ruth y los cantos de amor de Salomón. Otras veces, bajo los arcos góticos de una iglesia arruinada que eleva sus torres solitarias en el valle, escucho; y, en el rumor del viento, que gime a través de sus muros, como voces de bronce, creo percibir la palabra profética de un Daniel o de un Jeremķas. Otras veces sobre la fosa de mi padre y a la sombra melancólica de los įrboles que yo he plantado, me acuerdo, con abundantes lįgrimas, de la historia de José y de sus hermanos, porque yo que veķa hermanos en todos los hombres, también he sido vendido por ellos y ellos son los que me han desterrado. Pero con mįs frecuencia, cuando la noche, velada de negros cendales, avanza por su silencioso camino, yo repito con Job, en la efusión de mi dolor, esta profunda exclamación del alma desengańada: _æPor qué la luz ha sido dada a un miserable y la vida a los que tienen la amargura en el corazón?_ _10 de octubre._ De buena gana romperķa mis pinceles cuando comparo la naturaleza de este triste Occidente, mezquina y desgraciada, con esos climas favorecidos, esos cielos puros y ese sol sin mancha del magnķfico Oriente, cuando vago con el pensamiento, bajo las chozas nómadas y patriarcales de los pastorales oasis o entre los augustos monumentos del viejo Egipto y cuando el magnķfico habitante de esas felices regiones se eleva ante mis ojos en toda la energķa de su primitiva grandeza y de sus formas originarias, mientras aquķ observo cómo se han comprimido todas las fuerzas y restringido todas las facultades. Cuando me parece ver al įrabe, solo con su corcel, que como él respira toda la libertad de sus soledades, cuando con la imaginación le veo franquear las arenas tórridas o bien reposar bajo la sombra reparadora de las palmeras, entonces me quejo a la Providencia de que me haya desterrado a una zona frķa, en medio de una naturaleza tķmida y tan lejos de las soberbias miradas del sol inspirador, y me pregunto: æPor qué los hombres me han hecho cautivo y por qué me han conducido prisionero a sus ciudades? ”Hubieseis visto como yo al león del desierto arrojarse sobre la tierra alterada, olvidando que ella arde, y saborearla largo tiempo entre sus dientes! He dicho en el desierto, porque entre los lazos de hierro de la sociedad y bajo el peso de sus ignominiosas instituciones, vuestros órganos relajados no podrķan soportar largo tiempo el esplendor de tan exuberante naturaleza. Sus ricas prodigalidades no podrķan pertenecer al hombre que se ha dejado degradar de la dignidad de su especie y que ha traficado cobardemente con su independencia. ”Y cuįn profundamente se siente humillada el alma generosa que ha comprometido todas sus fuerzas en este contrato, cuando conoce el precio de su sacrificio, cuando se encuentra subyugada por el audaz ascendiente de esos insolentes dominadores, y cuando compara la presente con esas edades afortunadas de la juventud del mundo en que las sociedades circunscritas en los estrechos lķmites de las familias no reconocķan otros poderes que los que le habķan sido conferidos por la Divinidad, ni otro jefe que el que recibķan de la naturaleza! Es entonces cuando se siente la necesidad de elegir entre las armonķas de la tierra las que tienen una afinidad mįs particular con nuestra miserable condición; es entonces, y yo lo he experimentado con frecuencia, cuando se prefiere a la pompa radiante del sol las dudosas claridades de la luna y los misterios de la noche, a los esplendores del estķo, a las gracias de la primavera, a los opulentos dones del otońo, la triste desnudez del invierno, las brisas frķas y las negras escarchas. Asķ, cuando mi alma se desprendió de sus juveniles ilusiones y cuando no encontró ya nada que la pudiera retener entre los hombres, espió los secretos de las tinieblas y las alegrķas silenciosas de la soledad, comenzó a vagar por las moradas de la muerte y bajo los gemidos del aquilón; por eso ella ama las ruinas, la oscuridad, los abismos, todo lo que la naturaleza tiene de terrorķfico, y por eso ha estudiado, sin necesidad de buscar otro modelo, algunos de los caracteres del infortunio. Sķ; lo repito, el invierno en toda su indigencia, el invierno con sus pįlidos astros y sus desolados fenómenos, me promete mįs goces que la orgullosa profusión de los hermosos dķas. Me place ver la tierra despojada de su fecunda vestidura y flotando en esos horizontes brumosos como en un mar de nubes. En medio de esas grandezas desvanecidas y de esa vegetación ahogada, todo parece adquirir aspectos fśnebres, todo se vuelve terrible y severo. A través de los velos grisįceos y de las nubes formidables en que estį envuelto, se tomarķa al sol por un meteoro que se extingue. Los rķos no tienen aquel estremecimiento divino, las selvas no murmuran ni dan sombra. No se oye mįs que el crujido de la rama muerta que se rompe y el zumbido del viento que se desliza silbando sobre la llanura desolada. La śnica verdura que se ve es la hiedra que extiende sus amplias alfombras por las paredes de las rocas, que se las adosa a los muros rśsticos o envuelve con ellas el tronco de las viejas encinas. Unicamente algunos abetos destacan aquķ y allį, entre la nieve de las montańas, sus obeliscos oscuros, como otros tantos monumentos dedicados a la memoria de los muertos... Y de cuando en cuando podéis ver, en la lejanķa, algunos viajeros que cruzan precipitadamente la llanura, o peregrinos que oran sobre una tumba. _17 de octubre._ Después de abundantes lluvias, un torrente amplio y rįpido, alimentado con todos los arroyos y barrancos, desciende desde lo alto de las montańas, cae con el ruido del trueno, se lanza furioso en la llanura, la llena de espanto y de desastre, destroza, invade, devora todo lo que se opone a su paso, y, arrastrando en su loca carrera įrboles arrancados de raķz, rocas y ruinas, rueda y se precipita rugiendo en el Salza. Si sobre esos bordes veis un grupo de įlamos que opone dulcemente su tranquila majestad a la agitación vehemente de la corriente, nuestro espķritu no puede por menos que entregarse a pensamientos graves y religiosos, y meditįis tristemente sobre esas vanas grandezas del mundo que aparecen de pronto, como esos torrentes, sin que se conozca el origen, que, como él, pasan entre estrépitos y devastaciones y como él se pierden en el abismo. En cuanto a mķ, sonrķo con piedad ante los cuidados pueriles que el hombre siente, mientras que el tiempo arrastra en su porvenir siempre naciente el corto presente de que gozan; y al considerar que la vida no es mįs que un momento que huye en medio de la inmensa eternidad, siento que mis penas disminuyen. _19 de octubre._ Esta noche me encontraba en esa situación indefinible que no tiene casi nada de la actividad de la vida, pero que tampoco es el sueńo. Creķ oķr una mśsica muy melodiosa, de una expresión suave y conmovedora, y cuyos sonidos eran modulados con tanta dulzura, que ni siquiera el arpa los hubiera podido producir mįs tiernos y mįs seductores. Se hubiera dicho que era un concierto angélico, pero su armonķa inconstante y caprichosa no multiplicaba mis alegrķas mįs que para multiplicar mis pesares; apenas habķa conseguido retenerla, cuando me escapaba de nuevo. En fin, después de una cadencia sollozante que resonó largo tiempo en mi alma, cesó y no oķ mįs que un ruido sordo parecido al de un rķo lejano. Luego una mano frķa se posó pesadamente sobre mi corazón; un fantasma se inclinó hacia mķ y pronunció mi nombre con voz penetrante, y yo sentķ que el aliento de su boca me habķa helado. Me volvķ y creķ ver a mi padre, no como era antes, sino como una forma vaga y sombrķa, pįlido, desfigurado, los ojos hundidos, las pupilas sangrientas y los cabellos en desorden; después se alejó, haciéndose cada vez menos distinto y disminuyendo en la oscuridad, como una luz presta a extinguirse. Quise lanzarme en su seguimiento, pero, en el mismo instante, la luz, la voz, el fantasma, todo se desvaneció con mi desvarķo y no abracé mįs que el vacķo. _23 de octubre._ Puesto que es verdad que, desde el comienzo de este corto trįnsito de la vida, todo lo que vemos a nuestro alrededor no nos deja mįs que pesares, dichoso el sabio que se envuelve en su manto, se abandona en su esquife y se aleja sin volver los ojos a la orilla. Pero carezco de este difķcil valor. Yo mismo me extrańo de las vacilaciones de mi corazón y de la ciega facilidad con que acoge diariamente nuevas quimeras. Todo lo que tiene una apariencia de novedad le seduce, porque sabe que su estado actual es el peor y siempre saldrį ganando con el cambio. Quiere emociones desiguales y diferentes, una manera de ser diversa y fortuita, porque ha observado que el azar le daba mejor resultado que la previsión. No obstante, es tal su inquietud, que en medio de las agitaciones que busca, desea aśn el reposo, śnicamente, quizį, porque el reposo es una cosa distinta de lo que él experimenta diariamente, pero no tarda en fatigarse del mismo reposo. No ve la dicha mįs que lejos de él, y, desde que cree haberla visto en alguna parte, rompe, para alcanzarla, los nudos que le atan al lugar donde se encuentra; ”dichoso si pudiera romperlos todos! æQué ocurre mientras tanto? Antes de haber recorrido la mitad del camino que nos conduce al sitio deseado, el prestigio cesa y el fantasma se desvanece, burlįndose de nuestras esperanzas. ”Dios me preserve de vivir mucho tiempo asķ! «”Acercarme a Eulalia!--decķa yo esta mańana--, ”sķ, vivir a su lado! ”habitar donde ella habita! ”respirar el aire que respira!» Y, desde entonces, todo lo que veo aquķ me importuna. _30 de octubre._ El otro dķa, casi sin darme cuenta, me encaminé hacia Salzburgo; pero, desde que vi la fortaleza de la montańa, las flechas de las iglesias, las cśpulas de los palacios, y desde que pude enlazar la sensación que experimentaba con todos mis recuerdos, me encontré tan poderosamente arrastrado, que por nada del mundo hubiese cambiado de dirección. Mientras tanto la noche se aproximaba y las brumas espesas y lluviosas hacķan aśn mayor la oscuridad. No tenķa necesidad, ademįs, de recogimiento y de libertad de espķritu y no querķa entrar en la ciudad hasta después de haber acostumbrado mi alma a las agitaciones que la amenazaban. Me abandoné con voluptuosidad a aquella noche larga y rigurosa en la que nada limitaba la independencia de mi pensamiento. Todos esos cuadros que el dķa anima y colorea, todo lo que me recuerda la vida me enoja y me contrarķa. Si hay en mķ alguna actividad poderosa, si siento algunas veces en mķ una fuerza superior a la del hombre, es en el aislamiento de la noche y en la contemplación de las tumbas. Todas las ideas sublimes nacen del corazón, y el corazón del hombre estį hecho de dolor y de sombras. Al pasar por la aldea donde vi enterrar a Cornelia, y donde conocķ al marido de Eulalia, penetré en el cementerio por las brechas del muro. La oscuridad era profunda. Los bśhos de la vieja iglesia gemķan o silbaban en las cornisas. La campana, lentamente movida por el aire, producķa sonidos quejumbrosos y, de pronto, no sé qué acentos lśgubres se elevaron a mi lado. Entonces un hombre se atravesó en mi camino, y después, inclinando la cabeza sobre el pecho, pronunció el nombre de Cornelia. Era Guillermo, y el Cielo me permitió darle algunos consuelos; porque la voz de los desgraciados llega fįcilmente al corazón de los desgraciados y se dice que los que han sufrido mucho conocen palabras para calmar el dolor. Conversamos largo rato. «--Si yo hubiese querido--me dijo--, es fįcil dejar la vida, y los dķas del hombre pueden abandonarse como un vestido. Pero, æme atreveré a decķrselo? era media noche; yo estaba sentado sobre esas piedras y dispuesto a romper el frįgil talismįn de la existencia, ocupaba mi imaginación en la contemplación de los tiempos pasados, uniéndolos todos en mi pensamiento. Ya todos los acontecimientos transcurridos se sucedķan en mi memoria como las reminiscencias de un sueńo, pero yo aspiraba aśn al porvenir, y este porvenir incierto lo llenaba con mis quimeras, cuando, de pronto, una idea horrible me sobrecogió. ”El porvenir!--exclamé--, æy con qué derecho, miserable suicida, te atreves a hacer planes sobre el porvenir? Has querido dejar de ser antes de que llegase tu hora, æy quién sabe si tu castigo serį el no ser jamįs? Encuentras una salida para librarte de los dolores de la vida, pero, æquien sabe si te cierras las puertas de la eternidad? Cornelia, la mįs pura de las hijas de la tierra, te espera mientras tanto entre los justos, y, con una alegrķa inefable se prepara a iniciarte en las delicias del cielo... Pero el que ha destruido la imagen de Dios no vivirį ya mįs; ha sembrado la muerte y recogerį la nada. »Después he reflexionado mucho--ańadió Guillermo tras un buen silencio--, y creo que el que se da la muerte frustra las intenciones de la Divinidad; y reflexionando sobre este gran nśmero de relaciones que enlazan al hombre con todos los objetos terrestres, yo le he considerado como el centro de una multitud de armonķas que nacen y perecen con él, de modo que no puede caer sin arrastrar toda una creación en su caķda, y el śltimo suspiro que exhala lleva el luto a toda la naturaleza. Meditando sobre esas cosas, he reconocido que la suprema virtud consiste en amar a sus semejantes, y la suprema sabidurķa en soportar su destino. »Ya sé, no obstante, que la razón del hombre es una cańa que cede a muchos huracanes; yo mismo ”ay! tengo la penosa experiencia de que es difķcil luchar con el dolor cuando no se le opone la ausencia y sobre todo la religión. Por eso he resuelto desterrarme de aquķ y buscarme una tumba en otro sitio. Cerca de Donnawert hay un antiguo monasterio, cuyos muros bańa el Danubio, y al cual se llega después de atravesar un bosque de abetos de un aspecto triste y formidable. Aquel lugar estį lleno de misterios y de solemnidad; y el alma se abandona a sentimientos de un orden tan sublime que, segśn se dice, hace olvidar, por un privilegio milagroso, todas las antiguas emociones de la vida. Ese monasterio serį mi asilo.» El dķa nos sorprendió en esta conversación. El sol se levantaba por detrįs de la torre de la iglesia y la coronaba con sus rayos como una pįlida aureola; el aire estaba cargado de vapores hśmedos y, a través de la niebla que nos envolvķa, se nos hubiera podido tomar por sombras que erraban entre las sepulturas. Comprendķ que era la hora de separarnos, besé tiernamente a Guillermo y abandoné el cementerio. Pero, al entrar en Salzburgo--yo no sé qué presentimiento espantoso...--mi corazón se ha oprimido, mi mirada se ha oscurecido y el sentimiento de la vida me ha abandonado. CONCLUSIÓN Aquķ acaba el diario de Carlos Munster. Parece que hubo de experimentar agitaciones tan violentas, que ni siquiera pudo darse cuenta de ellas; después no encontramos mįs que notas de poca importancia sobre sus relaciones con Guillermo, hasta la partida de aquél para el convento de Donnawert. Lo que vamos a transcribir aparece escrito por otra mano en el original. Desde hacķa algśn tiempo la melancolķa del seńor Spronck aumentaba continuamente; habķa oķdo hablar de Carlos Munster antes de la boda; le creķa muerto cuando se casó con Eulalia, y al saber su regreso, presintió todo lo que los infortunados amantes tendrķan que sufrir. El acontecimiento que le representó de una manera tan viva la pérdida que algunos ańos antes experimentara, fue el golpe de gracia para su dolorido corazón, y, perseguido por sus propios dolores y por los que causaba a los demįs, su carįcter contrajo algo de siniestro y de espantoso. Los cuidados de Eulalia contribuķan a aumentar sus dolores, y cuando la joven se aproximaba a su marido con una mirada llena de ternura y de dulzura, él volvķa tristemente la cabeza y la rechazaba gimiendo. Por aquel entonces la casualidad le hizo saber que Carlos, al que se habķa creķdo muy lejos, habķa vuelto a Salzburgo después de pasar algunas semanas en su aldea natal. Esta noticia pareció al principio consolarle mucho, pero la misma noche su estado empeoró, de tal modo, que se temķa verle expirar a cada instante. Carlos, a quien una carta del desgraciado marido de Eulalia habķa enviado a llamar, acudió presuroso. El seńor Spronck estaba tendido, sin conocimiento y casi sin vida. Eulalia, arrodillada ante su lecho, bańaba las manos del moribundo con sus lįgrimas, y una lįmpara, a punto de apagarse, arrojaba una tenue claridad sobre aquella escena de dolor. Al ruido que hizo la puerta al abrirse, el moribundo hizo un movimiento; con la vista fija y la fisonomķa inmóvil, estaba en la situación de un hombre que despierta de una pesadilla y trata de reconciliar sus sentidos con los objetos que le rodean. Finalmente, pareció que la luz se hacķa en su cerebro y pronunció con voz fuerte y clara el nombre de Carlos Munster. Este estaba a algunos pasos de distancia, y al verle Spronck, le saludó con una sonrisa tan tierna y tan paternal, que Carlos se dejó caer de rodillas ante él. Entonces el seńor Spronck impuso sus manos sobre su esposa y sobre su amigo; y después de haber reunido todas las fuerzas de su alma, les describió con acento conmovedor las adversidades que habķan envenenado su juventud, el dolor de las pruebas a que habķa sido sometido y, sobre todo, el encarnizamiento de la funesta fatalidad que les habķa envuelto a ellos en su propio destino. Les pidió perdón por el mal involuntario que les habķa causado, les habló de su próximo fin, y, enlazįndoles con sus brazos, acabó asķ: «Sed felices ahora que mi miserable vida no puede ser un obstįculo; sed felices ahora que voy a devolver a la tierra este corazón destrozado por la desesperación; sed felices y no tengįis remordimiento por los dķas que quizįs aśn la suerte me habrķa reservado, porque yo no podķa esperar nada mįs agradable que esto que me es permitido legaros: un porvenir sin alarmas que podrį resarciros de las penas que os haya causado. Permitiendo que mi muerte haya sido un beneficio para los que yo amo, el Cielo habķa colocado en mi muerte la śnica alegrķa que yo podķa gozar aquķ abajo. El me perdonarį, sin duda, el haber apresurado la hora y no me condenarį, como los hombres. Amaos, al menos, y perdonadme. Después de estas palabras, su pecho se levantó con gran esfuerzo, su cuerpo se estremeció y la voz expiró en sus labios. Eulalia huyó de la habitación lanzando gritos espantosos, y Carlos perdió el conocimiento. Cuando algśn tiempo después volvió en sķ, la lįmpara ya no brillaba y no le quedaban, de lo que habķa pasado, mįs que ideas vagas e inciertas, como las ilusiones de la noche. Extendió los brazos a tientas y tropezó con un cuerpo inmóvil y frķo. Los hombres que habķan acudido para conducir aquellos despojos a la tumba, le trasladaron a Salzburgo. Las profundas impresiones que habķa recibido no eran de naturaleza que pudiesen borrarse prontamente. Pasó un mes antes de que su espķritu se hubiese repuesto de aquellas emociones violentas. Entonces recibió una carta de Eulalia; a la sola presencia de aquella escritura tan querida, cambió de aspecto y de color; sus mejillas se inflamaron, toda su vida pareció asomar a sus ojos, y en la inquietud que le agitaba se hubiera podido ver que su espķritu estaba fluctuando entre el temor de saber su suerte y el tormento de ignorarla. Poco a poco recobró la calma y la tranquilidad. Se habķa resignado a todo. Eulalia le declaraba, como él esperaba, que no podķa concebir sin horror la idea de un nuevo enlace después de la muerte voluntaria de su primer marido; que estaba segura de que él tampoco querrķa una dicha que habķa costado tan cara, si es que podķa llamarse dichosa una unión que dependiese de tal causa; que aprovecharse del generoso atentado del seńor Spronck era hacerse casi autor de él y atraerse el castigo; que era conveniente, al contrario, dedicar la vida a expiarlo y colocarse como justos holocaustos entre la cólera de Dios y esa sombra abnegada que se habķa entregado a su castigo. Acababa diciendo que cuando recibiese aquella carta, ella ya estarķa separada del mundo por una barrera que no es posible franquear cuando se ha cerrado tras de sķ y que iba a entrar en la vida religiosa. Carlos leyó muchas veces la carta con la misma resignación. Después la dobló, imprimió un ardiente beso sobre ella y la colocó sobre su corazón, al lado de una cinta que habķa pertenecido a Eulalia. En seguida escribió a Guillermo comunicįndole su proyecto de retirarse al monasterio de Donnawert; después distribuyó su patrimonio entre algunas familias pobres de Salzburgo, porque él ya no tenķa a nadie. Emprendió el viaje en uno de los primeros dķas de enero. Cuando hubo llegado cerca del convento de Eulalia, a una legua de la ciudad, se sentó ante los muros del claustro y allķ permaneció muchas horas, pero no vio ni oyó nada. Algunos conocidos suyos pasaron por delante de él, sin que él los viera. Llevaba la cabeza despeinada, la barba larga, su color era lķvido y su mirada extraviada; a pesar del rigor de la estación, sólo le cubrķa una especie de tśnica grosera, pujada por el viento, caķa en torbellinos sobre su cabeza y un aquilón helado silbaba entre los pliegues de su ropa. Finalmente, cuando el sol declinaba, se levantó de su asiento, y se alejó con paso precipitado. El cielo se habķa aclarado mucho, la luna se levantó sin nubes, la noche era tranquila. Pocos dķas después, la temperatura volvió a cambiar y la lluvia cayó de nuevo; las nieves y los hielos fundidos descendieron de las montańas y aumentaron el curso de los rķos. Todos los trabajos quedaron suspendidos, todos los caminos desiertos. No