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Cuentos y diálogos

Spanish 45,234 words 753h 54m read Nov 9, 2008

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The Project Gutenberg EBook of Cuentos y diįlogos, by Juan Valera

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The Project Gutenberg EBook of Cuentos y diįlogos, by Juan Valera This eBook is for the use of anyone anywhere at no cost and with almost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away or re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included with this eBook or online at www.gutenberg.org Title: Cuentos y diįlogos Author: Juan Valera Release Date: November 9, 2008 [EBook #27214] Language: Spanish Character set encoding: ISO-8859-1 *** START OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK CUENTOS Y DIĮLOGOS *** Produced by Chuck Greif and the Online Distributed Proofreading Team at DP Europe (http://dp.rastko.net) JUAN VALERA CUENTOS Y DIĮLOGOS SEVILLA: 1882 FRANCISCO ALVAREZ Y C.Ŗ, EDITORES Tetuįn 24. AL EXCMO. SR. D. ENRIQUE R. DE SAAVEDRA, DUQUE DE RIVAS. Mi querido amigo: Bien hubiera querido yo escribir algo nuevo expresamente para dedicįrselo a V., pero mi pobre ingenio estį marchito y seco desde hace dos o tres ańos, y empiezo a perder toda esperanza de que reverdezca y vuelva a florecer algśn dķa. En tan desengańada situación y urgiéndome pagar la deuda de la lindķsima _fantasķa_ que tuvo V. la bondad de dedicarme, me decido a dedicar a V. esta colección de CUENTOS Y DIĮLOGOS, que, si bien publicados antes aisladamente, salen hoy por vez primera reunidos en un tomo. Ahķ van _Parsondes_, que V. tanto celebra; _El pįjaro verde_, cuento vulgar que me contó con singular talento su seńora madre de usted y que yo no he hecho sino poner por escrito, procurando competir con Perrault, Andersen y Musaus; _El bermejino prehistórico_, que yo encuentro gracioso en fuerza de ser disparatado; y los diįlogos de _Asclepigenia y Gopa_, el primero de los cuales sigo creyendo que es lo mįs elegante y discreto, o si se quiere lo menos tonto, que he escrito en mi vida. Acoja V. con benignidad estas obrillas ligeras, sobre las cuales nada mįs se me ocurre que decir, pues las escribķ sin intención de enseńar y sólo con el fin de pasar el tiempo y de ver si lograba divertirme yo y divertir también a quien me leyese. Lo primero lo he conseguido. æPor qué no confesarlo? Como me quiero bien, me rķo a mķ mismo las gracias. Asķ es que CUENTOS Y DIĮLOGOS me han encantado al escribirlos y aun al leerlos y releerlos después de escritos. Ya esto es bastante triunfo, aunque el encanto de la diversión no pase de mķ ni se transmita a otros. Harto lo sentiré, pero me consolaré imaginando, porque el amor propio es muy sutil inventor, que si no me rķen las gracias los demįs es porque las tales gracias estįn disimuladas y escondidas en el texto, y asķ no las ve quien no le penetra y ahonda. Yo procuraré, en otra ocasión, poner las gracias, si las tengo, algo mįs superficiales. Entretanto, conténtese V. o mejor dicho no se disguste con esto que le dedico, pues bien sé yo que, si vale algo y si tiene chiste, V. habrį de hallarle, sin que tenga yo necesidad de indicar dónde estį lo chistoso para que V. lo rķa. Créame V. siempre su buen amigo _J. Valera_. Lisboa 20 de Febrero de 1882. ĶNDICE El pįjaro verde Parsondes El bermejino prehistórico o las salamandras azules Asclepigenia Gopa Santa EL PĮJARO VERDE. I. Hubo, en época muy remota de esta en que vivimos, un poderoso Rey, amado con extremo de sus vasallos, y poseedor de un fertilķsimo, dilatado y populoso reino, allį en las regiones de Oriente. Tenķa este Rey inmensos tesoros y daba fiestas