obstante, por aquella época se vio a Carlos en una aldea bastante próxima a Donnawert. Su rostro estaba cubierto en parte por su cabellera, sus pies, desnudos, y su ropa caķa en pedazos sobre su cuerpo. Tuvo ocasión de hablar con alguien; su voz, sus gestos, su mirada denotaban una profunda alienación mental. Es probable que la soledad hubiese dejado mayor actividad al dolor, y que su razón, mal curada de las fuertes pruebas a que habķa sido sometida, hubiese acabado por ceder. Se ańade que algunas almas compasivas se habķan esforzado en retenerle haciéndole observar que los caminos estaban impracticables y que era peligroso continuar el viaje; pero él se obstinó en su resolución. Al dķa siguiente se desbordó el Danubio. Mientras tanto, Guillermo se extrańaba de que Carlos no hubiese llegado; y contaba impaciente los dķas transcurridos desde aquel en que su amigo debķa de llegar. Pero sus temores aumentaron aśn cuando vio que la inundación, que habķa llegado hasta el monasterio, habķa cubierto toda la campińa e interrumpido todas las comunicaciones. Tan pronto seguķa con la vista inquieta aquel mar casi inmóvil, tan pronto la seguķa en sus decrecimientos haciéndole creer que ya faltaba muy poco para llegar a sus lķmites naturales; y a medida que las tierras comenzaban a elevarse aquķ y allį como pequeńas islas, su corazón renacķa a la esperanza. Una vez, entre los restos que el rķo arrastraba, creyó ver algo informe y lķvido que las ondas empujaban contra los arrecifes y que desaparecķa para volver a aparecer hasta que fue abandonado sobre un banco de arena. Impulsado por una vaga pero invencible curiosidad, descendió del claustro, atravesó la iglesia, y cuando hubo llegado al pie de sus muros, reconoció el objeto que le habķa atraķdo. Se aproximó y se estremeció de horror. Un cadįver casi desnudo, pįlido, destrozado, cubierto de musgo y de fango, los miembros crispados, los cabellos ralos y sangrientos, y a través del desorden de aquellas facciones deshechas y mancilladas, un aspecto lleno aśn de nobleza y de dulzura; asķ fue como Carlos Munster se ofreció a su vista. Guillermo entonces, sin lanzar una queja ni derramar una lįgrima, envolvió aquel cuerpo sin vida con su hįbito negro, lo cargó sobre su espalda y lo llevó al monasterio. Detśvose en el atrio de la escalera, y después de haber depositado su triste carga en el suelo, convocó por medio de la campana a los religiosos del convento. Cuando se hubieron reunido a su alrededor y los vio dispuestos a oķrle, levantó bruscamente el velo bajo el cual se ocultaba su amigo, y les dijo con voz trémula y dolorosa: «Este es Carlos Munster.» Pero la palabra expiró en sus labios, sintió que las fuerzas le faltaban y cayó sobre el cadįver. Al abrir los ojos no vio mįs que a un hermano que le dijo que la comunidad no habķa creķdo prudente conceder a su amigo sepultura católica, porque en el misterio en que habķa sobre la naturaleza de su muerte, habķa temido excederse en sus deberes rodeando el ataśd del infortunado de las pompas de la religión. Guillermo se levantó, cogió a su amigo en sus brazos y se dirigió silenciosamente a la orilla del rķo, donde cavó una fosa, colocando encima una piedra con una sencilla inscripción, pero el primer vendaval llenó la inscripción de arena y polvo, y la primera crecida del Danubio arrastró piedra, sepultura y cadįver. Guillermo murió al ańo siguiente. Eulalia aśn vive; ahora tiene veintiocho ańos. LAS MEDITACIONES DEL CLAUSTRO 1803 La existencia del hombre desengańado es un largo suplicio; sus dķas estįn sembrados de desengańos y sus recuerdos llenos de remordimientos. Se nutre de absenta y de hiel; el comercio de los hombres se le ha hecho odioso; la sucesión de las horas le fatiga; los cuidados minuciosos que constituyen su obsesión le importunan y le sublevan; sus propias facultades son una carga para él, y maldice, como Job, el instante en que fue concebido. Vacilante bajo el peso de la tristeza que le anonada, se sienta al borde de su fosa y, en la efusión del dolor mįs amargo, eleva los ojos al cielo y pregunta a Dios si es que su providencia le ha abandonado. Tan joven aśn y tan desgraciado, desilusionado de la vida y de la sociedad por una experiencia precoz, extrańo a los hombres que han lacerado mi corazón, y privado de toda esperanza, he buscado un asilo en mi miseria y no lo he encontrado. Me he preguntado si el estado actual de la civilización era tan desesperado que no tenķa ya remedios para las calamidades de la especie, y si las instituciones mįs solemnes consagradas por el sufragio de los pueblos adolecķan también del defecto de la corrupción universal. Caminaba al azar, lejos de los caminos frecuentados, porque yo evito el encuentro con los que la naturaleza me ha dado por hermanos, y temķa que la sangre que caķa de mis pies desgarrados no les sirviera de rastro. A la vuelta de un sendero hundido en el fondo de un valle sombrķo y agreste, vi un dķa un viejo edificio de una arquitectura sencilla pero imponente, y la sola contemplación de aquel lugar hizo descender a mis sentidos el recogimiento y la paz. Llegué hasta el pie de los muros y presté atento oķdo a los rumores de su soledad, pero no oķ mįs que el viento del norte que gemķa débilmente en los patios interiores y el grito de las aves de presa que revoloteaban sobre las torres. En la parte exterior no encontré mįs que puertas rotas sobre sus goznes, grandes vestķbulos, sobre los que no se veķan huellas humanas, y celdas desiertas. Después, descendiendo por los estrechos escalones, a la claridad de un tragaluz, en los subterrįneos del monasterio, avancé lentamente por entre los restos de la muerte de que estaban sembrados; y, deseoso de entregarme sin distracción, al sentimiento vago y casi dulce que me inspiraba la solemnidad de aquel retiro, me senté sobre un ataśd destruido. Cuando me acordé de las asociaciones venerables que habķa de ver tan poco tiempo y echar de menos tantas veces, cuando reflexioné sobre esa revolución sin ejemplo que las habķa devorado en su carrera de fuego, como para arrebatar a las personas honradas hasta la esperanza de un consuelo posible, cuando yo me dije, en la intimidad de mi corazón: «Este lugar hubiera sido tu refugio, pero no te han dejado nada; sufrir y morir, tal es tu destino», ”oh! cuįn grandes y conmovedores me aparecieron los pensamientos que presidieron la inauguración de esos claustros, cuando la sociedad, pasando de los horrores de una civilización excesiva a los horrores infinitamente mįs tolerables de la barbarie, y en esta hipótesis en que el retorno al estado de la naturaleza y hasta del gobierno patriarcal no era mįs que la quimera de algunos espķritus exaltados, esos hombres de una austera virtud y de un carįcter augusto erigieron, como el depósito de toda la moral humana, las primeras constituciones monįsticas. Esos monasterios conservadores fueron otros tantos monumentos a la religión, a la justicia y a la verdad. La manķa de la perfección, de donde derivan todas nuestras desviaciones y todos nuestros errores, estaba a punto de renacer; el mundo iba a civilizarse quizįs una vez mįs. Todos los pensamientos generosos, todos los afectos primitivos volverķan a borrarse, y los oscuros solitarios lo habķan previsto. Modestos y sublimes en su vocación, no aspiran mįs que a conservarnos la belleza moral, perdida en el resto del universo. El que era rico hace de sus bienes el patrimonio de los pobres. El que era poderoso e imponķa a su alrededor órdenes inviolables, se pone rudo cilicio y entra con sumisión en las vķas que le son prescritas. El que ardķa en amores y en deseos, renuncia a los placeres prometidos y abre un abismo entre su corazón y el mundo. El menor sacrificio del mįs débil de esos anacoretas, harķa la gloria de un héroe. Examinemos, no obstante, con una escrupulosa atención lo que esa sagrada milicia pueda tener de chocante para los sabios de nuestro siglo, y por qué crķmenes los humildes cenobitas se han atraķdo esa animadversión furiosa, śnica en los anales del fanatismo. Ellos eran įngeles de paz que se entregaban en el silencio de la soledad a la prįctica de una moral excelente y pura y que no aparecķan entre los hombres mįs que para ofrecerles algśn beneficio. Sus mismos ocios estaban consagrados a la oración y a la caridad. Dirigķan la conciencia de los padres, presidķan la educación de los nińos, protegķan, como las hadas, los primeros dķas de los recién nacidos sobre los que atraķan los dones del Cielo y las luces de la fe. Mįs tarde, guiaban sus pasos en los senderos difķciles de la vida, y cuando ésta llegaba a un perķodo supremo, ellos sostenķan al débil viajero en las avenidas de la tumba y le abrķan la eternidad. Que no se diga que el desgraciado es un anillo roto en la cadena de los seres. El pobre expirante sobre la paja, estaba al menos acompańado de sus exhortaciones y de sus consuelos. Comprendķan a todos los afligidos en una misma compasión. Su viva caridad se informaba menos de la culpa que de la desgracia, y por eso encantaban con sus consuelos la agonķa de los moribundos y la tristeza de los prisioneros; y si el inocente les era querido, no odiaban al culpable. æAcaso el crimen no necesita también la piedad? Cuando la justicia habķa encontrado una vķctima, y el paciente, abandonado de todo el mundo, avanzaba lentamente hacia el cadalso, podķa ver a su lado a esos emisarios divinos de la religión, y sus ojos, antes de cerrarse, leķan en sus ojos resignados la promesa de la salvación. Sus modestas miradas se enriquecķan, no obstante, con los mįs ilustres recuerdos. Habķan visto poderosos monarcas abdicar la pśrpura ante sus altares y guardaban en sus relicarios el cetro de Amadeo y la doble corona de Carlos V. Habķan dado jefes al mundo cristiano; Padres y oradores a la Iglesia; intérpretes y mįrtires a la verdad. Los fundadores eran elegidos que Dios habķa inspirado; sus reformadores, hombres valerosos y entusiastas que el infortunio habķa instruido. Es en medio de ellos que floreció el genio de Abelardo, cuya memoria estį ligada a todos los sentimientos de piedad y de amor. También fue en la oscuridad de sus celdas donde Rancé ocultó sus penas y donde aquel espķritu ingenioso que a los doce ańos habķa adivinado las delicadas bellezas de Anacreonte, abrazó libremente, a la edad del placer, las austeridades de que nuestra debilidad se asusta. En fin, sus maneras, sus costumbres y hasta sus vestidos participan del carįcter noble y severo de su misión. Casi contemporįneos del verdadero culto, su origen se remonta ademįs a los esenios de la Siria, a los terapeutas del lago Moeris. Los desiertos del Įfrica y del Asia hablaban de sus grutas. Vivķan en comśn como el pueblo de Licurgo y se trataban fraternalmente como los jóvenes guerreros tebaicos. Tenķan remedios secretos como los sacerdotes de Isis. Algunos se abstenķan de la carne de los animales y del uso de la palabra como los discķpulos de Pitįgoras. Otros usaban la tśnica y el gorro de los frigios, y otros, en fin, ceńķan sus rińones como el hombre primitivo. Las órdenes de las mujeres no presentaban armonķas menos maravillosas. Su vida era casta como la de las musas. Cantaban con una voz melodiosa y habitaban en lugares retirados. Algunas usaban velos y bandas como las vestales, otras tśnicas flotantes como las romanas, o cascos y armaduras como las jóvenes sįrmatas. Unas se dedicaban al cuidado de los nińos abandonados, como otras tantas madres dadas por la Providencia, otras vendaban las heridas de los guerreros, como las princesas de los siglos heroicos y las castellanas medioevales. Guardaban las memorias de las Eloisa y de las Chantal, de las Luisa y de las La Valličre; contaban entre los suyos los nombres de muchas hijas y de muchos amantes de reyes que habķan cambiado los esplendores del lujo y las ilusiones de la voluptuosidad por el sayal y los trabajos de la penitencia. En fin, cuanto mįs profundizo la historia de esos monjes tan desacreditados, mįs admiro y venero la extensión de sus trabajos. Caballeros de la fe en Rodas y en Jerusalén; holocausto de la fe entre los idólatras; conservadores de la cultura en toda Europa y propagadores de la moral en ambos hemisferios; artistas y literatos en la China; legisladores en el Paraguay; instructores de la juventud en las grandes ciudades y patrones de los peregrinos en los bosques; hospitalarios en el monte de San Bernardo, y redentores de cautivos en Argelia, yo no sé si las malas acciones que se les atribuyen podrķan contrapesar tantos servicios; pero se me ha demostrado que una institución perfecta serķa contradictoria a nuestra esencia, y que si es verdad que las asociaciones monįsticas no carecen de inconvenientes, es porque el genio del mal ha impreso su sello en todas las creaciones humanas. æQué esperabas, pues, de tus orgullosas tentativas, innovador sedicioso? æAnonadamiento o perfección? El primero de esos deseos es quizįs un crimen; el segundo es seguramente el mįs vano y el mįs peligroso de los errores. Lleva, si quieres, la antorcha de Eróstrato al edificio social; mi corazón estį bastante amargado para aprobarte; pero puesto que el Cielo ha querido que habitįsemos una tierra en la que todo es imperfecto, a excepción del dolor, no ensayes mįs esas reformas parciales que sólo servirįn de monumentos a tu nulidad. ”Y qué! ”ellos han analizado el corazón del hombre, han sondado todas sus profundidades, han estudiado todos los movimientos y no han presentido siquiera una sola de esas ocasiones para las cuales la religión habķa inventado los claustros! Terrores de un alma tķmida que carece de confianza en sus propias fuerzas; expansión de un alma ardiente que tiene necesidad de aislarse con su Creador; indignación de un alma afligida que ya no cree en la dicha; actividad de un alma violenta amargada por la persecución; debilidad de un alma consumida que la debilidad ha vencido; æqué especķficos oponen ellos a tantas calamidades? Preguntįdselo a los suicidas. He ahķ una generación entera a la cual los acontecimientos han dado la educación de Aquiles. Han tenido por alimentos la medula y la sangre de los leones; y ahora que un gobierno, que no deja nada al azar y que fija el porvenir[A], ha restringido el desarrollo peligroso de sus facultades; ahora que se ha trazado a su alrededor el cķrculo de Popilio y que se le ha dicho como el Todopoderoso a las olas: «De aquķ no pasaréis», æsabéis lo que tantas pasiones ociosas y tantas energķas reprimidas pueden producir de funesto? æsabéis cuįn próximo estį a abrirse al crimen un corazón impetuoso entregado al aburrimiento? Yo declaro con amargura, con espanto: ”la pistola de Werther y el hacha del verdugo han diezmado nuestras filas! ESTA GENERACIÓN SE LEVANTA A DIOS Y PIDE CLAUSTROS. Paz completa a los dichosos de la tierra, pero maldición a los que niegan un asilo al infortunio. El primer pueblo que consagró entre el nśmero de sus instituciones un lugar de reposo para los desgraciados, fue sublime. Una buena sociedad provee a todo, incluso a las necesidades de los que se separan de ella por su gusto o porque no tienen mįs remedio. Mientras tanto, habķa vuelto al piso superior y, apoyįndome contra una columna gótica, adornada con tristes emblemas, advertķ unos caracteres penosamente trazados sobre una de las caras del zócalo, y leķ lo siguiente: «Viendo la ceguera y las miserias del hombre, y esas contrariedades sorprendentes que se descubren en su naturaleza, y mirando al universo entero mudo y al hombre sin luz, abandonado a sķ mismo y como extraviado en este rincón del universo, sin saber quién le ha puesto en él, qué ha venido a hacer, cuįl haya de ser su destino futuro, yo me espanto como el hombre a quien hubiesen llevado dormido a una isla desierta llena de peligros, y se despertase sin conocer dónde estį ni los medios de salir; reflexionando sobre esto me admira cómo el hombre no se desespera por tan miserable estado.» En estas lķneas Pascal ha bosquejado toda la historia del género humano. ADELA 1820 PREFACIO[B] Estamos lejos de la época en que el lector deseaba en las novelas esos desarrollos hįbilmente conducidos que aumentan el interés de una acción a la que concurren todas las circunstancias; esos detalles de costumbres y de caracteres que hacen vivir en el espķritu las cosas y las personas, el atractivo extraordinario y punzante de las combinaciones libres de la imaginación, conciliado a fuerza de arte con la verosimilitud de la historia. A la generación actual, impaciente de sensaciones fuertes y variadas, le importa poco encontrar en las producciones del espķritu esa acertada medida, esa exquisita conveniencia, en estilo tan puro y tan delicado que distinguen a los inimitables novelistas de Francia y de Inglaterra, a los Lesage y a los Fielding, a los Rousseau y a los Richardson. El alma no sale casi de su situación actual mįs que para cambiar el orden de sus emociones, para renovar la especie, para distraerse por sensaciones mįs poderosas; y es muy cierto que las emociones puramente sociales de nuestro siglo han debido hacernos mįs difķciles a las emociones novelescas. Ahora, cuando nuestra curiosidad, aguijoneada por una increķble variedad de cuadros que no ha buscado, se decide a buscar algo fuera de la esfera de las ideas positivas, es natural que se interese menos por los hechos que por las pasiones, por las circunstancias materiales de un relato que por el sentimiento indefinido que harį nacer, ver las aventuras verdaderas o falsas de un personaje indiferente que por no sé qué _idealidades_, las cuales, sin constituir un carįcter particular, corresponden mįs o menos con las necesidades, los afectos, las ilusiones de la mayorķa, en las épocas desgraciadas de la sociedad. Este orden de ideas es lo que se llama desde hace algśn tiempo la _ola_ en literatura, y ya se sabe que la literatura es la expresión escrita de la moral. Esto es lo que querķa decir para justificar el género de esta obra, en la que no se encontrarįn mįs que caracteres esbozados, hechos entrevistos, el cuadro defectuoso, en fin, de una obra mįs que mediocre, que no he tenido el tiempo, ni el talento, ni la fuerza de hacer mejor. Como es mi héroe, con todos sus errores y pasiones, el que habla, pido permiso al lector para hablar de él. Para Gastón ha pasado ya la edad de las ilusiones, y no es que su corazón esté fatigado, pero sķ marchito por la experiencia. La costumbre de los disgustos le ha hecho sombrķo y tķmido. La costumbre de los desprecios le ha hecho desconfiado. Es como todos los hombres que han sufrido mucho. Teme las emociones nuevas porque siempre ha perdido en el cambio, pero las experimentarį necesariamente porque hay almas que sienten la necesidad de ellas y las buscan a su pesar. Su sensibilidad se ha debilitado, pero él la cree extinguida. Su mismo estilo serį mįs sencillo, mįs descuidado que de ordinario. La poesķa de las expresiones se decolora con la poesķa de los sentimientos. No obstante, la primera chispa que reanimarį este volcįn harį salir de su seno relįmpagos mįs amenazadores que nunca. Esto no serį una serie no interrumpida de ideas y de acciones vehementes, una manera continuamente violenta de ser y de sentir; serįn movimientos raros, pero impetuosos y terribles, que, no obstante, no producirįn nunca el mal absoluto, excepción distintiva y cierta en favor de las pasiones que tienen su fuente en una organización elevada. No intentaré disculparme por haberme encarińado por su carįcter, ni tampoco diré las razones particulares que me han decidido a pintarle bajo diversos aspectos. El interés que me haya tomado a mi pesar, no excusarį la multiplicidad de mis ensayos. Por haber vivido en un orden de sensaciones afortunadamente poco comśn, no se adquiere el privilegio de escribir malas novelas. Esto exige una justificación mįs especial. Con su corazón recto, pero muy exaltado, Gastón no ha podido defenderse de la influencia del espķritu de paradoja que ha presidido por completo la educación de las śltimas generaciones. Este espķritu se desarrolla en razón de la situación de Gastón, cuando la dicha de su vida viene a depender de una regla de conveniencia social y siente la posibilidad de justificar a sus propios ojos una falta por un sofisma. Una novela no es una conclusión y menos aśn las opiniones de un personaje de novela, que no pretende ser eminentemente razonable, contra las conveniencias pśblicas a las que la razón de los siglos ha reconocido la importancia. Por otra parte, no seré yo el que acuse a los hombres que declaman contra ciertas consecuencias por aversión a todos los principios, y que no combaten, en el fantasma de la nobleza actual, mįs que la existencia aśn positiva de la monarquķa... Hay que confesar que nunca hubiera estado mįs fuera de lugar semejante género de agresión. No me queda mįs que una palabra por decir. Importa poco al pśblico que yo haya escrito tal o cual novela, pero a mķ me importa muchķsimo no haber escrito mįs que las mķas. Puesto que mi nombre, que yo no creķa tuviese tanto crédito, ha podido convertirse para algunos libreros en un objeto de especulación, aprovecho la ocasión para declarar que esta śltima obra es con _Juan Sbogar_, _Teresa Aubert_ y los volśmenes publicados con el tķtulo de _Cuentos_, _Novelas y Miscelįneas_, todo lo que yo he hecho en este género. Estos escritos no merecen, ciertamente, mayor consideración que los que me han atribuido y me atribuirįn aśn, pero son mķos. GASTÓN DE GERMANCÉ A EDUARDO DE MILLANGES _Germancé, 12 abril 1801._ Sé que te place, mi querido Eduardo, el haberme sugerido esta idea. Acostumbrado a partir contigo todas mis penas y todos mis placeres, a extraer de tu corazón todos mis consuelos y todas mis esperanzas, a no creerme seguro de la posesión de un pensamiento o de un sentimiento al que tś no te encuentres asociado en algśn modo, ahora, separado de ti por la fuerza de los acontecimientos, lanzado en medio de una nueva existencia, me costarķa demasiado trabajo el no saber dónde depositar cada una de las emociones que este orden de cosas me destina. Nosotros, afortunadamente, hemos atenuado la tristeza de esta vida solitaria, obligįndonos a darnos fiel cuenta de nuestras jornadas, de nuestras aventuras, de nuestros proyectos, de nuestros secretos y dulces ensueńos, de modo que cada uno de nosotros, al recibir al final de cada mes el diario sincero de su amigo, pueda aśn identificarse con él como antes, volver a vivir todas las horas pasadas. El cambio continuo de los secretos y la confianza de todos los momentos, harį nulos los efectos del tiempo y del espacio y disminuirį el rigor de la ausencia. Ya hemos previsto que la calma de tu carįcter, la dulzura de tus costumbres y la gravedad de tu espķritu, te asegurarįn dķas tranquilos y apacibles, que las tempestades del mundo casi no alterarįn. La exaltación de mi cabeza, el ardor de mis pasiones, mi propensión al entusiasmo, y quizįs a la locura, como tś dices algunas veces, te han dado lugar a suponer que mis relatos serįn mįs variados y mįs animados que los tuyos. De acuerdo con este cįlculo, tś te encargarįs de la parte filosófica, de la parte razonable de nuestra correspondencia, y yo te proporcionaré un diario novelesco bastante extravagante. No esperes otra cosa. La hipótesis fundada por lo que se refiere al pasado, es falsa, absolutamente falsa para el porvenir. Tengo veintiocho ańos, Eduardo mķo, y, lo que es mįs raro a esta edad, la experiencia de una docena de ańos de desgracias. He vivido de prisa, porque mi sensibilidad, que era mi vida, se ha consumido en ensayos infructuosos y en efectos estériles. Las calamidades de la revolución, los peligros de la proscripción y de la guerra, las agitaciones siempre renacientes de una vida incierta y móvil, las pérdidas mśltiples, vivas y dolorosas, todo esto, sin duda, ha podido imprimir a mi organización, a mi carįcter, al movimiento de mis pensamientos, a la dirección de mis expresiones, yo no sé qué algo de singular, de inusitado, de raro, esa especie de exageración, en fin, de la cual tś censuras con tanta razón las desviaciones; pero, en realidad, yo no necesitaba mįs que entregarme a la naturaleza y a mķ mismo, encontrarme libre de todas las impresiones extrańas que fatigaban mi corazón, volver al reposo delicioso de la soledad y al cķrculo de los deberes fįciles, para renovarme. No llegarįs a imaginar la tranquila esperanza de que estoy poseķdo desde que he atravesado el umbral del viejo castillo paterno, y he contemplado, a través de los vidrios de mi habitación nativa estos bosques, estos campos magnķficos, estos bellos espacios de verdura, tan familiares y tan caros a mi infancia. Mi madre me ha recibido con ternura, pero con una ternura mezclada con ese aire ceremonioso que tś ya conoces, y que rechaza, por decirlo asķ hasta el fondo del alma, un sentimiento pronto a estallar. ”Qué cruel es, Eduardo, no poder expresar lo que se siente a una persona a la que se ama y a la que se tiene el derecho de amar, sin violar las conveniencias! Pero me he contenido. Para visitar el departamento de mi padre he tenido que reunir todas mis fuerzas de hombre; fue en aquel lugar donde yo le vi por śltima vez y donde recibķ sus śltimas instrucciones y sus śltimos besos, cuando yo esperaba volver a verle y recibir sus besos después de haber cumplido mis deberes para con el prķncipe y la patria. ”Qué pérdida tan grande! tś, que pudiste apreciar sus cualidades, lo sabes mejor que nadie; la elevación de su espķritu, la pureza y la sencillez de sus costumbres y esa filosofķa tranquila y religiosa, le hacķan tan superior a la adversidad, que todas las vicisitudes parecķan para él motivos de alegrķa. Dios no ha permitido que me asistiese por mįs tiempo con sus consejos y que me guķan entre los escollos de la vida. Me ha dejado solo sobre esta tierra, y ante la idea, ante la convicción de mi abandono absoluto, se me parte el corazón. Te dejo un instante para llorar. _17 de abril._ Me he trazado un plan de vida que seguramente te sorprenderį. Por de pronto, tengo la intención de ver a muy poca gente, la menos posible. Tengo la intención de fortalecerme, de rehacerme por completo, y para esto necesito recogimiento y soledad. Todo mi servicio se limita a Latour, a quien tś conoces, a ese valiente Latour que ha hecho conmigo las campańas de la Vendée y que mįs que un criado es un compańero seguro, un amigo fiel, sin el cual no podrķa pasar mi corazón. Su presencia de espķritu me ha salvado la vida en dos ocasiones, en las que, ademįs, se distinguió por prodigios de valor que le atrajeron la amistad de los oficiales, la estimación del ejército y que le asimilaron a mis ojos a lo que yo conozco entre los hombres de mįs noble, de mįs generoso y de mįs eminente. Si él hubiera deseado otro estado, otra condición de vida, yo soy, afortunadamente, bastante rico para habérselo podido proporcionar. Estį, pues, conmigo, por su voluntad. Como es difķcil vivir mucho tiempo sin ocupación, o, mejor dicho, como yo no puedo pasar, de cuando en cuando, sin aficionarme a algo para distraerme de la vida, he vuelto a la botįnica, mi dulce estudio de ańos pasados. Voy a volver a comenzar mis herbarios destruidos y a renovar mis relaciones con esas ricas familias de vegetales entre las que, un largo alejamiento, me han hecho casi extrańo. æNecesito decirte qué goces inexpresables me procuran esos dichosos recuerdos a los que se asocian tantos dichosos recuerdos y tantas armonķas encantadoras? Dulce privilegio de los placeres sencillos y puros de la adolescencia; ”que no se pueda renovar ni uno solo sin que todos los demįs vengan a enlazarse a él para embellecerlo aśn mįs! æPuedo volver a ver, por ejemplo, esa encantadora hierba doncella, tan querida de Rousseau, sin acordarme de que cuando tu primera visita a estos campos nos gustaba tomarla sobre la alfombra fresca y sombreada de este bosquecillo, en memoria de un escritor cuyas obras adorįbamos? La aguileńa no es rara en las tierras ligeras y arenosas que bordean el bosque, pero, Lucķa, a la que siempre lloraré, la preferķa a todas las flores. Un agavanzo herido por los rayos ardientes del Mediodķa o pendiente de una rama rota por la tempestad, me recordarį el que Fanny me dio y que yo dejé secar y marchitar sobre mi corazón. Un bosquecillo de serbales me traerį el recuerdo de Victoria, y jamįs veré ”o tś, el mįs lindo de los įrboles! tus pequeńas hojas aladas, tan finas y tan ligeras, y tus amplios corimbos de flores blancas o de frutos perfumados, sin sentir arder mis labios y mi sangre al primer beso de amor que yo recibķ bajo tu sombra. _18 de abril._ Ocupo ahora la śltima habitación del ala derecha del castillo, la que da sobre el lago circular por el cual tantos paseos habķamos dado en nuestra infancia. Aparte de los objetos necesarios, en ella sólo encontrarķas dos retratos, el de mi padre y el tuyo, un piano y algunos libros. En este śltimo capķtulo, sobre todo, he hecho grandes economķas, pues estoy convencido de que, a excepción de un pequeńo nśmero, los libros sólo son buenos para los ociosos y ciertos espķritus perezosos incapaces de pensar por cuenta propia. Aun iré mįs lejos: la _Biblia_ es la śnica obra indispensable que yo conozco, y me parece que al dįrsela al hombre, Dios le ha dado todo lo necesario para su inteligencia. Por eso yo he conservado la costumbre de leer todas las noches un capķtulo segśn el estado de mi espķritu. Asķ, por ejemplo, cuando tengo la imaginación encantada por mil ensueńos pastorales que me han mecido en el curso de mi paseo, yo encamino mi pensamiento bajo las tiendas de los patriarcas, o entre los segadores de Belem, y asisto con la imaginación a las bodas de Ruth. En cambio ha disminuido mi entusiasmo por Osiįn y aun por Shakespeare. En general me voy deshaciendo, tanto como de mķ depende, de la influencia de los sentimientos novelescos, sin buscar, no obstante, un género de ilusiones mil veces mįs miserable en esas soberbias vanidades de la filosofķa que llaman conocimientos positivos, como si hubiera algo positivo en la tierra y como si lo poco que Dios nos permite ver en sus obras fuese otra cosa que un pasto entregado a la orgullosa ignorancia del hombre. No puedo prescindir, claro estį, de algunos métodos de botįnica; pero como la colección de mis especies no serį nunca muy considerable, me atengo a los métodos mįs antiguos y mįs sencillos. Soy de opinión que los hombres de los tiempos pasados tenķan de la naturaleza ideas mįs bellas y mįs conmovedoras que nosotros, y que esa manera religiosa e intelectual de penetrar en sus misterios, que distingue a nuestros antiguos escritores, valķa mįs que las estériles ventajas que nos proporciona el perfeccionamiento del anįlisis. Los hombres de nuestro tiempo se parecen a esos nińos que rompen sus juguetes para conocer el secreto de su construcción; roto el juguete, æqué queda de él?; un resorte de acero, un pedazo de vidrio, un cascabel; y, en cuanto al encanto, ha desaparecido. _21 de abril._ ”Renovarme! te decķa el otro dķa; ”ay! ”si pudiese solamente distraerme... olvidar! No deseo, no espero la dicha, pero sķ un reposo duradero y profundo, una libertad sin reserva. Te he repetido con frecuencia que no odio la vida por las cosas que en ella se encuentran y que, en general, me atraen y me retienen. Comprendo esas ilusiones y las buscarķa de buena gana. Odio la vida tal como los hombres la han hecho, como una obligación mutua, como un deber social que somete mi independencia a intereses reconocidos, a conveniencias establecidas sin contar conmigo. La odio, como todo lo que no es espontįneo en la voluntad de la criatura sensible, fuerte e inteligente que Dios se ha dignado formar a su imagen. Convén conmigo en que es vergonzoso el pensar que vivir no es un acto libre y que el alma estį condenada por anticipado a la existencia... æqué digo? a la inmortalidad, sin haberlo consentido... Esta disposición de espķritu en que he caķdo desde hace algunos dķas, me ha procurado, no obstante, una dulce emoción, una emoción tanto mįs agradable, porque no estoy acostumbrado a ella. Mi madre; alarmada por mi melancolķa, ha querido averiguar el motivo y oponer a las penas de mi corazón el encanto de los consuelos y de las esperanzas. Yo me he estremecido con una involuntaria alegrķa al pensar que me amaba lo bastante para compadecerme, y después he lamentado amargamente el haberla disgustado por un motivo tan poco fundado, porque yo mismo me verķa bien embarazado si quisiera explicarme lo que ella llama mi dolor. ”Creerįs tś que ella ha supuesto que el amor... el amor! ”miserables ilusiones de nińo de las que yo tantas veces he reconocido la frivolidad!... ”el amor! ”Ah! sin duda, yo amo a las mujeres en sus brillantes armonķas con la naturaleza, como una de las obras mįs encantadoras, como uno de los mįs seductores ornatos de la creación; las amo como a las flores, como amarķa a criaturas animadas y pensantes que tuvieran, en el desarrollo de sus ideas y de sus sentimientos, la gracia y la delicadeza de las flores. Hay algunas que las distingo de las demįs, y entonces experimento la necesidad de ocupar su espķritu o de interesar su corazón. Si una de sus miradas cae sobre mķ o se encuentra con las mķas, siento, como antes, que mi corazón palpita mįs de prisa, que mis ojos se turban, que la sangre llena mi pecho y afluye a mis mejillas, que mis nervios se exaltan por no sé qué confusión vaga y dulce de vergüenza y de placer, de inquietud y de ternura. Me acuerdo, en efecto, del tiempo... æQué hombre no ha sido presa alguna vez de los errores de la adolescencia frķvola, crédula y desocupada?... El roce de un vestido o de un chal, el movimiento de una pluma flotando entre los cabellos de una mujer, el juego de luz que centellea sobre la pedrerķa de su peinado o de su pecho, la melodķa de una voz de įngel que el viento hace llegar de lejos, a través de todos los ruidos y cuyo sonido vibra largo tiempo, la menor cosa basta entonces para absorber todos los pensamientos y para suspender toda la existencia. Hay instantes, horas, dķas enteros, en que uno estį abstraķdo, a su pesar, por una imagen encantadora que le llama, que le persigue, que vanamente tratarį de evitar, que encontrarį en todas partes y cuya perfección ideal estį compuesta por los rasgos de mil mujeres diferentes, o, todo lo mįs, por los de una mujer a la que no se ha visto jamįs. æCuįntos ańos hace falta vivir, mi querido Eduardo, para no sentir semejantes quimeras?... ”Oh amigo mķo! puedes estar seguro de que en el mundo que habitamos hay almas a las que se castiga por una culpa antigua, o a las que se castiga tal vez anticipadamente por una falta que inevitablemente han de cometer, almas de expiación que llevan durante una generación todo el peso de la venganza divina, y que estįn condenadas al amor de lo imposible, como si el supremo poder que no puede, sin contravenir sus propios decretos, separar el infinito de la eternidad, hubiese querido dar la sensación de la nada en el presente; aquellos que tienen la facultad deplorable de concebir, de ver con la imaginación voluptuosidades ante las cuales las de la tierra resultan pįlidas, se aniquilan estérilmente. Asķ, todo lo que yo comprendo ahora del amor, no pertenece al tiempo ni al espacio en que estoy encerrado. Es algo como la sensación prematura de una dicha futura que no tiene nada de terrestre, que es ilimitada, que llenarį un dķa el vacķo inmenso de mi corazón, que colmarį toda la ambición de mis deseos. æQué queréis ”grandes dioses! que pida a la mujer que consienta en amarme? æqué podré esperar de ella? æEl compromiso de los seres tan débiles, tan pasajeros, que no conocen, que no aprecian siquiera el instante en que gozan, que no pueden responder de la mįs próxima de sus emociones, que se extrańarķan todos los dķas de sķ mismos si todos los dķas adivinasen lo que les habķa de ocurrir al siguiente? æUna transacción, un contrato de algunos ańos o de algunos meses, que una circunstancia imprevista, los celos, el despecho, el pensamiento, puede modificar; que se altera por la duración, que se disuelve por la suerte, y que un desprecio, un capricho, una enfermedad, pueden cambiar en aversión?... ”No! ”no! Nada finito, nada perecedero puede bastar a la necesidad de amar que me atormenta. Es preciso que yo relaje, ya lo ves tś, que yo rompa todos los lazos que me atan a los afectos de un dķa, para situarme en este camino seguro del cual mi vida es la fatigosa preparación. Es preciso, para gozar plenamente de lo que yo ame, que encuentre en la dicha de amar y de ser amado, la seguridad de una eternidad completa y, æaun la eternidad misma serį bastante larga para amar? ”El amor de una mujer!... ”de una mujer mortal!... æqué entiendes por ello?... æUna sonrisa llena de encanto, un timbre de voz que turba y trastorna los sentidos, un apretón de una mano que quema?... Ya sé qué es eso. Pero, esa mano y ese corazón se convertirįn en polvo, y el polvo de mi corazón no se confundirį con ella, y lo que quede de mķ serį para siempre extrańo a esa alma que un momento ha reemplazado a la mķa. Eso no es posible, y el amor de que hablamos, Eduardo, no es mįs que una invención de nuestra vanidad. ”No hay cosa mįs terrestre que el amor! Es la primera conquista del hombre que resucita. _25 de abril._ Ya hace algunos dķas que sabķa que anoche tenķamos que visitar a la seńorita de Valency, el śnico retońo de esa ilustre familia y propietaria del castillo vecino. Ya habķa perdido de vista a esa joven, que no tiene mįs de veinte ańos, y que era aśn una nińa cuando yo salķ de aquķ, pero conservaba el respetuoso recuerdo de su tķa Adelaida, la priora, mujer de un espķritu sensato y de la mayor virtud, que me dio lecciones en mi tierna juventud, y a la cual, quizį, debo este fondo de piedad, que si no me ha preservado de muchos errores, al menos me ha consolado en no pocos reveses. Excuso decirte que me produjo la mįs viva alegrķa el saber que el Cielo ha protegido su existencia en medio de los funestos acontecimientos que le han arrebatado a todos los suyos. Eudoxia de Valency es de una estatura elevada y bien proporcionada; su porte es majestuoso, pero no exento de afectación. Sus facciones tienen una expresión notable, pero me parecen algo estudiadas. La sonrisa, ese amable ķndice de la satisfacción de sķ mismo, se detiene alguna vez sobre sus labios, pero es mįs frecuente ver en ellos una mueca de desdén. Inśtilmente he buscado, inśtilmente he esperado en su conversación un movimiento, un gesto, una inflexión que revele un pensamiento cordial. Su abandono mismo estį tan cuidadosamente estudiado, hay tanta mesura en su aparente libertad, tanta circunspección en su franqueza, que, al verla, experimentarķas el sentimiento penoso que producen las imitaciones demasiado exactas de la naturaleza que no son la naturaleza y que chocan en fuerza de su parecido. No he de decirte si sus términos son escogidos, si su elocución es adornada y si en sus discursos brilla la ilustración. Conoce tres lenguas y hace versos. Cuando nosotros entramos, parecķa meditar profundamente no sé qué pasaje de un libro abierto sobre su pupitre; al aproximarme reconocķ en aquel libro una de las obras maestras de nuestra metafķsica, obra maestra, en efecto, de toda la aridez de corazón aliada a toda la presunción de espķritu. Yo darķa inmediatamente una buena parte de mi vida por estar persuadido de que no hay ninguna mujer que lea a Condillac, como estoy convencido de que no hay ninguna que lo entienda; y creo que no faltaba mįs que esto para indisponerme irrevocablemente con todo el sexo. Mi madre ha notado que la seńorita de Valency ha cambiado de departamento; y nunca adivinarįs la razón. Imagķnate que en la extremidad del jardķn inglés sobre el cual da su salón y su tocador, hay una cascada, a decir verdad, poco ruidosa, pero cuyo sordo murmullo resulta un poco molesto. En los bordes del pequeńo estanque que forma la cascada al caer, han sido plantados unos cuantos sauces llorones, įrbol que odia la seńorita de Valency. Después, la exposición de todo el departamento es al sol naciente, cuyos primeros rayos van, a pesar de todos los obstįculos, a posarse todas las mańanas sobre sus pįrpados aśn somnolientos. ”Figśrate tś la impresión que me ha producido una mujer que no ama el sol naciente, ni el follaje de los sauces llorones, ni el rumor del agua lejana, y que, ademįs, lee a Condillac o quiere hacerlo ver! La seńora Adelaida estį enclavada en la cama por una extrańa enfermedad que mina y consume su vida y que, quizįs, arrebatarį bien pronto al mundo los ejemplos de su santa existencia. He conseguido que me introdujesen en su habitación o, mejor dicho, en la modesta celda que ella misma se ha asignado en el castillo. Estaba acostada, pero vestida, con las manos cruzadas sobre el pecho. Un crucifijo de madera negra pendķa de su cabecera. Cerca de la cama una mesita cubierta de libros piadosos y con algunos ramos benditos ya casi secos, adosados contra la pared. Al ruido que yo hice al entrar se volvió hacia mķ y me dirigió una sonrisa. «æEs usted--me dijo--, mi querido Gastón? A mi edad, y después de una tan larga ausencia, casi no podķa esperar volver a verle. ”Loado sea Dios por la nueva gracia que me ha concedido!... Pero no crea usted que la Providencia no haya tenido sus motivos para salvarle de tantos peligros. Usted prometķa ser bueno y generoso en sus inclinaciones, moderado en sus pasiones, y el ejemplo de las gentes de bien es un tesoro para el siglo.» Yo estaba conmovido hasta saltįrseme las lįgrimas. Su palidez, su debilidad, su voz casi imperceptible, me atormentaban con la idea de una separación próxima y eterna. Yo veķa que ella se esforzaba en demostrarme que estaba mejor para causarme menos pena. Me retiré muy emocionado. He de confesarte que la seńorita de Valency no gana nada al compararla con una mujer semejante. No obstante, el juicio que he formado de la joven Eudoxia después de un cuarto de hora de conversación vaga, de relaciones insignificantes, en medio de las conveniencias embarazosas y del temor de una primera visita, podrķa ser también el efecto de una prevención mal fundada. ”Soy tan propenso a dejarme sorprender por no sé qué apariencias de simpatķa ridķcula o de antipatķa injusta! pero yo ahora te hablo con arreglo a mi pensamiento. Y dķgase lo que se quiera, Eudoxia no tiene nada que reprocharse; yo admito que es perfectamente bella; dudo de que se pueda tener mįs talento; quiero creer, con todo el mundo, que es difķcil practicar la virtud de una manera mįs exacta y mįs severa; pero tiene una clase de virtud, una clase de talento y una clase de belleza, que nunca serįn de mi agrado. _29 de abril._ Hay gentes a quienes la manķa de ser grandes les hace descender a pequeńeces que uno creerķa con trabajo si ellas mismas no diesen todos los dķas ocasión de presenciarlas. En cuanto a mķ, esto me causa una indignación tan violenta, que no soy dueńo de contenerla y que me obliga absolutamente a demostrarla cuando me tropiezo con una de esas personas. Mi padre se sentķa orgulloso de uno de sus