espléndidas. Asistķan en su corte las mįs gentiles damas y los mįs discretos y valientes caballeros que entonces habķa en el mundo. Su ejército era numeroso y aguerrido. Sus naves recorrķan como en triunfo el Océano. Los parques y jardines, donde solķa cazar y holgarse, eran maravillosos por su grandeza y frondosidad, y por la copia de alimańas y de aves que en ellos se alimentaban y vivķan. Pero æqué diremos de sus palacios y de lo que en sus palacios se encerraba, cuya magnificencia excede a toda ponderación? Allķ muebles riquķsimos, tronos de oro y de plata, y vajillas de porcelana, que era entonces menos comśn que ahora; allķ enanos, jigantes, bufones y otros monstruos para solaz y entretenimiento de S. M.; allķ cocineros y reposteros profundos y eminentes, que cuidaban de su alimento corporal, y allķ no menos profundos y eminentes filósofos, poetas y jurisconsultos, que cuidaban de dar pasto a su espķritu, que concurrķan a su consejo privado, que decidķan las cuestiones mįs arduas de derecho, que aguzaban y ejercitaban el ingenio con charadas y logogrifos, y que cantaban las glorias de la dinastķa en colosales epopeyas. Los vasallos de este Rey le llamaban con razón _el Venturoso_. Todo iba de bien en mejor durante su reinado. Su vida habķa sido un tejido de felicidades, cuya brillantez empańaba solamente con negra sombra de dolor la temprana muerte de la seńora Reina, persona muy cabal y hermosa a quien S. M. habķa querido con todo su corazón. Imagķnate, lector, lo que la llorarķa, y mįs habiendo sido él, por el mismo acendrado carińo que le tenķa, causa inocente de su muerte. Cuentan las historias de aquel paķs que ya llevaba el Rey siete ańos de matrimonio sin lograr sucesión, aunque vehementemente la deseaba, cuando ocurrieron unas guerras en paķs vecino. El Rey partió con sus tropas; pero antes se despidió de la seńora Reina con mucho afecto. Esta, dįndole un abrazo, le dijo al oķdo:--No se lo digas a nadie para que no se rķan si mis esperanzas no se logran, pero me parece que estoy en cinta. La alegrķa del Rey con esta nueva no tuvo lķmites, y como todo le sale bien al que estį alegre, él triunfó de sus enemigos en la guerra, mató por su propia mano a tres o cuatro reyes que le habķan hecho no sabemos qué mala pasada, asoló ciudades, hizo cautivos, y volvió cargado de botķn y de gloria a la hermosa capital de su monarquķa. Habķan pasado en esto algunos meses; asķ es que al atravesar el Rey con gran pompa la ciudad, entre las aclamaciones y el aplauso de la multitud y el repiqueteo de las campanas, la Reina estaba pariendo, y parió con felicidad y facilidad, a pesar del ruido y agitación y aunque era primeriza. ”Qué gusto tan pasmoso no tendrķa S. M. cuando, al entrar en la real cįmara, el comadrón mayor del reino le presentó a una hermosa princesa que acababa de nacer! El Rey dio un beso a su hija y se dirigió lleno de jśbilo, de amor y de satisfacción, al cuarto de la seńora Reina, que estaba en la cama tan colorada, tan fresca y tan bonita como una rosa de Mayo. --”Esposa mķa!--exclamó el Rey, y la estrechó entre sus brazos. Pero el Rey era tan robusto y era tan viva la efusión de su ternura, que sin mįs ni menos ahogó sin querer a la Reina. Entonces fueron los gritos, la desesperación y el llamarse a sķ propio animal, con otras elocuentes muestras de doloroso sentimiento. Mas no por esto resucitó la Reina, la cual, aunque muerta, estaba divina. Una sonrisa de inefable deleite se dirķa que aśn vagaba sobre sus labios. Por ellos, sin duda, habķa volado el alma envuelta en un suspiro de amor, y orgullosa de haber sabido inspirar carińo bastante para producir aquel abrazo. ”Qué mujer verdaderamente enamorada no envidiarį