antepasados, un simple jurisconsulto del siglo XVI, pero escritor de una ciencia y de una erudición poco comunes, que se distinguió por sus obras muy preciosas sobre la jurisprudencia y las leyes de los tiempos antiguos, y que interpretó con una sagacidad exquisita textos importantes, pero confusos, que los mįs hįbiles no se habķan atrevido a poner mano sobre ellos. Hay que hacer notar, de pasada, que es a este grande hombre a quien mi familia debe su ilustración y que mi nobleza data de él, lo que no prueba que venga de muy lejos, pero tampoco prueba que tenga un origen indigno, y esto sķ que serķa una gran desgracia. El azar me ha conducido hoy a un salón del castillo, que yo habķa visto ya en otra ocasión, tapizado de retratos de familia, y he reconocido todas las augustas imįgenes de los antepasados de mi madre, con sus escudos, sus condecoraciones y sus armińos; pero he buscado inśtilmente lo que me interesaba mįs en aquella galerķa genealógica, la imagen del sabio respetable cuyos vastos y śtiles trabajos han fundado mi fortuna y han dotado mi nacimiento con la herencia de un nombre querido a la sociedad. La memoria de este retrato era tanto mįs viva en mķ, por cuanto, como ya te he dicho, mi padre sentķa una singular veneración por él y lo mostraba con preferencia a las visitas que recibķamos en el castillo. Yo hubiera podido seńalar con el dedo el sitio en que lo habķa visto, pero decididamente estaba vacķo, y te dejo adivinar la causa de su supresión. Me avergonzarķa de decķrtela, tanta ingratitud y tanta ridiculez encuentro en ella. Al volver al departamento de mi madre me he informado de los motivos de un cambio tan extrańo; ella me ha contestado, ”ay! como yo esperaba; pero he insistido con una firmeza respetuosa y el retrato ha sido de nuevo colocado en su sitio. _2 de mayo._ Eudoxia nos ha devuelto esta mańana la visita que śltimamente le hicimos. Venķa acompańada de un caballero de los alrededores, llamado Ferreol de Montbreuse. Yo no te habķa hablado aśn de Ferreol de Montbreuse, a pesar de que todo el mundo habla de él aquķ. Es un hombre de treinta y seis ańos a lo mįs, pero cuya cortesķa serena, la gravedad inalterable y la severidad reconocida de costumbres y de principios, harķan honor a un hombre de mįs edad. Me habķan hablado de su trato como de la ventaja mįs real de mi estancia en Turena, y, no obstante, yo no habķa tratado de frecuentarle. Tengo en singular estima la perfección, pero ésta carece para mķ de ese atractivo que se apodera del corazón y que mi corazón necesita experimentar. Tś eres el śnico amigo que yo haya recibido de la sociedad (la naturaleza me habķa dado otro), tś eres el śnico, repito, que me haya reducido a sufrir, a perdonar, ese defecto desolador e inimitable de la perfección; pero la tuya tiene algo tan natural, tan involuntario, tan desconocido para ti mismo; forma en ti un conjunto tan inseparable, que uno se acostumbra sin darse cuenta. Cualquiera que sea el mérito del seńor Montbreuse, se pretende que habķa tenido la dicha, por un momento, de ocupar los nobles pensamientos de Eudoxia; dos almas tan solemnes eran dignas de aproximarse. El descalabro de su fortuna le ha impedido ir mįs adelante. Es bien lamentable que después de una revolución, las familias que han corrido los mismos peligros, los parientes, los vecinos, los amigos, heridos por una misma desgracia, no imiten a los nįufragos que la tempestad arroja a una isla desierta y no reunan todo lo que poseen. ”Qué necesidad tenķa yo de quedar tan rico! La noticia del restablecimiento casi total de la seńora priora, me ha causado una alegrķa tan viva, que no he podido esperar al dķa siguiente para ķrsela a demostrar, y he acompańado a su casa a la seńorita de Valency con una diligencia, que ella probablemente habrį atribuido a otros motivos. Su tķa estaba sentada en un gran sillón de brazos, en un rincón de la terraza donde los rayos del sol, débilmente atenuados por algunos macizos de lilas, producķan un agradable calor. Al verme ha querido levantarse, pero yo he corrido hacia ella para impedirlo. Hemos hablado alegre y largamente de mil cosas distintas y me ha hecho prometer que le contarķa mis viajes y le hablarķa de mis amigos, y le he dicho que tś eras el mejor de ellos. Por su parte me ha recomendado, con cierta autoridad, que cultivase las relaciones con el seńor de Montbreuse, al que sólo encontraba demasiado austero para su edad. En fin, ya era bastante tarde y aun estįbamos hablando, cuando advertķ que la humedad de la tarde no podķa serle beneficiosa. Entonces entramos en las habitaciones, apoyada por una parte en mi y por otra en una joven a la que ama mucho y a la que siempre estį elogiando. La llama su amiga, su bienhechora, su įngel salvador, en reconocimiento de algunos cuidados que ha recibido de ella durante su enfermedad, y, en efecto, es un įngel esta nińa. Yo no me acuerdo haber visto nada mįs gracioso ni mįs dulce que sus facciones, nada mįs atrayente ni mįs cordial. Es uno de esos conjuntos llenos de armonķa y de serenidad en los que la vista se reposa. æHas encontrado alguna vez alguno de esos rostros celestes en los que se lee tanta paz, tanta dicha, y cuya expresión sobrenatural fascina? Pues algo asķ es. Darķa cualquier cosa porque la vieses. ”Una circunstancia encantadora! mis miradas se han encontrado por casualidad con las suyas. Entonces, ”si hubieses visto sus hermosos ojos inclinarse hacia el suelo, sus largas cejas fruncirse ligeramente, sus mejillas colorearse con un tinte vivo y fugaz! El įngel se ha ruborizado; entonces no era mįs que una mortal, pero una mortal adorable ”y adorada! iba a decir, ”qué locura! He aquķ lo que me han contado. Es una pobre muchacha a la que sus padres han abandonado sin que se sepa la causa. Hace ocho o diez ańos que dejaron esta aldea donde vivķan de su trabajo, para ir no se sabe dónde. Ciertas personas hasta aseguran que han acabado bastante miserablemente, pero lo mįs probable es que se trate de personas mal informadas. Lo que hay de cierto es que la seńora priora recogió a la pequeńa Adela, de la cual era madrina, y le dio cierta educación. Si mi Adela te interesa, otra vez te daré mįs detalles, aunque en el fondo no se trate mįs que de la doncella de la seńorita de Valency, pues me olvidaba advertirte que con este titulo vive Adela en el castillo. Como yo habķa ido en el carruaje de la seńorita de Valency, he vuelto a casa a pie a través del bosque, que es magnķfico y en plena vegetación. La tarde era de una serenidad deliciosa y la puesta del sol de una pureza y de una luminosidad incomparables. Prestigios encantadores que se sucedķan en mi espķritu como las ideas de un hermoso sueńo, sumķan mis sentidos en el mįs dulce bienestar. Ahora no sé por qué me encontraba tan dichoso, porque desde entonces nada ha cambiado en mķ, ”y, sin embargo!... ”Qué difķcil de comprender es el hombre! Este bienestar de que yo gozo aquķ, prueba por lo menos que no me equivocaba cuando te escribķa que la paz del campo convenķa a maravilla a mi situación actual y cuando yo concretaba toda mi felicidad en dejar transcurrir oscuramente mis dķas. Ya veo, pues, que el giro novelesco y la exaltación de mis ideas obedecķan a otras causas que a las locas pasiones de la juventud, y esto es lo que nunca han querido comprender los que me conocen. Y es que yo tengo una conciencia de mķ mismo que raramente me engańa. _3 de mayo._ Ayer por la tarde, cuando acababa de escribirte, Latour entró en mi habitación con un aire inquieto y hasta algo asustado. Sé sentó a cierta distancia de mķ, guardó por algśn tiempo un silencio sombrķo, y después empezó a murmurar no sé qué entre dientes. «æDe qué se trata--le dije--, mi pobre Latour?» «Que pierda mi nombre--continuó como si hablase solo--, si no es Maugis, el infame, el execrable Maugis. æSe acuerda el seńor de aquel aventurero que se presentó al general con falsos poderes, que aprovechó cobardemente para entregar al enemigo un destacamento considerable de los nuestros, y que se substrajo, desgraciadamente, por una pronta huida al castigo que merecķa?» «He oķdo hablar de ese miserable, y creo, como tś, Latour, que se llamaba, efectivamente, Maugis, sea con la śnica intención de ocultar su verdadero nombre, sea por seguir la costumbre bastante rara de nuestros oficiales; pero, æa santo de qué?...» «æA santo de qué?--exclamó--. Ese infernal Maugis, que yo hubiese reconocido entre mil, no es otro que el honrado Ferreol de Montbreuse, que usted ha visto hoy, y, sin temor a equivocarme, afirmaré que no hay otro Maugis. ”Rabia y maldición! ”Es una vergüenza para la Providencia ver gentes asķ gozar del aire y del sol!» Me costó gran trabajo apaciguar la cólera de Latour y hacerle comprender que era imposible que sus sospechas fuesen fundadas, por lo que salió mįs extrańado de mi incredulidad que convencido de mis razones. Me estaba reservado para hoy sostener una discusión mįs difķcil, discusión para la cual, por lo que te vengo escribiendo desde hace algunos dķas, estarķas seguramente mįs preparado que yo. Mi madre me ha hecho entrar en sus habitaciones para hablar de cosas serias, muy serias, en efecto. Se trataba de perpetuar mi nombre ilustrįndolo con una noble alianza. Fķjate bien, ”ilustrar el nombre de mi padre! «Ya debķa saber--ha ańadido--que la nobleza de mi familia, por parte de mi padre, no respondķa del todo al brillo de mi fortuna; y si la fortuna tiene alguna ventaja, æno es, sobre todo, la de favorecer uniones honorables que dan relieve al esplendor de nuestros propios tķtulos y los transmiten aśn mįs gloriosos a nuestros hijos?» Y luego me ha hecho comprender modestamente que era una combinación de este género, a la que debķa yo tener la madre que tenķa. ”Y yo que creķ deberla a la naturaleza y al amor! æCómo te lo diré? Los Valency son menos ricos que yo; Eudoxia es menos rica que yo; pero es noble como mi madre y piensa como ella. El resto ya puedes adivinarlo. Todo esto me ha producido una sorpresa tan viva y tan dolorosa, que he tardado mucho tiempo en buscar una idea, y mįs aśn en encontrar una expresión. Todo lo que puedo recordar, y aun muy vagamente, de aquellos instantes de confusión y de ira, es que pronuncié algunas palabras en solicitud de un plazo de unos meses para dedicarlos a la reflexión y seguramente, ańadķ, para que no se hiciera ilusiones, que de otro modo nada obtendrķan de mķ, porque mi madre salió dirigiéndome una mirada mįs severa que de costumbre. Es, no obstante, probable que no haya esperado ganar gran cosa haciendo violencia a mi corazón, porque ha accedido a mi demanda antes de que yo hubiese encontrado fuerzas para renovarla. Por lo demįs, espera mi resolución dentro de seis semanas, y no es de suponer que en ese tiempo haya yo cambiado de modo de pensar. Quiero decirte con esto que he tomado mi resolución en el mismo instante, y que ésta es invariable como los principios que, hasta hoy, han dirigido mi vida. No, no compraré mi dicha, y estoy seguro de que la Eudoxia no me harķa dichoso; no compraré con mi tranquilidad, con mi libertad, con la incertidumbre deliciosa de mis esperanzas, el ridķculo honor de asociar mi nombre al de una mujer a la que no puedo amar. Si yo concedo algśn valor a mi fortuna y a la situación que ocupo en la sociedad, es, sobre todo, por la independencia que me da y por la inmensa amplitud que deja a mis elecciones; porque, en fin... a ti bien puedo decķrtelo, porque preferirķa cien veces favorecer a mi mujer con mi casamiento que no que ella me favoreciese a mķ. Soy demasiado orgulloso para consentir en aumentar por un préstamo tan odioso la suma de mi valor personal y para dar esta ventaja sobre mķ a la vanidad de una mujer. Antes de sufrir semejante humillación me casarķa con la misma Adela. ”Adela! ”Ya lo creo! _5 de mayo._ Hay ciertos dķas, dķas pasados demasiado a prisa, que el azar, que la Providencia nos trae cuando nuestro corazón, demasiado fatigado por los disgustos, tiene necesidad, para no ceder, de volver a saborear la felicidad, y que compensarķan, ellos solos, toda una eternidad de abandono y de dolores. Si me fuera dable, yo pedirķa: Que ese dķa me sea devuelto, que vuelva a comenzar con todos sus encantos, con todas sus ilusiones; que me sea permitido vivirlo como la primera vez, sin que nada distraiga mi pensamiento, gustar sus placeres con la misma confianza, con el mismo abandono, agotar sus delicias; ”y después que la nada comience su obra! Cerca del castillo de Valency yo habķa notado en el bosque un lugar fresco y ameno en el que mueren encantadores senderos que parten de las aldeas inmediatas y que mįs lejos van a perderse en la llanura. Esta especie de vestķbulo de verdura, agradablemente sombreado por una amplia bóveda de follaje y tapizado de un césped florido del que se exhalan los mįs dulces olores, ofrece en todas partes pequeńos asientos naturales tan cómodos como si el arte hubiese intervenido en ellos. A corta distancia se ve brillar a través del ramaje la limpia superficie de un estanque de agua clarķsima, que encierra el bosque por aquel lado una vasta muralla de cristal y que atrae sobre sus bordes una multitud innumerable de pajarillos. Es allķ donde yo estaba sentado, contando escrupulosamente los estambres de una flor desconocida para mķ, cuando el ruido de un paso ligero y el roce de una falda distrajeron mi atención. Era Adela, y aun cuando no tuviese nada de particular verla allķ y hasta hubiese esperado encontrarla no sé cómo; aunque Adela no fuese para mķ mįs que una joven interesante, pero casi desconocida, las palpitaciones de mi corazón se multiplicaron con violencia; me estremecķ, temblé; una nube, en la que entraban todos los colores, turbó mi vista, y un desfallecimiento vago recorrió mi cuerpo y embarazó mis pasos; porque al verla me levanté, me acerqué a ella sin mirarla, o, por lo menos, sin verla, y le presenté mi brazo sin informarme a dónde iba. Cuando el velo que oscurecķa mis pįrpados comenzó a despejarse y pude observar distintamente las facciones de Adela, noté que ella se extrańaba de mi proposición y, a decir verdad, yo también me extrańé de mi proposición, pero se la repetķ, sin duda, con voz mįs segura. Después de algunos momentos de una vacilación llena de gracia, Adela pareció ceder a una orden mįs pronto que acceder a una sśplica, apoyando ligeramente su mano en mi brazo; entonces yo fijé aquella mano con fuerza, apretando el brazo contra el costado, y eché a andar precipitadamente en la dirección que Adela parecķa seguir. Cuando mi agitación, sólo calmada a medias, dejó alguna libertad a mi espķritu, advertķ que la agitación de Adela no era menos que la mķa, no por sus miradas, que yo evitaba aśn, sino por el estremecimiento de sus dedos que mi mano derecha habķa asido por un movimiento involuntario y tenķa apretados contra mi corazón. Nada mįs adecuado para distraernos a los dos de aquel estado de emoción que la pregunta tan frķa y tan natural que yo habķa omitido al principio, y pensé que una conversación necesariamente menos apasionada, menos tempestuosa, que nuestro silencio, acabarķa por devolvernos un poco de tranquilidad. Pregunté, pues, a Adela a dónde iba y me respondió con una ligera e inocente sonrisa que era un gran secreto. Tal misterio, puedes creerlo, no me produjo la menor inquietud. Yo lo habķa olvidado ya cuando el śltimo sonido de las palabras aśn no habķa acabado de agitar el aire. Eran tales mis pensamientos, que buscaba en mi imaginación algo nuevo que la pudiese engańar y engańarme a mķ mismo sobre lo que yo experimentaba. Sentķa a la vez el deseo y el temor de que ella lo adivinase. ”Me sentķa tan dichoso de estar a su lado y tan impaciente por quedarme solo para pensar en todo lo que le hubiera dicho! Después de un minuto de silencio, renové mi pregunta con mįs aplomo. Entonces Adela me dijo que iba a la aldea próxima a llevar un pequeńo socorro que la buena priora enviaba todos los dķas a una familia enferma. No la oķ casi, tan ocupada tenķa la imaginación. Paso rįpidamente sobre los detalles de ese paseo de una hora, hora deliciosa que debķa haber sido un siglo y que no ha sido mįs que un minuto. Omito esos detalles porque perderķan su encanto con la descripción; porque resultarķan frķos bajo mi pluma y me abrasan el corazón; porque hay en ellos una flor de voluptuosidad que escapa a las facultades imperfectas que el hombre ha recibido para expresar y para comprender; porque yo creerķa limitar mi dicha limitando el espacio de mis recuerdos; porque en este relato que se refiere a Adela, hay, no obstante, circunstancias que no pertenecen a Adela, que me distraerķan de Adela; de un modo o de otro, es cosa bien decidida que Adela tendrį todos mis pensamientos de hoy, ”todos los pensamientos de mi vida! _6 de mayo._ Las conveniencias sociales me prescriben ver, al menos, a Eudoxia. El corazón me lleva hacia su tķa. Las he visto. He visto a Adela también. ”Qué digo, ay! no he visto mįs que a Adela. Sķ, mi querido Eduardo, serķa superfluo, serķa indigno de mķ ocultarte este sentimiento que me domina, que llena, que absorbe mi existencia. ”Infierno y paraķso! æQuién hubiera pensado que a los veintiocho ańos la vista de una muchacha toda sencillez y bondad y nada llamativa, me subyugarķa como en el tiempo de la debilidad y la ignorancia de mi corazón? æQuién podrķa expresar el éxtasis y el delirio que yo experimento al solo recuerdo de sus facciones y al solo rumor de su nombre? Pero no es eso tampoco. Floto en una atmósfera tan pura de felicidad, mi pecho se ensancha con una alegrķa tan pura y tan nueva... Porque todo es nuevo para esta alma que se despierta aśn una vez sobre sus despojos para amar y para sufrir... Para sufrir. Ya sé cuįnta vergüenza y desgracia puede hacer caer sobre mķ semejante pasión. Yo no cierro los ojos ante este extrańo extravķo de mi imaginación, o, mejor dicho, ante esta implacable contrariedad de mi fortuna, que me impulsa obstinadamente hacia todo aquello de lo que deberķa huir, y que me hunde tanto mįs profundamente en el abismo de mis resoluciones, cuanto menos esperanza veo en volver a la superficie. Yo maldigo la locura de mis proyectos, la increķble debilidad de mi razón, que se deja deslumbrar por la menor ilusión y claudica ante cualquier capricho; me indigno contra mķ mismo y cedo, no obstante, a la indignación que me arrastra sin intentar resistir. Hay mįs aśn. Si yo conociese un poder capaz de librarme de mis debilidades y de borrar de mi pecho hasta la traza de un recuerdo, no tendrķa la fuerza de invocarlo. Todo lo que los demįs hombres encuentran vil y odioso serį precisamente lo que a mķ me ate con nudos mįs difķciles de romper, y tengo necesidad de decirte que este sentimiento ha adquirido tal autoridad en mi corazón, que los consejos y las instancias de la amistad no harķan mįs que redoblar el ķmpetu. Eduardo, mi querido Eduardo, tś, en quien el cielo me habķa dado un hermano, un guķa y un protector en medio de las tempestades de la juventud, tś que has sido tanto tiempo la luz de mi espķritu y el freno de mis pasiones, no me abandones en el estado de perplejidad en que me encuentro. Todo lo que he dicho antes no iba destinado a ti. ”Oh amigo mķo! æqué resultarį de la violencia de tantos pensamientos contrarios que me proporcionan a cada minuto un nuevo tormento? æQuién me harį triunfar de la imagen que me sigue por todas partes? æquién la desterrarį de aquķ, de mi memoria, que ocupa exclusivamente, con sus grandes ojos negros tan nobles y tan conmovedores, sus labios tan voluptuosamente bellos, el aire de amor y de bondad que flota sobre su rostro, y su hablar un poco lento cuya franca melodķa me penetra? _8 de mayo._ æQuién me impedirį buscar en otro sitio la independencia y el gozar en un olvido profundo, cobijado bajo cualquier abrigo impenetrable a las miradas de los hombres, la dicha que la sociedad me rehśsa? æQué hago yo aquķ, y quién advertirį mi ausencia en este torbellino de personas frķas y extrańas, continuamente distraķdas por los intereses de su fortuna y de su orgullo? æNo he llenado ya para con mi paķs los deberes que me prescribķa mi nombre? æEl lķmite de mis obligaciones se extiende, acaso, mįs allį del sacrificio de mi vida cien veces expuesta en los campos de batalla? Yo abandonaré esa sociedad. Opondré a todas mis conveniencias y a todas las pueriles vanidades de su etiqueta el silencio y la oscuridad de mi soledad. Llega una época en que el alma siente la necesidad de tomar posesión de sķ misma y de recogerse en meditaciones imponentes, lejos del caos de los negocios sociales, bien lejos, sobre la cumbre de un monte que agujerea las nubes y domina las llanuras inmensas y los mares sin orillas. Me parece que el Creador, al producir su universo tan completo en belleza, al arrojar una magnificencia tan maravillosa sobre las obras salidas de sus manos, y al hacer contrastar sus riquezas de una manera tan humillante con la miseria de nuestros sentimientos, ha querido revelarnos por un objeto de comparación sensible la nimiedad de todos los placeres que nos procuramos fuera de él y de todos los juicios que fundamos sobre la vana opinión de la multitud. Yo me traslado algunas veces con la imaginación al dķa en que, muy joven aśn, pero ya proscrito, ascendķ por primera vez a las altas cimas del Jura. Cuando se ha seguido sobre la mįs elevada de sus mesetas las sinuosidades de un camino severo que se prolonga sobre los flancos del Dole; cuando se llega al fin de ese paseo taciturno en el que, todo lo mįs, no se ha tenido mįs compańķa que el grito de una vieja įguila asustada que se extrańa de oķr entre aquellas rocas el sonido, olvidado desde hace mucho tiempo, de una voz humana; cuando parece que la tierra va a faltar bajo los pies y que con el brazo extendido se va a tocar el azul solidificado del firmamento, entonces se manifiesta de pronto un espectįculo tan poco vulgar que hace comprender en el mismo instante la necesidad de una voluntad divina en el misterio de la creación. Se creerķa que el genio de la tierra levanta el telón que separa de un mundo mįgico este mundo de fango y piedra, para introducirse en una región de milagros. Yo quisiera describirte esto, pero, æcon qué colores? Imagķnate que en la extremidad del bosque de Lavatay, sobre la śltima cresta de la montańa, hay una pobre casa, que de lejos parece perdida en el fondo de las nubes, y que se llama _casita de las hoces_, porque los senderos que antes descendķan sobre el camino escarpado del abismo, se recurvaban sobre sķ mismos como la hoz del segador. Hoy, que la esclavitud y el trabajo han construido caminos suntuosos para los cambios corruptores del comercio y para las invasiones de la guerra, las _hoces_ se desarrollan de una manera menos amenazadora en las profundidades del precipicio y la cabra montes, sorprendida de que una mano servil haya osado embellecer su morada, no se aventura ya en los caminos del hombre. Permanece inmóvil en el įngulo mįs saliente de una roca cortada a pico, y contempla tristemente el cielo, lo śnico que la civilización nos ha dejado. Todas las partes del cuadro que se presenta en conjunto a la mirada, preocupan de tal modo el pensamiento, que hay que pasar largo tiempo antes de conseguir poner en orden las sensaciones que se experimentan y de distinguir los detalles; allį abajo, donde acaban el Jura y Francia, un lago que en su inmensidad presenta el aspecto de un mar; sobre sus bordes las campińas romįnticas del paķs de Vaud, los paisajes agrestes del Valais, las įsperas soledades de la Saboya; confundiéndose con el horizonte, y tan vasta como él, la cadena de los Alpes, cuyas innumerables cśpulas se agrupan sobre la semicircunferencia del cielo, diversas de formas, de carįcter, de fisonomķa, de color, pero todas afectando al fuego del sol el brillo de los diferentes metales; las unas resplandecientes como la plata pulimentada; las otras, segśn el efecto de las sombras que se proyectan sobre sus contornos, mates como el plomo o brillantes como el acero bruńido, con reflejos azules o violados; otras, en fin, tan deslumbrantes, cuando el sol poniente las inunda, que se dirķa que son masas de hierro blanqueadas a la fragua. ”Aquel dķa el sol se ponķa con tanta magnificencia y en un cielo tan puro! Los vapores del lago, aspirados por el crepśsculo, suspendidos de sus rayos, se balanceaban sobre las aguas como un ligero crespón teńido de rosa, se levantaban poco a poco desde los pies del viajero hasta las mįs elevadas cimas y desplegaban ante él, sobre el horizonte, un telón inflamado que esparcķa sobre todos los objetos el prestigio de su luz; después, mįs densas y mįs oscuras ya, nimbaban, en fin, aquel magnķfico espectįculo en un dosel de pśrpura y de oro cuyo esplendor śnicamente palidecķa ante los astros de la noche. ”Y esas montańas inmensas, deshabitadas, desconocidas en su mayor parte, no contienen un asilo al que yo pueda llevar conmigo, robarlo a la curiosidad insolente, a la censura hipócrita el secreto de mi felicidad y de mi vida! Yo no seré dueńo de relegarme, de desterrar mi porvenir. ”Moriré amarrado a la cadena odiosa que se me ha impuesto, sin hacer un esfuerzo para romperla! ”Pero no, no se alabarįn de mi esclavitud! Antes romperé todas las cadenas a la vez. Eduardo, apiįdate de mi infortunio. _9 de mayo._ Yo no te habķa dicho que la conversación del otro dķa habķa versado sobre los casamientos desgraciados, a propósito de ese loco de Subligny que ha terminado su carrera novelesca casįndose con una bailarina. Yo me he apoyado en este ejemplo con un calor y una abundancia de ideas, que debķa, mįs que a la riqueza del asunto, a ciertas circunstancias de mi situación particular. He sostenido que no habķa nada mįs imperdonable, mįs antisocial, en toda la fuerza de la palabra, que las desuniones morales, y que eran extremadamente difķciles porque es raro que las almas nobles no se aproximen a sus semejantes, como dice Shakespeare, o que se dejen engańar tanto tiempo por los impostores para llegar hasta el momento de formar un nudo tan solemne, sin haber tenido la triste dicha de desengańarse; que lo que se llama un matrimonio equivocado, en la acepción general que se refiere solamente a la diferencia de posición social, no podķa chocar mįs que el mįs absurdo, el mįs absurdo de los prejuicios; el que atribuye a una clase especial facultades especiales, o, mejor dicho, exclusivas; que como yo no sabķa de nadie que se hubiese atrevido a decir que la virtud se probaba por tķtulos o se adquirķa por privilegios, no veķa por qué se habķa de prohibir a un hombre sensible y delicado el derecho de buscar la virtud donde se encuentre; que era una cosa atroz, en fuerza de ser ridķcula, condenar a una mujer interesante, dotada de todas las cualidades y todas las gracias, a la desesperación de no pertenecer jamįs al objeto amado, porque esta infortunada, a la que la naturaleza y la educación han concedido todos los dones, se veķa privada por el azar de una circunstancia que no depende mįs que del azar; que si los grandes talentos imprimen a aquellos que los poseen un carįcter incontestable de nobleza a los ojos del siglo y de la posteridad, el ejercicio privado de los deberes mįs difķciles de llenar de la religión y de la moral, aunque fuese un tķtulo menos brillante a los ojos del mundo, no era un tķtulo menos recomendable para las almas rectas y honradas; que, en consecuencia, yo nunca me atreverķa a censurar una alianza del género de la que se hablaba, si podķa encontrar en ella la feliz armonķa de costumbres y de carįcter, que es la śnica garantķa de felicidad de los matrimonios y de la prosperidad de las familias. Es probable que estos razonamientos hayan parecido totalmente indignos de contestación al seńor de Montbreuse, porque se ha contentado con mirarme severamente sin hablarme, al mismo tiempo que dirigķa a Eudoxia una mirada de inteligencia en la que me ha parecido descubrir no sé qué de desprecio y de amargura. Eudoxia misma, cuyas ideas son bien opuestas, no me ha parecido que hiciera tampoco suficiente caso de mis razonamientos para respetarlos seriamente; se ha contentado con algunos lugares comunes, a los que las gracias de su elocución y la firmeza de su ironķa han prestado mįs agrado que solidez. Adela me escuchaba con emoción, porque sus mejillas estaban muy animadas, pero en vano he tratado de encontrar su mirada. La seńora Adelaida sonreķa al principio, pero después su fisonomķa ha adquirido un carįcter mįs grave. Ha comentado dulcemente mis palabras reprochįndome, de una manera afectuosa, el ardor que demostraba en la discusión y el entusiasmo con que habķa abrazado las ideas mįs extraordinarias y con frecuencia tan funestas. Se ha lamentado de la facilidad con que los hombres de esta generación se apoderan y propagan los sofismas, cuyas consecuencias no aprecian, y que tienden a desnaturalizar sucesivamente todas las relaciones de las cosas. Concediéndome que habķa verdades noblemente sentidas en lo que acababa de decir, me recomendó que reflexionase sobre el origen y los efectos de esas conveniencias morales, por otra parte tan respetables por la autoridad que han ejercido sobre nuestros antepasados, y por la consagración casi religiosa que han recibido de los siglos, cuyo juicio definitivo es, en śltimo anįlisis, toda la razón social, ańadiendo, con el tono de una resignación modesta, y no de una convicción imperiosa, que el deber del buen ciudadano es someterse a las instituciones establecidas ni discutirlas, y que, puesto que la imperfección de los hombres les hace tributarios esenciales de ciertos errores sancionados por la necesidad o por el tiempo, el interés del género humano prescribe a los corazones rectos y sensatos el deber de plegar su razón a la conveniencia comśn. Es posible que esto sea verdad. Y cuįnto no darķa yo porque no quedasen mįs que recuerdos de esta débil demarcación que el azar del nacimiento ha trazado entre algunas familias y la gran familia humana; de esta circunstancia tan extrańa a mi voluntad, que me ha sometido a un orden particular de costumbres y de obligaciones, que ha restringido, comprimido, roto la independencia de mi corazón; que me ha prohibido los afectos mįs simples y mįs dichosos; que me ha separado de Adela y de la felicidad. ”Separado! ”Bįrbaro prejuicio! ”yo te entrego a la indignación de las almas fuertes y sensibles! ”Separado! ”a mķ, que atravesarķa el globo por un beso de sus labios! ”Separado! ”Ven, ven sobre el corazón de Gastón, pobre huérfana que los hombres rechazan! ven con confianza, y te juro por la inocencia y el candor de tu alma, que todas las potencias del infierno no conseguirįn separarnos. _16 de mayo._ Nunca habķa sido tan asiduo al bosquecillo como desde hace algunos dķas, ni nunca mi herbario habķa aumentado con tanta lentitud. Esto extrańa mucho a Latour que se interesa por mi herbario, como por todas mis distracciones. En cambio, no te extrańarį a ti, que sabes que Adela pasa por allķ todos los dķas. Ya habrįs notado que entre esta carta y la anterior hay una gran distancia y habrįs creķdo sin duda que la abundancia de sensaciones ha podido distraerme durante muchos dķas de mis mįs dulces ocupaciones. Todo esto es verdad, mi querido Eduardo, y, sin embargo, no tengo nada nuevo que decirte, porque mi amor no es ninguna novedad para ti, y toda mi vida se encierra en él. Yo no te habķa dado sobre el origen de Adela mįs que informes imperfectos, recogidos del vulgo. La seńora Adelaida me habķa dicho algo mįs, pero no lo suficiente para satisfacer mi curiosidad, que, por otra parte, temo mostrar demasiado abiertamente. En fin, el otro dķa, me informé por la misma Adela, mientras la acompańaba del bosque a la aldea, abordando con todos los rodeos que exigķa una cuestión tan delicada; y como este relato no carece de interés ni aun para las personas mįs extrańas a todo lo que me atańe, quiero hacértelo oķr de labios de la propia Adela, tal como yo lo he oķdo. Perdóname si, con la sencillez de sus palabras, no he tenido la dicha de conservar su gracia natural y esa efusión tan fįcil y tan conmovedora de sentimientos que le presta el encanto mįs atractivo. Hay cosas que no se pueden expresar. «--Mi padre--me dijo Adela--nació en Valency, de una familia de labradores muy ricos. Se llamaba Jaime Evrard, y como anunciaba un talento y unos modales muy superiores a la mayorķa, sus padres resolvieron darle una educación adecuada que le hiciera apto para seguir una carrera mįs brillante en el mundo que la que ellos habķan recorrido. Sus progresos superaron a todas las esperanzas, pero inśtilmente. En aquel tiempo llovieron las desgracias sobre mi abuelo; malas cosechas, dos incendios que consumieron sucesivamente su casa y su granja y, en fin, la pérdida de un proceso considerable, cambiaron su fortuna en miseria. Era imposible llevar a la prįctica los proyectos que tenķa sobre mi padre y se entregó a la desesperación. »Jaime Evrard entró en un regimiento que estaba de guarnición en Saumur. En aquella época mi padre era aśn muy joven, de una figura arrogante y simpįtica, de un valor a toda prueba, y a esto unķa gran nśmero de esos talentos agradables que abren a los que los poseen las puertas de todas las sociedades. Estimado por su coronel y por sus oficiales, habķa ya ascendido dos veces seguidas con una rapidez insólita en el servicio, pero sin que despertase la menor envidia en sus camaradas, que hacķan sincera justicia a sus condiciones. En fin, la mayor parte de sus superiores se habķan acostumbrado por anticipado a mirarle como a un igual. El azar hizo que una seńorita de aquella ciudad, que pertenecķa a una noble familia, se fijase en él y que, sin darse cuenta de su inclinación, se acostumbraban de tal modo a él, que no podķa pasar sin verle. Bien pronto sintió que aquella inclinación era amor, pero era tarde para poner remedio; por lo menos ella lo creyó asķ, y mi padre con ella. æQué mįs le diré, seńor Gastón? Yo fui el fruto de aquel error. »Mi madre no pudo disimular su falta a sus padres, y éstos, aunque carińosos y buenos, eran demasiado orgullosos para tolerar que Jaime Evrard la reparase. Se limitaron a tomar las precauciones necesarias para ocultar mi nacimiento a todo el mundo, y me enviaron con mi nodriza a esta aldea, donde fui bautizada bajo los auspicios de la seńora priora. Ya comprenderį usted que no me dieron este asilo sin motivo, y que mi madre se complacķa pensando que yo crecerķa bajo los ojos de un padre atento, a todas mis necesidades. En efecto, habiendo cumplido el tiempo de su compromiso, sacrificó algśn tiempo después la esperanza de todo ascenso para tener el placer de no alejarse de mi lado y de ver desarrollarse poco a poco en mis facciones el parecido con una persona que le era tan querida. Aun fue mįs lejos en su ternura. æSe hubiera considerado dichoso si no me hubiese podido llamar su hija? La nodriza que me habķa dado, joven y desgraciada vķctima de una inclinación engańadora, pasó por mi madre y su esposa. Unicamente la seńora Adelaida estaba en el secreto. »Asķ fui educada y, a decir verdad, mi infancia no transcurrió sin alegrķas. La amistad de mi buena madrina, los cuidados atentos y verdaderamente maternales de la nodriza, a la que yo creo con tķtulos aśn mįs sagrados a mi reconocimiento, y sobre todo el afecto de mi padre, lo embellecķan todo. Unicamente, cuando volvķa del campo le sentķa aśn algunas veces bańarme con sus lįgrimas, pero yo no me inquietaba, pensando que lloraba de alegrķa. »No obstante, mi verdadera madre continuaba profesįndonos el mismo carińo. Escribķa con frecuencia a mi padre, y le comunicaba sus pesares y sus esperanzas. Hacia el tercero o cuarto ańo de la Revolución, su padre la dejó sola en Saumur, para ir a servir al rey en su ejército de la Vendée, y ella entonces quiso aprovechar la libertad de que gozaba para verme; porque hacķa mucho tiempo que habķa perdido a su madre. Fue un hermoso dķa para nosotros aquel en que nos llegó la noticia del inesperado viaje. Aun cuando yo fuese muy joven para comprender claramente aquellas cosas, mi padre me las hizo comprender como mejor pudo, y partimos después de breves preparativos, que a él le parecieron demasiado largos. En fin, fui devuelta a aquella que me habķa dado la vida y la hice presente de la ternura que otra la habķa robado, pero sin olvidar tampoco mi reconocimiento para aquella al lado de la cual habķa crecido. Yo era muy dichosa; ”pero aquello duró tan poco!... »Mi padre habķa concebido un proyecto digno de un alma tan noble, y mi madre lo habķa aprobado. Las guerras civiles, que habķan llegado a un perķodo culminante, abrķan una carrera fįcil a los hombres de resolución, y él no desesperaba de adquirir, a los ojos de mi abuelo, tales tķtulos de gloria, que le permitiese casarse. Fue por eso por lo que nos abandonó, llevįndose la esperanza de volver pronto para no dejarnos ya mįs. »Durante su ausencia, mi madre me habķa colocado en un colegio al cual iba a verme con frecuencia. Pasaba allķ por una huérfana y me guardaban toda clase de consideraciones. Cuando estįbamos solas, hablįbamos de mi padre y llorįbamos largo tiempo juntas. Al cabo de algunos meses advertķ que aun tenķa otros disgustos que no me decķa, pero me limitaba a afligirme en secreto y no le preguntaba nada. En fin, un dķa dejó de visitarme; asķ pasó una semana, un mes, y nadie sabķa darme razón de ella. Comprendķ que habķa acabado toda dicha para mķ y que en vano esperarķa a mi madre. He aquķ lo que habķa pasado: »Las esperanzas de mi padre se habķan realizado. Actos del mayor heroķsmo habķan hecho que sus generales se fijasen en él y acababa de ser promovido al grado de jefe de división.» --Es verdad--exclamé yo interrumpiendo a Adela--, se llamaba Mario Evrard. --Ese era su nombre de guerra--contestó Adela. --Sķ--continué yo--, me acuerdo como si fuese ahora. El general, rodeado de enemigos, estaba a punto de sucumbir; su caballo yacķa muerto a sus pies, y él mismo, gravemente herido, no oponķa ya resistencia alguna. De pronto, el capitįn Evrard atraviesa por entre aquella multitud atónita ante su temeridad, arranca al general de las manos que se disputan el honor de darle el golpe de gracia, y vuelve a nuestras filas bajo una lluvia de balas que no le alcanzaron. El grado de jefe de división fue, en efecto, el premio de su valor, pero desapareció pocos dķas después, y todos quedamos convencidos de que habķa perecido en una emboscada. --Ahora voy a explicarle ese acontecimiento--continuó Adela--. Desde el instante en que recibió ante sus compańeros el nuevo tķtulo con el cual en lo sucesivo se le debķa reconocer, menos orgulloso de aquella distinción que, enajenado de poderlo hacer servir para el éxito de su amor, corrió a arrojarse a los pies de mi abuelo y a confesarle su falta, su arrepentimiento y sus deseos. Juzgue usted del contento que sucedió en su alma a tantas inquietudes y dolores, cuando supo que se le daba a mi madre por esposa. Pero, como a él no le bastaba con experimentar semejante alegrķa, sintió la necesidad de hacerla compartir. Saumur no estaba lejos del cuartel general del ejército. Dos dķas de tregua le bastaron para escapar con el primer disfraz que encontró y caer en los brazos de mi madre. El primer instante lo dedicaron por completo al placer de volver a verse, el segundo a la inquietud y al terror. Saumur pertenecķa a los republicanos y mi padre estaba proscrito. »Aun no le he dicho a usted la causa de la sombrķa tristeza que noté en mi madre la śltima vez que recibķ su visita en el colegio. Un joven caballero que acababa de dejar las banderas reales bajo el pretexto de no sé qué comisión secreta, y que habķa obtenido de mi abuelo una recomendación bastante vaga para mi familia, se habķa atrevido a demostrar a mi madre unos sentimientos que ella no debķa compartir mįs que una vez. La pasión de aquel desconocido le era tanto mįs importuna por cuanto todo la prevenķa a la vez contra él y los informes particulares la habķan hecho entrar en una desconfianza respecto de él que, aun en un corazón completamente libre, no se hubieran conciliado jamįs con el amor. »No obstante su respeto por aquella recomendación sagrada, y sobre todo su timidez natural, aumentada aśn por el carįcter despótico e impetuoso de aquel hombre, la imponķan una especie de sumisión, soportando pacientemente sus impertinencias y disimulando en parte la aversión que le inspiraba. En cuanto a él, convencido de que tenķa un rival afortunado, no descuidaba nada para encontrar alguna circunstancia que confirmase sus sospechas, y la casualidad se puso al servicio de sus celos de la manera mįs funesta, conduciéndole al lado de mi madre en el momento en que recibķa los śltimos besos de su esposo. »Nada puede dar idea de la cólera y de la furia de aquel loco a la vista del hombre que le robaba el corazón en el cual se habķa prometido reinar; llenó la casa con sus amenazas y sus gritos, y no temió provocar a mi padre, cuya paciencia se agotó ante aquella nueva prueba de audacia. Salieron los dos animados de los mismos sentimientos de odio y se dirigieron a un lugar adecuado para poner fin a sus disputas, mientras que mi madre esperaba su vida o su muerte del resultado de aquel terrible duelo. »Apenas se encuentran solos, mi padre arroja al suelo su capa y descubre imprudentemente su pecho. Ya sabe usted que el noble corazón de los vendeanos era la śnica condecoración de aquel ejército; su adversario se da cuenta de ello, y viendo una ocasión de perderle sin exponer su vida, lanza un grito al cual acuden una docena de bandidos, a los cuales tenķa sin duda apostados allķ, para alguna otra cobardķa. «”Detenedle--exclama--, es un oficial realista, un enemigo de la repśblica!» Mi padre lucha vanamente contra aquellos miserables que le rodean, le desarman y le arrastran a un calabozo. »Mientras tanto, mi madre contaba impacientemente las horas sin recibir ninguna noticia consoladora y abandonįndose a toda la amargura de sus temores, menos terribles que la verdad, cuando un tumulto confuso que subķa de la calle, el redoble de un tambor periódicamente interrumpido, y el rumor sordo de los pasos de un piquete... Perdone usted, seńor Gastón, que llore delante de usted, me costarķa demasiado contener mi dolor... La pobre escucha con ansiedad, corre, baja velozmente la escalera, atraviesa la plaza, empuja a la multitud, llega al destacamento, mira, lanza un grito y cae. »”Angélica! ”Angélica mķa, vuelve en ti! ”Sé digna de tu padre y de tu amigo! Vive para Adela y por mi memoria... Pero habla sin ser oķdo. Los besos que deposita sobre sus ojos no la vuelven a la vida. Por fin los separan; el tambor cesa de batir, la escolta se detiene. Mi madre ha vuelto en sķ; sus ojos se abren asustados y se pasean sobre todo lo que la rodea. Aun es dichosa... No se acuerda de nada... pero una descarga hiere sus oķdos y cae de nuevo desmayada. ”Mi padre ya no existe! »Habķan pasado tres meses desde aquel dķa, cuando fueron a buscarme al colegio para llevarme al lado de mi madre. Estaba detenida en una casa de reclusión y yo me presenté a ella entre bayonetas. Mi corazón no olvidarį jamįs la tristeza y el espanto que le sobrecogieron cuando, a través de aquel terrible aparato y detrįs de aquellos hombres odiosos cuya sola mirada me hacķa estremecer, reconocķ sobre un montón de paja negra a mi madre, pįlida, desfigurada, moribunda. Me arrojé en sus brazos llorando con todas mis fuerzas, y preguntįndole por qué la habķan encerrado allķ y por qué la trataban de aquel modo. Ella me dijo sin llorar, pero sus ojos estaban enrojecidos, lo que acabo de contarle, y como yo no tenķa ya nada mįs en el mundo que la piedad de mi madrina, finalmente, con una voz apagada que arrancaba de su pecho con grandes esfuerzos, me dijo: «Hija mķa, mi pobre Adela, mi śnico amor, Dios te proteja... y cuando El, en su bondad, te dé un esposo... æLo oyes bien, hija mķa?--ańadió levantando la cabeza y tomando un tono de voz lśgubre y grave que aun resuena en mis oķdos--, ”que ese esposo vengue a tus padres y que, a cambio de la sangre de tu padre asesinado, tome la sangre de Maugis!» Ante este nombre todos mis miembros se estremecieron, y Adela, que atribuyó mi agitación a otra causa, continuó su relato: «--Yo no querķa abandonar a mi madre en el estado en que se hallaba y permanecķ sentada sobre la paja hasta la hora de cerrar los calabozos. Pero entonces, uno de los carceleros me sacudió bruscamente y me dijo que no podķa sentarme allķ. Mi madre parecķa dormida; su tez estaba coloreada y su respiración era rįpida. Yo temķ despertarla si la besaba, y me contenté con poner mis labios sobre un extremo de su vestido. Después, me hicieron entrar en la habitación del conserje, que permitió que durmiese con sus hijos; pero yo no pude dormir a causa de mi disgusto y de los ruidos que oķa. Apenas me di cuenta de que se abrķan las puertas, corrķ a la habitación de mi madre. Entro, busco, llamo, pregunto; ya no estaba allķ. Me dijeron que se la habķan llevado. æMuerta? Lo cierto es que ya no he vuelto a besar a mi madre.» Asķ se terminó, mi querido Eduardo, la historia de los padres de Adela; y muchas veces, durante su relato, mis lįgrimas se unieron a las suyas. Sobre las consecuencias de esta confidencia y sobre las ideas nuevas, que ha hecho nacer en mķ, te abriré sinceramente mi corazón y pronto te hablaré con el abandono sin reservas a que me da derecho nuestra fraternal amistad. Por hoy, confórmate con tus propias sensaciones... Ya comprenderįs, mi querido Eduardo, que es un holocausto que debo a la virtud, al honor y al amor. æNo habrį nadie que me diga quién es Maugis? _19 de mayo._ Es tiempo ya de que alivie mi corazón del peso que le embarga. Estos dķas se me han hecho tan largos, como cortos los hubiera querido mi impaciencia. æQué consideraciones me detienen? me preguntaba yo, y puesto que toda mi dicha es ella, æquién me impide cerciorarme de su amor? No obstante, te lo confesaré, me parece que olvido mis resoluciones cada vez que llega la ocasión de llevarlas a cabo, y asķ he llegado hasta hoy. Te contaré el acontecimiento que ha triunfado de mi indecisión. He leķdo una novela nueva, cuyo héroe me ha conmovido--sea que su situación tenga con la mķa esas relaciones que nos identifican a nuestro pesar con un desconocido, sea que se parezca algo al hombre que yo hubiera querido ser si esto hubiese dependido de mķ. Y no es que yo apruebe absolutamente los caracteres novelescos, sobre todo en una sociedad bien organizada, donde estįn casi siempre fuera de lugar por su loca exageración y necia ingenuidad; pero hay ocasiones en que el capricho de la imaginación mįs extravagante vale mįs que todo aquello que uno estį obligado a ver a su alrededor y que es como una compensación de todas las tristes realidades del mundo. Viniendo al hecho te diré que mi juicio sobre este héroe imaginario habķa sido para la brillante Eudoxia un motivo inagotable de ironķas, mientras que el tķtulo de la novela excitaba cada vez mįs la curiosidad de Adela, y aunque bien convencido de que nada hay mįs pernicioso para la curiosidad de una joven cuya sensibilidad comienza a desarrollarse que la lectura de una obra de ese género, y sabes tś, ademįs, que no entra en mi manera de ser calcular el efecto que podrķa producir sobre un alma ingenua y tierna--”combinación cobarde y odiosa cuya sola idea me subleva!--no he podido negarme a dejarle ese libro; ”tanto es el poder que ejerce sobre mi voluntad el menor de sus deseos! Hoy, cuando ya empezaba a impacientarme de la tardanza de Adela en pasar por el bosque, y recorrķa agitadamente el sendero que conduce a Valency, la he visto venir con el aire preocupado, la cabeza inclinada y el libro en la mano. Tan pronto como me advirtió, me lo devolvió con una sonrisa triste y echó a andar a mi lado sin decir nada. «Y bien--le dije yo--, æqué piensa usted de ese loco, de ese insensato cuyo solo nombre subleva a la seńorita Eudoxia? æLe parece a usted tan odioso?» Adela no me contestó nada, pero algunas lįgrimas rodaron por sus mejillas y su mano tembló en la mķa. «”Oh mi buena Adela!--exclamé yo--, dichoso el corazón que sea el preferido del tuyo, ”mil veces dichoso el hombre a quien ames!» Y llevé con pasión aquella mano que retenķa a mis labios. «”Qué hace usted, Gastón, seńor Gastón! ”qué hace usted, en nombre del Cielo! Déjeme--continuó con voz alterada--, ya sabe usted que soy Adela Evrard.» Mi pecho estaba hinchado, mi cabeza turbada, mi respiración anhelante. «Adela, hermana mķa, esposa mķa, mi bien amado, śnico objeto de todos mis pensamientos, śnico encanto de mi existencia, mi consuelo, mi esperanza, eso es lo que eres para tu Gastón.» Y mis lįgrimas, lįgrimas deliciosas, regaban mis mejillas. Sintiéndome vacilar, me senté en uno de los bancos que, como ya te he dicho, rodean la glorieta, y apoyé la cabeza sobre mis manos. Pasado algśn tiempo levanté los ojos, y vi a Adela de pie y vuelta al otro lado, que confeccionaba un ramo de flores. Me levanté, fui hasta donde estaba y le pasé dulcemente un brazo alrededor del cuello, sin osar decir nada. «Vea usted--me dijo--, vea usted las hermosas flores que he cogido; quisiera saber cómo se llama ésta.» Era la encantadora flor que se llama la silvia, porque no prospera mįs que en los lugares salvajes y a la sombra de los bosques. Me acordé de la linda estrofa del poeta alemįn y la repetķ en voz alta: «Es la silvia, la fresca silvia, la dulce anémona de los bosques. No hay ninguna florecilla que pueda rivalizar contigo en gracia y en belleza, cuando tś balanceas al soplo del aire tu corona blanca y rosada. Toda la pompa de las otras flores, sin exceptuar a la rosa, no puede compararse con tu modesta belleza. Tu tallo enervado es el emblema de la melancolķa, y la movilidad de tu cįliz flotante expresa las agitaciones de un corazón joven. Que el Cielo, ”oh la mįs amable de las flores!, multiplique a tu alrededor la blandura de los tapices hśmedos, la frescura de las nuevas sombras y el soplo de los nuevos céfiros. Esta silvia, la fresca silvia, la flor de la soledad y de la primavera, la dulce anémona de los bosques.» Adela habķa olvidado ya su ramo e iba a dejarlo caer de su mano, cuando yo me apoderé de él para llevarlo sobre mi corazón. Entonces me dijo dulcemente: «Gastón, no volveré mįs.» No obstante, nuestro paseo fue tranquilo. Y lo que es mįs singular, es que nuestra conversación era tan vaga, como si se hubiese tratado de dos personas extrańas, y, sin embargo, no hay ninguna de esas palabras indiferentes cuyo recuerdo no me abrase el corazón. Cosas que no me hubieran parecido dignas de atención en otras circunstancias; ”producķan sobre mķ una impresión tan extrańa! ”Oh encanto delicioso que lo anima todo, que lo embellece todo, que esparce sobre la vida una luz de divinidad! Y los mismos sentidos, alucinados por la embriaguez del alma, no sueńan mįs que perfumes, luces, melodķas celestes. Es el ideal de un paraķso. Ya oigo la eterna cantinela del prejuicio que grita a mi oķdo: «Es la hija ilegķtima de Santiago Evrard. ”Gastón, ésa es tu amante!» Sķ, es la hija ilegķtima de Santiago Evrard y ése es, Adela mķa, el mįs precioso de tus tķtulos. Cuanto mįs desgraciada hayas sido, mįs delicias hallaré para colmar tu porvenir de una dicha sin vicisitudes. ”Ilegķtima! æes que el amor, la constancia, la gloria, los mismos deseos de tu abuelo, no te han legitimado ya? Esa ceremonia frķa y seria que se llama el matrimonio, æhubiera ornado mejor tu nacimiento que el śltimo beso que se dieron tus padres ante Dios, el pueblo y los verdugos, que el sacramento de sangre que los unió en la eternidad?... ”La hija de Jacobo Evrard! Campesino o soldado, ningśn hombre le ha superado en nobleza, y si la nobleza es el premio de las mįs raras acciones, æel que la transmite a los suyos no es mįs noble que el que la recibe de él? ”Nacer noble es obra del azar! serlo por su valor es la mįs alta fortuna del heroķsmo. ”Un campesino! dicen. æEs que no sabéis, ridķculos seres, que la nobleza data de las grandes revoluciones polķticas, que nace, envejece y se renueva con los imperios? La verdadera nobleza, como se entiende, en las monarquķas, nace con un rey y muere con él. No brilla mįs que alrededor de un trono que se eleva o de un trono que cae. Los guerreros que levantan un rey sobre su bandera, los guerreros que mueren con su raza, he ahķ a los nobles. Yo no reconozco mįs tķtulos que los que se han sellado con la espada o sancionado en el cadalso. El resto no es mįs que un estado llano ilustrado con cartas de nobleza. Ademįs, æqué importa en la situación actual de la sociedad? Después de un orden de cosas que ha terminado, no son los nobles los que quedan, sino los héroes. Nadie se preocupa mįs ahora del padre de Coriolano que del de Espartaco. Y después de todo, ætengo necesidad de buscar tantos razonamientos para justificar lo que en mķ es ya una resolución invariable? æNo basta para mķ y para todos los que me aman que este afecto sea el śnico capaz de hacerme gozar de una pura felicidad? æCederé al temor de los rumores imbéciles del populacho distinguido? æCareceré de fuerza para desafiar la censura de esos corazones estériles, llenos de orgullo y de egoķsmo, las burlas de alguna mujer altanera, el desprecio de algśn miserable enriquecido? No, Eduardo, no, porque me siento libre. Ya sé que serį preciso evitar, huir de esa sociedad cuyo aprecio tanto buscan los otros, y que prodiga éste o lo retira de acuerdo con las reglas mįs extrańas y mįs inciertas. Tanto mejor. Yo siempre he aspirado a circunscribir mi vida, a encerrarme en el cķrculo de algśn afecto, a no dar a las conveniencias y a las costumbres comunes mįs que aquello que no les puedo quitar. Trataré de vivir para mķ. Y ahora pueden venir a estrellarse alrededor de mi retiro, como al pie de una roca inquebrantable, todas las tempestades del mundo, y desvanecerse, sin llegar hasta mi corazón, los murmullos insensatos del odio y de las prevenciones. ”Cuįnta piedad me inspiran esos desgraciados atormentados por la necesidad de vivir en contacto con todo lo que les rodea, que marchan apresurados en medio de la multitud, apartando penosamente lo que se opone a su paso, empujando a los débiles o pisoteįndolos, y siempre dispuestos a sacrificar vķctimas humanas a sus prejuicios, como los bįrbaros a sus dioses! _25 de mayo._ Estos śltimos dķas tienen la frescura de uno de esos sueńos consoladores que uno teme ver acabar; y cuando pienso que ya hace muchas semanas que dura este encanto y consulto con mi corazón para convencerme de que no es una de esas ilusiones acostumbradas, una multitud de presentimientos terribles se acumulan de pronto en mi pensamiento y descubro en mķ una conciencia vaga, pero infalible, de una gran desgracia futura. Oigo decir a muchas gentes, deplorando la muerte de un amigo, que la muerte no quiere mįs que a los dichosos y que es bien cruel ser herido por ella en medio de la juventud y de los placeres, en el mismo instante en que todo comienza a sonreķrnos y a halagarnos. Y, no obstante, es entonces cuando deberķamos morir, antes de que el telón descendiese sobre nuestras quimeras, cuando el encanto dura aśn y el bien pasajero de que disfrutamos no se ha convertido en irreparables dolores. Con frecuencia me siento poseķdo de una alegrķa tan poderosa que entonces reśno todas las fuerzas de mis sentidos para gustar la posesión de este presente fugitivo y fijarlo por un momento. En ese estado quisiera morir. æConcibes tś cuįn amarga y cuįn espantosa es la muerte de un infortunado que lo abandona todo; desengańado de la existencia, asustado de la nada, rechazando, para morir mįs tranquilo, algśn dulce recuerdo cuyo contraste harķa aśn mįs horrorosa su agonķa, y exhalando el śltimo suspiro entre unos brazos frķos y sobre un pecho que no se agita? Yo quisiera morir, yo quisiera haber muerto hoy. Ella estaba allķ--contra mķ, inclinada sobre mi pecho y llorando de emoción. «Sķ, le he dicho--, ante Dios y ante los hombres prometo no tener otra esposa.» «”Cįllese!--ha exclamado--, Gastón no es un perjuro y, sin embargo, promete ante Dios una cosa que nada puede hacer posible.» «æQué obstįculo puede haber?» «No, Gastón no puede ser el esposo de Adela. Gastón no es un hombre del pueblo, oscuro y pobre; el esposo, el śnico esposo que conviene a mi estado y a mi indigencia.» «Gastón serį el esposo de Adela, he dicho yo. Es una reparación que te debe la Providencia. Yo pagaré la deuda de la sociedad.» Yo le he dicho, Eduardo, y lo juro por mi honor, que es preciso que ese deseo se cumpla. Estįbamos tan preocupados, que a poco nos sorprende el crepśsculo en el bosque. Al dejar a mi Adela he querido, he osado estrecharla otra vez en mis brazos. Uno de los suyos me rechazaba débilmente, el otro me retenķa... Un deslumbramiento semejante al que producirķa la claridad de un meteoro ha turbado de pronto mi vista, mi cabeza se ha inclinado y mi boca se ha encontrado con su boca. Una oleada de fuego ha descendido hasta mi corazón. ”Incomparable voluptuosidad! ”Es un beso de Adela, la huella, la dulce huella de sus labios, la que reposa sobre los mķos! ”Oh! la conservaré entera, inalterable. No la borraré jamįs. ”Que perezca el dķa en que profana esa preciosa prueba de amor, en los labios de otra mujer; el dķa en que una boca inanimada, insensible, marchite la flor hśmeda de tu beso! ”que se aniquile mi alma antes que yo cometa tal sacrilegio! ”Qué difķcil de soportar es el peso de mis sensaciones! ”Quién hubiera creķdo que tuviese tantas fuerzas para la dicha! _27 de mayo._ Jamįs he vivido tan rįpidamente, jamįs me he visto obsesionado por tantas preocupaciones. Un solo dķa de mi vida actual reśne tantos sentimientos tumultuosos, temores, esperanzas, alegrķas, tormentos, proyectos, irresoluciones como el resto de mi existencia pasada. No encuentro mejor comparación para este estado que el de un febricitante cuya imaginación enferma, extraviada en un mundo desconocido y perseguida por reminiscencias confusas, pasa al azar de un objeto a otro, une bajo el mismo punto de vista los contrastes mįs extravagantes, las imįgenes mįs disparatadas, y se pierde en esas transiciones sin motivo y sin fin, tan incapaz de formar juicio de sus sensaciones como de elegirlas. Si de cuando en cuando me atrevo a razonar, el minuto que sigue me desilusiona y estoy como un alma en pena suspendida por los espķritus malignos entre un cielo y un infierno. Yo habķa acompańado a mi madre al castillo de Valency, donde debķamos encontrar la sociedad acostumbrada, y, por consiguiente, al seńor de Montbreuse, cuyas asiduidades tienen, quizįs, algo de notable. Era natural que la conversación recayese sobre el asunto mįs propio, a interesar, en aquel cķrculo orgulloso, la vanidad de todos, y no me extrańó, por lo tanto, ver renovar la eterna tesis de la superioridad moral de la nobleza. Pero he aquķ que después de haber sentado en principio que śnicamente entre nuestra clase se encontraban esas delicadas ideas del honor y esa elevación de carįcter y de sentimientos que son el fruto de una educación adecuada a nuestro destino social, han asaltado el edificio _novelesco_ de las falsas virtudes del estado llano y las han reducido implacablemente a un simple espķritu de emulación, de la cual nosotros tenemos también el honor de ser el vehķculo: disertación que, seguramente, no me hubiera sacado de una meditación completamente extrańa a lo que allķ se decķa, ni a propósito de la inalienable bajeza de los parias de Europa y de la poca confianza que habķa que tener en las costumbres del pueblo, no hubieran citado... ”Gran Dios, mi sangre hierve al sólo recordarlo!... Se trataba de esa joven educada con tanto cuidado a la vista de Eudoxia, que hubiera respondido ciegamente de su inocencia... ”Se trataba de Adela!... A este nombre perdķ los estribos y, con un tono de voz que denotaba mįs cólera que curiosidad, pregunté el crimen que habķa cometido. «Casi nada--dijo Eudoxia--, una de esas cosas para las cuales su filantropķa sentimental de usted reserva seguramente toda su indulgencia; una de esas pasiones decentes y platónicas que producen tan buen efecto en los dramas y en las novelas; un noble y tierno afecto por algśn palurdo de la aldea inmediata, al cual va a hacer todos los dķas inocentes visitas que acabarįn Dios sabe cómo. Ya ve usted que esto no vale la pena ni de decirlo; pero no encontrarį usted menos justo que yo la arroje de mi casa, mientras espero que sus elocuentes declamaciones me hayan desengańado del todo de ciertos miserables prejuicios a los que tengo la debilidad de atenerme aśn un poco.» «Ese sarcasmo es injusto--le he contestado--en un asunto como éste, en que se trata nada menos que de perder para siempre a una joven irreprochable; pero no es a mķ a quien toca justificarla, y no dudo que la seńora priora harį el sacrificio de su modestia a un interés tan precioso; ella conoce el motivo que conduce todos los dķas a Adela a la aldea, y la ironķa ha encontrado, sin saberlo, la expresión justa cuando ha calificado de inocentes visitas el viaje oficioso de la caridad.» La priora estaba presente y a mķ me extrańaba que no me hubiese ya interrumpido. ”Figśrate mi dolorosa sorpresa cuando al fijar mis ojos en ella vi que los suyos estaban humedecidos por las lįgrimas y que me miraba con un aire inquieto, como para penetrar mi intención y adivinar lo que yo habķa querido decir: «”Qué, seńora!--ańadķ--, æno iba por orden de usted para llevar algśn encargo de usted?...» Un signo negativo... y ni una palabra, como si la hubiera costado demasiado condenarla mįs positivamente. Confieso que no esperaba semejante golpe y que hube de salir para ocultar mi desesperación y mi confusión. Me interné en el bosque sin saber a ciencia cierta a dónde iba, pero impaciente por alejarme del lugar que dejaba y por quedarme solo con mis pensamientos; hubiera sido dichoso en aquel momento si hubiera podido aislarme también de mis pensamientos, y si hubiese bastado un acto de voluntad para borrar el pasado. En fin, sea que la casualidad lo hubiese decidido asķ, sea que me hubiese dirigido hacia aquel punto sin darme cuenta de mi deseo, me encontré cerca de la aldea a donde tenķa costumbre de acompańar a Adela y reconocķ la miserable choza donde tantas veces la viera entrar. Me era tan fįcil informarme exactamente en aquel lugar, tenķa yo una necesidad tan grande de quedar tranquilizado--o convencido, porque mi alma tiene mayor energķa para la desgracia que para la incertidumbre--, estaban tan comprometidos mi vida y mi honor en aquel misterio, que no vacilé en entrar en aquella pobre casa, sin pensar siquiera en la impresión que podrķa producir en el estado de agitación en que me hallaba. La familia estaba reunida en una habitación bastante espaciosa, y todo anunciaba la indigencia. Un anciano de aspecto respetable estaba acostado en un rincón sobre una tarima cubierta de paja, y a su lado una mujer, también vieja, le hacķa beber un brebaje y volvķa de cuando en cuando la cabeza para enjugar una lįgrima. Una nińa de diez o doce ańos habķa dejado su rueca para tapar las piernas del enfermo con un trozo de alfombra vieja que le servķa de manta. Dos o tres nińos indiferentes a aquel espectįculo, jugaban sobre el umbral de la puerta a los rayos del sol poniente, con una alegrķa tan llena de franqueza y de despreocupación, que se me oprimió el corazón. Me senté al extremo de un banco roto y traté de recoger mis ideas para saber lo que tenķa que decir; pero cuanto mayor era la impaciencia de saber la verdad de todo lo que me inquietaba, mayor era también el temor de saber algo que pudiese destruir todas mis ilusiones a la vez. Estaba arrepentido de haber ido. Por fin me decidķ y pregunté a aquella buena mujer si tenķa hijos. Me parecķa que sentirķa menos el golpe que esperaba si lo iba recibiendo poco a poco. «”Ay!--me respondió--, no tenemos mįs que uno que es para nosotros un continuo motivo de disgusto. Dios le ha dado una terrible desgracia. Estį enfermo de epilepsia desde la edad de diez y ocho ańos y no puede trabajar. Los médicos han renunciado a curarle--ańadió llorando--, y esto ha aumentado su tristeza, con lo cual aun ha empeorado. Tenķa también una hija que estaba casada, pero su marido fue muerto en la guerra cuando iba ascender a suboficial, y ella pronto harį también seis meses que murió. Estos nińos son suyos.» Los nińos se habķan agrupado detrįs de mķ. «Es una desgracia muy grande--le dije yo--, pero al menos a usted la socorren. Yo creo que esta aldea pertenece al seńor de Montbreuse, y que el castillo es suyo también. Es un hombre sensible y caritativo que no deja padecer a los pobres.» La mujer no dijo nada, pero me miró con extrańeza, y sin hablar de Montbreuse empezó a bendecir a las buenas almas que la amparaban. Los nombres de la seńora priora y de Adela, estrechamente unidos en un reconocimiento, acudieron muchas veces a sus labios con tal convicción que yo no podķa dudar de su sinceridad. Después de haber dejado lo poco que contenķa mi portamonedas en aquella triste mansión de la indigencia, salķ un poco mįs tranquilo, pero aun sintiendo mucha incertidumbre. A cierta distancia de la casa, ya cerca del bosque, vi a un hombre de elevada estatura, cuyo rostro denunciaba unos treinta ańos, pįlido, con la cabeza inclinada, los brazos caķdos y los hombros cubiertos de largos cabellos negros. Al mirarle mįs atentamente, vi en sus ojos extraviados un aire de melancolķa sombrķa que me hizo comprender que se trataba del hijo de los infortunados que acababa de dejar. «æQué tal, amigo mķo--le dije--, te encuentras ahora mejor?» «”Oh! yo creo que estaré mejor--contestó--cuando los įrboles cambien la hoja, y cuando los prados vuelvan a verdear como antes; pero, me parece que por esta vez no habrį primavera. El sol es blanco y frķo, las flores no tienen fuerza para abrirse y no se oyen en el campo mįs que pajarillos piando en los breńales. ”Antes habķa un aire tan dulce, tan agradable cuando empezaba a caer la tarde y me gustaba tanto cuando agitaba mis cabellos! Ahora son brisas que lo secan todo y me espanta el ruido que hacen cuando rechinan en las ramas muertas. Si yo pudiese solamente volver a ver una primavera como las de mi juventud, me parece que me curarķa, pero no las veré ya.» Quise hablarle de Adela y me interrumpió poniendo un dedo sobre sus labios. «No hay que nombrarla tan alto--me dijo--, podrķa desvanecerse. Los įngeles no hacen mįs que pasar sobre la tierra. Jamįs se les ha visto envejecer. ”Dios los envķa alguna vez para consolar a los pobres y a los enfermos, pero los vuelve a llamar pronto a su lado! Cuando mueren, lo hacen con una sonrisa de alegrķa, porque les place volver al sitio de donde han venido. Si usted encuentra alguno por casualidad, tenga cuidado de no perderlo de vista ni un momento, porque ya no volverķa a verlo.» Cuando acababa este discurso se habķa arrodillado sobre una roca en actitud de orar. Me alejé de allķ sin que él se diese cuenta, reflexionando sobre todas mis emociones del dķa, e incierto aśn sobre lo que debķa hacer, pero bien persuadido de la inocencia de Adela. Cuando regresaba al castillo de Valency, la vi que se dirigķa lentamente hacia el vestķbulo, por el lado de la escalera que conduce a su habitación. Corrķ hacia ella y, asiéndola bruscamente de un brazo, la arrastré, sin decirle ni una palabra, hasta el salón donde aśn estaban todos reunidos. Sin preocuparme de lo que pensarķan ante mi actitud, la presenté ante ellos gritando: «Hable usted, seńorita, y justifķquese de las sospechas que su conducta ha despertado. Si usted va todos los dķas a la aldea del bosque es, efectivamente, para llevar socorros, porque yo acabo de comprobarlo; pero diga usted cómo es posible que, siendo dados esos socorros en nombre de la seńora priora, ella lo niegue, y qué secreto hay en todo eso.» Después me he dejado caer en un sillón y he cubierto mis ojos con una mano, temblando de impaciencia por saber lo que ella contestarķa. Mientras tanto, Adela se habķa arrojado a las rodillas de la priora que regaba con sus lįgrimas. «Perdone usted que me haya atrevido a servirme de su nombre. Al fin y al cabo eran sus beneficios de usted los que yo repartķa, porque todo lo que poseo es de usted; pero, conmovida ante las desgracias de una pobre familia y no queriendo aumentar mįs aśn sus cargas, que hartas limosnas hace usted, he acudido a mis recursos para gozar también del placer de hacer bien. æNo hubiera sido una injusticia que recogiese yo todo el fruto robįndole un reconocimiento al cual sólo usted es acreedora? æQué podrķa hacer yo por los desgraciados si usted no hubiese hecho tanto por mķ?» ”De qué peso no libró a mi pecho aquella explicación! Todos estaban emocionados, cohibidos; mi madre, el seńor de Montbreuse, Eudoxia misma, guardaban un silencio respetuoso. Tal es el imperio de la bondad y de la inocencia. No habķa ni una de aquellas almas soberbias que no se humillase involuntariamente ante aquella joven un momento antes despreciada. En cuanto a la seńora Adelaida, habķa levantado a Adela, e incapaz de expresar de otro modo su alegrķa, sollozaba estrechįndola contra su corazón, mientras que Adela, confusa, ocultaba entre sus brazos su rubor modesto y su conmovedora emoción. ”Con qué sańa hubiera podido yo devolver las sangrientas ironķas con que poco antes me habķan asaeteado si hubiera querido aprovecharme de la ventaja que la situación me daba! pero pude contener mi justa indignación, o, mejor dicho, me limité a expresarla por un silencio absoluto. Montbreuse, en quien veo a un hombre de bien, pero a quien una austeridad exagerada de principios, fortificada quizį por algśn orgullo natural, hace con frecuencia escéptico sobre la virtud, me ha demostrado, no obstante, con un apretón de manos, que estaba satisfecho de mķ. En fin, mi madre, después de algunas palabras triviales, ha pedido su coche y yo la he acompańado. La turbación de su actitud, del embarazo en que la veķa, una palabra pronunciada al azar, me han dado lugar a creer que era aquél el momento de enterarla de lo que necesariamente habķa de saber mįs pronto o mįs tarde. Le he hablado de Eudoxia y le he dicho con firmeza que nunca serķa mi esposa. Sea que hubiese juzgado bien de las disposiciones de mi madre, sea que le impusiera el tono resuelto de mi voz, insistió menos aśn de lo que yo pensaba, y todo me hace esperar que no violentarį mis aficiones. Un asunto indispensable me llama a la ciudad. La fortuna propia de mi madre depende de un pleito que se verį dentro de pocos dķas y que me ha encargado continśe yo. Mis intereses personales no me hubiesen arrancado de aquķ en estas circunstancias, y no sé qué terror involuntario... Las ideas supersticiosas a las que me entrego desde hace algśn tiempo, te inspirarķan verdadera lįstima. _8 de junio._ La ciudad me inspira tal disgusto, que la he abandonado tan pronto como me ha sido posible volver a mi vida solitaria. Otros sentimientos han contribuido a apresurar mi regreso. Sentķa impaciencia por volver a ver a Adela y por buscar los medios de no separarme ya de ella. Los dķas del hombre transcurren tan rįpidamente, que no hay mįs que una preocupación bien inexplicable que pueda distraernos del cuidado de embellecerlos. El proceso de mi madre yo lo veķa claro, lo que no ha sido obstįculo para que lo perdiese con todos los pronunciamientos, de modo que ha quedado completamente arruinada. Yo le he ofrecido toda mi fortuna y le he hecho un homenaje que me ha costado bien poco. De ahora en adelante podrį disponer de ella sin responsabilidad, sin obstįculo; esto es un sacrificio, pero hay ciertamente sacrificios que son placeres. æQué necesidad tengo yo de lo superfluo, de la opulencia? Yo soy un rico de gustos sencillos y de deseos moderados. Una finca cómoda que produzca un poco mįs de lo necesario, un jardķn no muy vasto, pero bien ordenado; un bosque, tampoco no muy grande, por el cual pueda pasear mis ensueńos; una casita modesta, lo que no impide que pueda ser elegante; y a mi alrededor una hermosa naturaleza, una variedad pintoresca de sitios solitarios, una campińa fecunda que pueda nutrir a sus habitantes, y, si es posible, que me sea dable aliviar la miseria que vea; æqué hace falta mįs para ser dichoso? Mi imaginación no entra para nada en este deseo. Yo soy bastante rico para elegir, y ésa es la elección que hago. Ańade a esta perspectiva una esposa como Adela, un amigo como Eduardo, o, mejor dicho, mi Adela y mi Eduardo, ellos mismos, porque no hay otros para mi corazón, y tendrįs una idea de mi retiro encantado, del Edén que espero. Olvidaba decirte que el contrincante de mi madre es uno de mis parientes lejanos, el viejo conde de Seligny, que con tanta distinción sirvió en nuestro ejército. Este hombre verdaderamente venerable me ha demostrado un interés casi paternal del cual me siento orgulloso. Me ha dicho también que si mi madre no se hubiese dejado engańar por las gentes que la rodean, él la hubiera dejado la mayor parte de las fincas litigiosas, pero que, a pesar de lo ocurrido, no habķa cambiado de manera de pensar y que estaba dispuesto a verla, ya fuese para proponerla un arreglo, ya sea para ajustar los lazos que las disensiones habķan rebajado en demasķa. Ha ańadido que podrķa ser muy bien que yo no fuese extrańo a su plan, pero que esta śltima clįusula estaba subordinada a ciertos informes que tenķa que recoger en una aldea de los alrededores. Hemos hecho, pues, el viaje juntos, hablando con calor de nuestros hechos de armas, de las batallas en que nos hemos encontrado, de los vicios de nuestra organización militar y de los motivos que han hecho esta guerra, de la cual hemos sido actores, tan desastrosamente inśtil. El seńor de Seligny razona de estas cosas con un sentido recto y justo, y sus opiniones han rectificado singularmente las mķas sobre muchos hechos acerca de los cuales algśn dķa tendré ocasión de hablarte. Al pasar por delante del castillo de Eudoxia me he abalanzado a la ventanilla para ver la ventana de la habitación de Adela, en el įngulo del edificio. Me ha molestado no verla, como si ella supiese que yo tenķa que pasar por allķ. Hoy ya no podré verla porque hemos llegado demasiado tarde, y, ademįs, tengo demasiado que hacer para poder permitirme una hora de ausencia; y, no obstante, necesitarķa una de sus miradas para disipar los terrores que me persiguen desde que me separé de ella. ”Dios mķo, abreviad esta noche! _9 de junio._ Eduardo, æqué han hecho de mķ? todas mis ilusiones han quedado destruidas... Mi corazón ha sido cruelmente herido... No necesito ya mįs, Eduardo, que una fosa en la que pueda dormir eternamente; porque es el sueńo de la nada el que yo imploro. ”Quiera el cielo ahorrarme el cruel beneficio de una inmortalidad que eternizarķa mi dolor y mi humillación!... He aquķ lo que me han dicho en el castillo de Valency; æpor qué no habrķa de comunicįrtelo frķamente?... La tal Adela me ha engańado; asķ, al menos, me lo han dicho. ”Desgraciado de mķ! Es imposible dudarlo, pero tś también buscarķas algunos razonamientos para no creerlo. Amaba en secreto a uno de los domésticos de Montbreuse, un hombre vil, innoble, odioso, en el cual yo nunca me habķa fijado. æNo es sorprendente que esto me haya pasado inadvertido, a mķ, cuyo corazón se alarma tan fįcilmente? æMe hubiera hecho traición si yo la hubiese amado con menos confianza, con menos abandono? Ella, no obstante, me amaba... æcómo ha podido dar este espantoso premio a mi ternura? Las almas mįs frķas se hubieran confiado como la mķa. El mismo Montbreuse ha dicho que no esperaba esto. Candor celeste de la virtud, æno eres mįs que una quimera? Ese doméstico ha pedido su sueldo y al dķa siguiente han partido para ir a casarse a otro sitio; esta atención tengo que agradecerle: es todo lo que ha hecho por mķ. Asķ, de pronto, nada parece mįs falso que lo que te estoy diciendo. Darķa mi vida por creer que, efectivamente, es falso, que ella es inocente; ”serķa tan dulce morir con esta idea! Ha partido sin avisar a nadie; hubiera tenido que avergonzarse demasiado. No ha visto siquiera a su madrina, a su madrina que tanto la llora. Yo no la lloro, la indignación no llora; la llorarķa si hubiese muerto. Hace cinco dķas que partieron; no hay nadie en la aldea que no los viese. Para cerciorarme mįs he enviado a Latour y le han dicho que la habķan reconocido; llevaba un velo puesto, pero con la cara destapada; los nińos la siguieron con la mirada hasta el bosque. Me parece que la venganza me aliviarķa; pero, æqué venganza puede tomar un hombre como yo?... ”Un hombre como yo!... ”Maldición!... Quizįs es eso lo que ella ha temido y se ha arrojado en brazos de un igual suyo para escapar de un hombre como yo. æQué habķa hecho yo para merecer semejante ultraje? ”Ah! ”si ella supiese lo que cuesta verse abandonado, buscar lo que se amaba y no volverlo a encontrar! ”Cuįn agradecido le estarķa si con una puńalada por detrįs--ese cobarde asesinato no tendrķa nada de temerario para la mano de una mujer--se hubiera dignado evitarme los tormentos que me devoran! Si ella pudiese verme un momento, si conociese el menor de mis dolores, se verķa obligada a confesar que el odio mįs implacable... ”Una noche tranquila, silenciosa, bella y encantadora para los dichosos! ”Sólo yo destruyo esta inmensa armonķa! ”Yo solo, perdido, abandonado, olvidado de Dios, que me ha retirado su protección! _10 de junio._ Todo contribuye a amargar, a envenenar mi desesperación. Es espantoso enterarme de circunstancias que nunca nos hubiéramos atrevido a prever ni a desear, circunstancias que hubieran superado a nuestros mayores deseos, sucederse, multiplicarse a nuestro alrededor, cuando todo nos estį prohibido, cuando de la dicha que ellas nos hubieran augurado no queda mįs que un recuerdo pesaroso. Figśrate tś que el seńor de Seligny es el padre de la infortunada de quien Adela recibió la vida. El matrimonio de Evrard y de Angélica estaba ya decidido, y, sin la infame perfidia de Maugis, esta familia vivirķa dichosa. Apenas entrado en posesión de sus bienes, el conde creyó que nada podrķa hacer mįs agradable a la memoria de su infortunada hija que dedicar al fruto de su unión toda la ternura que antes habķa tenido para ella y consagrar sus derechos de heredera por una adopción solemne. Estaba dispuesto a recuperarla de las manos en que la confiara, a restituirle las ventajas de su nacimiento y de su fortuna y a reparar a fuerza de carińo las penas de su infancia. Ademįs, habķa pensado que mi padre no vacilarķa, en estas condiciones, a acceder a mi unión con Adela. Ella habķa, en efecto, consentido, y aquella misma noche debķan llamarme para informarme del proyecto. El conde también estaba en mi casa y figśrate con qué golpe imprevisto herķ al pobre anciano cuando, con el corazón y los ojos llenos de lįgrimas, sofocado por la vergüenza y el dolor, me abracé a sus rodillas gritando: «Renuncie usted, renuncie usted a un proyecto que la ingrata ha tirado por tierra, a una esperanza que ha desvanecido con su conducta. ”Adela no es digna de su padre ni de su amante! Ama a otro hombre y ya es su esposa.» No hay expresión que pueda dar idea de la amargura de mi corazón al repetir los detalles que tś ya conoces. Me parecķa que no pronunciaba una palabra en la cual no estuviese escrita mi sentencia, y hubiera deseado que mi pecho se rompiese para evitarme el horror de la humillante revelación. Su padre--”qué rubor se ha elevado sobre su venerable frente!--confundķa sus lįgrimas con las mķas y sollozaba en mis brazos. «Gastón--me ha dicho después de un largo silencio--, no habré perdido mįs que a Adela. No por eso dejarį usted de ser mi hijo. Los lazos que me retenķan a la tierra se han roto. Ahora es śnicamente usted el que me retiene. Prométame que no abandonarį usted a su anciano padre y que le permitirį morir a su lado.» Yo he caķdo a sus pies y le he pedido su bendición. Mi madre también estaba conmovida y me ha besado. Yo dudaba que su sensibilidad, embotada por el comercio con espķritus mezquinos, pudiese renacer a las dulces emociones de la naturaleza. He encontrado en su beso toda el alma de una madre, y este descubrimiento me hubiera causado alegrķa, si yo aun hubiese sido capaz de sentirla. æPor qué Adela nos ha abandonado cuando ķbamos a ser tan felices? Yo sé, Eduardo, por qué nos ha abandonado. Porque no era a mķ a quien amaba. _11 de junio._ Yo, para quien Adela lo era todo; yo, que hubiera dado cien veces la vida por evitarle el mįs ligero disgusto, a mķ, en fin, es a quien ha sacrificado indignamente. ”Y es que ella no me amaba a mķ! Obstįculos que parecķan invencibles y de los que la misma imaginación se espanta, la distancia de nuestra posición, el tener que rehusar la mano de Eudoxia, las censuras de la gente, el orgullo de mi madre, su maldición tal vez; ”qué porvenir mįs siniestro y mįs amenazador! Todo se ha allanado, sin embargo, y yo, mįs desgraciado que antes, querrķa comprar al precio de toda mi sangre derramada gota a gota, uno de esos instantes de angustia que no supe apreciar. Querrķa volver a verte como te habķa visto, estrecharte, enlazarte entre mis brazos, desflorar con mis labios una de las trenzas de tus cabellos--querrķa oķr tan sólo el rumor de tus ropas al rozar con los matorrales, el ruido de tus pasos sobre las hojas secas, como cuando en el recodo de un sendero, ese ruido me anunciaba tu presencia--. ”Ay! ”yo querrķa que me fuese dable perseverar en el error, creer aśn en tu amor, no haberme desengańado! ”Si al menos perdiese la razón!--”Los que deliran se hacen unas ilusiones tan extravagantes! ”Quizįs asķ la verķa! _El mismo dķa._ Latour acaba de entrar en mi habitación. Ha creķdo ver al amante de Adela, al hombre que, segśn se dice, la ha hecho huir de aquķ. El miserable ha tratado de evitar sus miradas y se ha substraķdo a sus preguntas apelando a la fuga. Latour, a quien yo he informado de todo lo concerniente a Adela, persiste en dudar de su traición. ”Que no pueda yo dudar también! En ciertos momentos, no obstante, yo creo... ”Qué digo yo y cuįl no es mi ceguera! Estoy en el caso del viajero que por la noche pierde pie al borde de un abismo espantoso y se ase a lo primero que encuentra. Un débil arbusto, una mata de hierba, un junco, el punto de apoyo mįs falso y mįs incierto le basta para reconciliarse con la esperanza; pero bien pronto se le escapa todo a la vez y desaparece para siempre. _15 de junio._ Ven a mi lado, Eduardo, no te fatigaré mįs con mis pesares; un dķa, una hora algunos minutos lo han cambiado todo; soy mįs dichoso que nunca; sólo tu presencia falta a mi felicidad. Pero, æcómo contarte todo esto sin anticiparte los acontecimientos? ”Estos śltimos instantes estįn tan llenos de hechos y de emociones! Desde la partida de Adela, yo me habķa impuesto el fįcil deber de substituirla en la distribución de socorros a los enfermos de la choza; oficio bien agradable, Eduardo; esas buenas gentes la han visto también y no me hablaban mįs que con enternecimiento. Ayer, aniversario de un dķa bien doloroso, yo habķa ido a renovar, en la tumba de mi padre, la ceremonia de duelo, a la cual, ausente y condenado, no habķa podido asistir la primera vez. Latour debķa reemplazarme en mi visita a los pobres; volvió pronto y en un estado de gran agitación. Habķa encontrado en el camino a una de las nińas de la choza que venķa a buscarnos al seńor de Seligny y a mķ, de parte del seńor de Montbreuse moribundo. Yo no sé si te he dicho que, desde hace algunos dķas, el seńor de Montbreuse parecķa haberse retirado de la sociedad y que se habķa casi confinado en el castillo que posee cerca de aquķ; es mįs propio para alojar las aves de rapińa de la comarca, cuyos viejos torreones son un lugar de cita ordinario. Su ausencia estaba justificada, no obstante, con el pretexto de la caza. Ayer, al franquear un foso sobre el cual habķa apoyado su escopeta, se disparó ésta y el desgraciado Montbreuse recibió toda la carga en el pecho. Un criado y algunos campesinos lo trasladaron a la cabańa del epiléptico. Como yo aun tardarķa en llegar, el seńor de Seligny no quiso perder ni un momento y partió solo a ver al agonizante que, en efecto, parecķa expirar, pero, la exclamación involuntaria del seńor de Seligny, espantado, que profirió involuntariamente el nombre de Maugis al reconocerle, pareció despertarle por un instante del sueńo de la muerte. «”Maugis!--dijo el infeliz moviendo la cabeza con esfuerzo--; ”que Dios me perdone!...» «”Ay!... æpodrį perdonarle?...» Después quedó algśn tiempo sin movimiento y sin respiración, pero los cuidados que recibió del seńor de Seligny y de las gentes de la casa reanimaron un momento su vida y pareció querer hacer una revelación importante, sucediéndose sonidos inarticulados en sus labios: «Adela», dijo. «Sķ, ya lo sé», contestó el seńor de Seligny tratando de evitarle la dificultad de las explicaciones difķciles. «Adela--continuó Montbreuse--, la hija de Angélica...» «Ya lo sé.» «Adela, la mįs pura, la mįs virtuosa de las criaturas...» «æY bien?» «Adela, inocente, digna de usted, digna de él... estį secuestrada por orden mķa...» Maugis no pudo acabar. No te contaré todas mis angustias de aquella noche. El criado de Montbreuse, a quien Latour habķa estado a punto de sorprender, informado de la muerte de su seńor, ha venido esta mańana a mi casa y me lo ha confesado todo. Montbreuse habķa urdido esta infame traición con el pretexto de servir los intereses de Eudoxia, que probablemente era extrańa a sus manejos; ella habķa podido creer y, por consiguiente, habķa tratado de probar a Adela que era una gran desgracia para ella autorizar mi amor, que yo serķa mįs dichoso si ella se alejaba de mķ y yo la olvidaba--porque se figuraban que yo la olvidarķa--, que todo la obligaba, en fin, a entrar, hasta nueva orden, en un establecimiento religioso donde vivirķa al abrigo de mis persecuciones. La misma priora aprobó el plan e indicó la casa donde podrķa refugiarse. Pero éstos no eran los planes de Maugis, que adoraba a Adela desde hacķa mucho tiempo y que no tomaba una parte activa en esta intriga mįs que para hacer una nueva vķctima. A alguna distancia del castillo, el carruaje cambió de dirección y condujo a Adela al castillo por caminos extraviados; la noche estaba muy adelantada y nadie lo advirtió. Allķ estį cautiva Adela, bajo una triple llave de la que ese doméstico es el śnico depositario, porque Montbreuse, fiel a su hipocresķa, afectaba aśn no comunicarse con Adela mįs que por medio de mensajes apasionados, y que era hoy cuando, por primera vez, debķa presentarse a sus ojos. A la noticia de esta visita, Adela exclamó: «”Que ese monstruo no venga aquķ, porque me encontrarį muerta!» Ya ves, Eduardo, si soy dichoso y si Adela es digna de mķ. Ella no habķa consentido en recluirse mįs que por deferencia a su madrina, cuya ternura y buenas intenciones no podķa desconocer, y por su carińo abnegado hacia mķ, que la he calumniado. ”Olvida, olvida mis indignas sospechas! No te extrańe que emplee todo este tiempo escribiéndote antes de que me sea devuelta. æQué harķa para distraer mi impaciencia mientras espero la dicha? Es preciso, antes de que me sea devuelta, que yo me ocupe de ella, y es a su abuelo--he debido respetar esas conmovedoras conveniencias--a quien corresponde sacarla de su prisión. ”Juzga la lentitud con que transcurren los instantes esta tarde! Pero no cerraré mi carta--un carruaje entra en la avenida. ”Inexpresable felicidad!--”Adela, mi padre, amigo mķo, venid todos! ”Ven, Eduardo, ven a mi lado! LATOUR A EDUARDO DE MILLANGES _El mismo dķa._ Sķ, seńor, venga, no pierda un minuto, mi pobre amo tiene necesidad de usted. El le ha escrito su felicidad, pero no sabķa... Yo he acompańado al seńor Seligny al castillo. Hemos subido al piso en que se encontraba encerrada la seńorita Evrard, que es el mįs alto de la casa. Apenas ha oķdo la llave girar en la cerradura, ha lanzado un grito de horror. «”Adela, Adela!», ha dicho el seńor de Seligny fuera de sķ. Hemos entrado. La habitación estaba vacķa. De pronto se me ocurre una idea. La ventana estį abierta y me abalanzo a ella. ”Qué cuadro, seńor Eduardo! La infortunada habķa creķdo oķr a Maugis. ”Y ella habķa dicho que morirķa si se presentaba a ella! No hay esperanza ninguna; estį muerta. ”Pobre padre! ”Y él sobre todo! ”Conciba usted su desesperación! ”Venga, venga, seńor Eduardo! sólo usted quizįs... Pero, æqué ruido es ése?... æserį que...? ”Ah! Dios todopoderoso, æqué os hemos hecho para atraer hasta ese punto vuestra cólera? ”Ay, seńor Eduardo, no venga usted! FIN NOTAS: [A] Es inśtil recordar al lector que esto fue escrito en el reinado de Napoleón. [B] Este prefacio fue compuesto para la primera edición de _Adela_. End of Project Gutenberg's El pintor de Salzburgo, by Charles Nodier *** END OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK EL PINTOR DE SALZBURGO *** ***** This file should be named 29105-8.txt or 29105-8.zip ***** This and all associated files of various formats will be found in: http://www.gutenberg.org/2/9/1/0/29105/ Produced by This ebook was produced by Chuck Greif & the Online Distributed Proofreading Team at http://www.pgdpcanada.net Updated editions will replace the previous one--the old editions will be renamed. Creating the works from public domain print editions means that no one owns a United States copyright in these works, so the Foundation (and you!) can copy and distribute it in the United States without permission and without paying copyright royalties. Special rules, set forth in the General Terms of Use part of this license, apply to copying and distributing Project Gutenberg-tm electronic works to protect the PROJECT GUTENBERG-tm concept and trademark. Project Gutenberg is a registered trademark, and may not be used if you charge for the eBooks, unless you receive specific permission. If you do not charge anything for copies of this eBook, complying with the rules is very easy. You may use this eBook for nearly any purpose such as creation of derivative works, reports, performances and research. They may be modified and printed and given away--you may do practically ANYTHING with public domain eBooks. Redistribution is subject to the trademark license, especially commercial redistribution. *** START: FULL LICENSE *** THE FULL PROJECT GUTENBERG LICENSE PLEASE READ THIS BEFORE YOU DISTRIBUTE OR USE THIS WORK To protect the Project Gutenberg-tm mission of promoting the free distribution of electronic works, by using or distributing this work (or any other work associated in any way with the phrase "Project Gutenberg"), you agree to comply with all the terms of the Full Project Gutenberg-tm License (available with this file or online at http://gutenberg.org/license). Section 1. General Terms of Use and Redistributing Project Gutenberg-tm electronic works 1.A. By reading or using any part of this Project Gutenberg-tm electronic work, you indicate that you have read, understand, agree to and accept all the terms of this license and intellectual property (trademark/copyright) agreement. If you do not agree to abide by all the terms of this agreement, you must cease using and return or destroy all copies of Project Gutenberg-tm electronic works in your possession. If you paid a fee for obtaining a copy of or access to a Project Gutenberg-tm electronic work and you do not agree to be bound by the terms of this agreement, you may obtain a refund from the person or entity to whom you paid the fee as set forth in paragraph 1.E.8. 1.B. "Project Gutenberg" is a registered trademark. It may only be used on or associated in any way with an electronic work by people who agree to be bound by the terms of this agreement. There are a few things that you can do with most Project Gutenberg-tm electronic works even without complying with the full terms of this agreement. See paragraph 1.C below. There are a lot of things you can do with Project Gutenberg-tm electronic works if you follow the terms of this agreement and help preserve free future access to Project Gutenberg-tm electronic works. See paragraph 1.E below. 1.C. The Project Gutenberg Literary Archive Foundation ("the Foundation" or PGLAF), owns a compilation copyright in the collection of Project Gutenberg-tm electronic works. Nearly all the individual works in the collection are in the public domain in the United States. If an individual work is in the public domain in the United States and you are located in the United States, we do not claim a right to prevent you from copying, distributing, performing, displaying or creating derivative works based on the work as long as all references to Project Gutenberg are removed. Of course, we hope that you will support the Project Gutenberg-tm mission of promoting free access to electronic works by freely sharing Project Gutenberg-tm works in compliance with the terms of this agreement for keeping the Project Gutenberg-tm name associated with the work. You can easily comply with the terms of this agreement by keeping this work in the same format with its attached full Project Gutenberg-tm License when you share it without charge with others. 1.D. The copyright laws of the place where you are located also govern what you can do with this work. Copyright laws in most countries are in a constant state of change. If you are outside the United States, check the laws of your country in addition to the terms of this agreement before downloading, copying, displaying, performing, distributing or creating derivative works based on this work or any other Project Gutenberg-tm work. The Foundation makes no representations concerning the copyright status of any work in any country outside the United States. 1.E. Unless you have removed all references to Project Gutenberg: 1.E.1. The following sentence, with active links to, or other immediate access to, the full Project Gutenberg-tm License must appear prominently whenever any copy of a Project Gutenberg-tm work (any work on which the phrase "Project Gutenberg" appears, or with which the phrase "Project Gutenberg" is associated) is accessed, displayed, performed, viewed, copied or distributed: This eBook is for the use of anyone anywhere at no cost and with almost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away or re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included with this eBook or online at www.gutenberg.org 1.E.2. If an individual Project Gutenberg-tm electronic work is derived from the public domain (does not contain a notice indicating that it is posted with permission of the copyright holder), the work can be copied and distributed to anyone in the United States without paying any fees or charges. If you are redistributing or providing access to a work with the phrase "Project Gutenberg" associated with or appearing on the work, you must comply either with the requirements of paragraphs 1.E.1 through 1.E.7 or obtain permission for the use of the work and the Project Gutenberg-tm trademark as set forth in paragraphs 1.E.8 or 1.E.9. 1.E.3. If an individual Project Gutenberg-tm electronic work is posted with the permission of the copyright holder, your use and distribution must comply with both paragraphs 1.E.1 through 1.E.7 and any additional terms imposed by the copyright holder. Additional terms will be linked to the Project Gutenberg-tm License for all works posted with the permission of the copyright holder found at the beginning of this work. 1.E.4. Do not unlink or detach or remove the full Project Gutenberg-tm License terms from this work, or any files containing a part of this work or any other work associated with Project Gutenberg-tm. 1.E.5. Do not copy, display, perform, distribute or redistribute this electronic work, or any part of this electronic work, without prominently displaying the sentence set forth in paragraph 1.E.1 with active links or immediate access to the full terms of the Project Gutenberg-tm License. 1.E.6. You may convert to and distribute this work in any binary, compressed, marked up, nonproprietary or proprietary form, including any word processing or hypertext form. However, if you provide access to or distribute copies of a Project Gutenberg-tm work in a format other than "Plain Vanilla ASCII" or other format used in the official version posted on the official Project Gutenberg-tm web site (www.gutenberg.org), you must, at no additional cost, fee or expense to the user, provide a copy, a means of exporting a copy, or a means of obtaining a copy upon request, of the work in its original "Plain Vanilla ASCII" or other form. Any alternate format must include the full Project Gutenberg-tm License as specified in paragraph 1.E.1. 1.E.7. Do not charge a fee for access to, viewing, displaying, performing, copying or distributing any Project Gutenberg-tm works unless you comply with paragraph 1.E.8 or 1.E.9. 1.E.8. You may charge a reasonable fee for copies of or providing access to or distributing Project Gutenberg-tm electronic works provided that - You pay a royalty fee of 20% of the gross profits you derive from the use of Project Gutenberg-tm works calculated using the method you already use to calculate your applicable taxes. The fee is owed to the owner of the Project Gutenberg-tm trademark, but he has agreed to donate royalties under this paragraph to the Project Gutenberg Literary Archive Foundation. Royalty payments must be paid within 60 days following each date on which you prepare (or are legally required to prepare) your periodic tax returns. Royalty payments should be clearly marked as such and sent to the Project Gutenberg Literary Archive Foundation at the address specified in Section 4, "Information about donations to the Project Gutenberg Literary Archive Foundation." - You provide a full refund of any money paid by a user who notifies you in writing (or by e-mail) within 30 days of receipt that s/he does not agree to the terms of the full Project Gutenberg-tm License. You must require such a user to return or destroy all copies of the works possessed in a physical medium and discontinue all use of and all access to other copies of Project Gutenberg-tm works. - You provide, in accordance with paragraph 1.F.3, a full refund of any money paid for a work or a replacement copy, if a defect in the electronic work is discovered and reported to you within 90 days of receipt of the work. - You comply with all other terms of this agreement for free distribution of Project Gutenberg-tm works. 1.E.9. If you wish to charge a fee or distribute a Project Gutenberg-tm electronic work or group of works on different terms than are set forth in this agreement, you must obtain permission in writing from both the Project Gutenberg Literary Archive Foundation and Michael Hart, the owner of the Project Gutenberg-tm trademark. Contact the Foundation as set forth in Section 3 below. 1.F. 1.F.1. Project Gutenberg volunteers and employees expend considerable effort to identify, do copyright research on, transcribe and proofread public domain works in creating the Project Gutenberg-tm collection. Despite these efforts, Project Gutenberg-tm electronic works, and the medium on which they may be stored, may contain "Defects," such as, but not limited to, incomplete, inaccurate or corrupt data, transcription errors, a copyright or other intellectual property infringement, a defective or damaged disk or other medium, a computer virus, or computer codes that damage or cannot be read by your equipment. 1.F.2. LIMITED WARRANTY, DISCLAIMER OF DAMAGES - Except for the "Right of Replacement or Refund" described in paragraph 1.F.3, the Project Gutenberg Literary Archive Foundation, the owner of the Project Gutenberg-tm trademark, and any other party distributing a Project Gutenberg-tm electronic work under this agreement, disclaim all liability to you for damages, costs and expenses, including legal fees. YOU AGREE THAT YOU HAVE NO REMEDIES FOR NEGLIGENCE, STRICT LIABILITY, BREACH OF WARRANTY OR BREACH OF CONTRACT EXCEPT THOSE PROVIDED IN PARAGRAPH F3. YOU AGREE THAT THE FOUNDATION, THE TRADEMARK OWNER, AND ANY DISTRIBUTOR UNDER THIS AGREEMENT WILL NOT BE LIABLE TO YOU FOR ACTUAL, DIRECT, INDIRECT, CONSEQUENTIAL, PUNITIVE OR INCIDENTAL DAMAGES EVEN IF YOU GIVE NOTICE OF THE POSSIBILITY OF SUCH DAMAGE. 1.F.3. LIMITED RIGHT OF REPLACEMENT OR REFUND - If you discover a defect in this electronic work within 90 days of receiving it, you can receive a refund of the money (if any) you paid for it by sending a written explanation to the person you received the work from. If you received the work on a physical medium, you must return the medium with your written explanation. The person or entity that provided you with the defective work may elect to provide a replacement copy in lieu of a refund. If you received the work electronically, the person or entity providing it to you may choose to give you a second opportunity to receive the work electronically in lieu of a refund. If the second copy is also defective, you may demand a refund in writing without further opportunities to fix the problem. 1.F.4. Except for the limited right of replacement or refund set forth in paragraph 1.F.3, this work is provided to you 'AS-IS' WITH NO OTHER WARRANTIES OF ANY KIND, EXPRESS OR IMPLIED, INCLUDING BUT NOT LIMITED TO WARRANTIES OF MERCHANTIBILITY OR FITNESS FOR ANY PURPOSE. 1.F.5. Some states do not allow disclaimers of certain implied warranties or the exclusion or limitation of certain types of damages. If any disclaimer or limitation set forth in this agreement violates the law of the state applicable to this agreement, the agreement shall be interpreted to make the maximum disclaimer or limitation permitted by the applicable state law. The invalidity or unenforceability of any provision of this agreement shall not void the remaining provisions. 1.F.6. INDEMNITY - You agree to indemnify and hold the Foundation, the trademark owner, any agent or employee of the Foundation, anyone providing copies of Project Gutenberg-tm electronic works in accordance with this agreement, and any volunteers associated with the production, promotion and distribution of Project Gutenberg-tm electronic works, harmless from all liability, costs and expenses, including legal fees, that arise directly or indirectly from any of the following which you do or cause to occur: (a) distribution of this or any Project Gutenberg-tm work, (b) alteration, modification, or additions or deletions to any Project Gutenberg-tm work, and (c) any Defect you cause. Section 2. Information about the Mission of Project Gutenberg-tm Project Gutenberg-tm is synonymous with the free distribution of electronic works in formats readable by the widest variety of computers including obsolete, old, middle-aged and new computers. It exists because of the efforts of hundreds of volunteers and donations from people in all walks of life. Volunteers and financial support to provide volunteers with the assistance they need, are critical to reaching Project Gutenberg-tm's goals and ensuring that the Project Gutenberg-tm collection will remain freely available for generations to come. In 2001, the Project Gutenberg Literary Archive Foundation was created to provide a secure and permanent future for Project Gutenberg-tm and future generations. To learn more about the Project Gutenberg Literary Archive Foundation and how your efforts and donations can help, see Sections 3 and 4 and the Foundation web page at http://www.pglaf.org. Section 3. Information about the Project Gutenberg Literary Archive Foundation The Project Gutenberg Literary Archive Foundation is a non profit 501(c)(3) educational corporation organized under the laws of the state of Mississippi and granted tax exempt status by the Internal Revenue Service. The Foundation's EIN or federal tax identification number is 64-6221541. Its 501(c)(3) letter is posted at http://pglaf.org/fundraising. Contributions to the Project Gutenberg Literary Archive Foundation are tax deductible to the full extent permitted by U.S. federal laws and your state's laws. The Foundation's principal office is located at 4557 Melan Dr. S. Fairbanks, AK, 99712., but its volunteers and employees are scattered throughout numerous locations. Its business office is located at 809 North 1500 West, Salt Lake City, UT 84116, (801) 596-1887, email [email protected]. Email contact links and up to date contact information can be found at the Foundation's web site and official page at http://pglaf.org For additional contact information: Dr. Gregory B. Newby Chief Executive and Director [email protected] Section 4. Information about Donations to the Project Gutenberg Literary Archive Foundation Project Gutenberg-tm depends upon and cannot survive without wide spread public support and donations to carry out its mission of increasing the number of public domain and licensed works that can be freely distributed in machine readable form accessible by the widest array of equipment including outdated equipment. Many small donations ($1 to $5,000) are particularly important to maintaining tax exempt status with the IRS. The Foundation is committed to complying with the laws regulating charities and charitable donations in all 50 states of the United States. Compliance requirements are not uniform and it takes a considerable effort, much paperwork and many fees to meet and keep up with these requirements. We do not solicit donations in locations where we have not received written confirmation of compliance. To SEND DONATIONS or determine the status of compliance for any particular state visit http://pglaf.org While we cannot and do not solicit contributions from states where we have not met the solicitation requirements, we know of no prohibition against accepting unsolicited donations from donors in such states who approach us with offers to donate. International donations are gratefully accepted, but we cannot make any statements concerning tax treatment of donations received from outside the United States. U.S. laws alone swamp our small staff. Please check the Project Gutenberg Web pages for current donation methods and addresses. Donations are accepted in a number of other ways including checks, online payments and credit card donations. To donate, please visit: http://pglaf.org/donate Section 5. General Information About Project Gutenberg-tm electronic works. Professor Michael S. Hart is the originator of the Project Gutenberg-tm concept of a library of electronic works that could be freely shared with anyone. For thirty years, he produced and distributed Project Gutenberg-tm eBooks with only a loose network of volunteer support. Project Gutenberg-tm eBooks are often created from several printed editions, all of which are confirmed as Public Domain in the U.S. unless a copyright notice is included. Thus, we do not necessarily keep eBooks in compliance with any particular paper edition. Most people start at our Web site which has the main PG search facility: http://www.gutenberg.org This Web site includes information about Project Gutenberg-tm, including how to make donations to the Project Gutenberg Literary Archive Foundation, how to help produce our new eBooks, and how to subscribe to our email newsletter to hear about new eBooks.

45,460 words • 757h 40m read

— End of El pintor de Salzburgo —

Book Information

Title
El pintor de Salzburgo
Author(s)
Nodier, Charles
Language
Spanish
Type
Text
Release Date
June 12, 2009
Word Count
45,460 words
Library of Congress Classification
PQ
Bookshelves
Browsing: Literature, Browsing: Fiction
Rights
Public domain in the USA.