la suerte de esta Reina! El Rey probó el mucho carińo que le tenķa, no sólo en vida de ella, sino después de su muerte. Hizo voto de viudez y de castidad perpetuas, y supo cumplirle. Mandó componer a los poetas una corona fśnebre, que aun dicen que se tiene en aquel reino como la mįs preciosa joya de la literatura nacional. La corte estuvo tres ańos de luto. Del mausoleo que se levantó a la Reina sólo fue posteriormente el de Caria un mezquino remedo. Pero como, segśn dice el refrįn, no hay mal que dure cien ańos, el Rey, al cabo de un par de ellos, sacudió la melancolķa, y se creyó tan venturoso o mįs venturoso que antes. La Reina se le aparecķa en sueńos, y le decķa que estaba gozando de Dios, y la Princesita crecķa y se desarrollaba que era un contento. Al cumplir la Princesita los quince ańos, era, por su hermosura, entendimiento y buen trato, la admiración de cuantos la miraban y el asombro de cuantos la oķan. El Rey la hizo jurar heredera del trono, y trató luego de casarla. Mįs de quinientos correos de gabinete, caballeros en sendas cebras de posta, salieron a la vez de la capital del reino con despachos para otras tantas cortes, invitando a todos los prķncipes a que viniesen a pretender la mano de la Princesa, la cual habķa de escoger entre ellos al que mįs le gustase. La fama de su portentosa hermosura habķa recorrido ya el mundo todo; de suerte que, apenas fueron llegando los correos a las diferentes cortes, no habķa prķncipe, por ruin y para poco que fuese, que no se decidiera a ir a la capital del _Rey Venturoso_, a competir en justos, torneos y ejercicios de ingenio por la mano de la Princesa. Cada cual pedķa al Rey su padre armas, caballos, su bendición y algśn dinero, con lo cual al frente de una brillante comitiva, se ponķa en camino. Era de ver cómo iban llegando a la corte de la Princesita todos estos altos seńores. Eran de ver los saraos que habķa entonces en los palacios reales. Eran de admirar, por śltimo, los enigmas que los prķncipes se proponķan para mostrar la respectiva agudeza; los versos que escribķan; las serenatas que daban; los combates del arco, del pugilato y de la lucha, y las carreras de carros y de caballos, en que procuraba cada cual salir vencedor de los otros y ganarse el amor de la pretendida novia. Pero ésta, que a pesar de su modestia y discreción, estaba dotada, sin poderlo remediar, de una ķndole arisca, descontentadiza y desamorada, abrumaba a los prķncipes con su desdén, y de ninguno de ellos se le importaba un ardite. Sus discreciones le parecķan frialdades, simplezas sus enigmas, arrogancia sus rendimientos y vanidad o codicia de sus riquezas el amor que le mostraban. Apenas se dignaba mirar sus ejercicios caballerescos, ni oķr sus serenatas, ni sonreķr agradecida a sus versos de amor. Los magnķficos regalos, que cada cual le habķa traķdo de su tierra, estaban arrinconados en un zaquizamķ del regio alcįzar. La indiferencia de la Princesa era glacial para todos los pretendientes. Sólo uno, el hijo del Kan de Tartaria, habķa logrado salvarse de su indiferencia para incurrir en su odio. Este Prķncipe adolecķa de una fealdad sublime. Sus ojos eran oblicuos, las mejillas y la barba salientes, crespo y enmarańado el pelo, rechoncho y pequeńo el cuerpo, aunque de titįnica pujanza, y el genio intranquilo, mofador y orgulloso. Ni las personas mįs inofensivas estaban libres de sus burlas, siendo principal blanco de ellas el Ministro de Negocios extranjeros del _Rey Venturoso_, cuya gravedad, entono y cortas luces, asķ como lo detestablemente que hablaba el _sanscrito_, lengua diplomįtica de entonces, se prestaban algo al escarnio y a los chistes. Asķ andaban las cosas, y las fiestas de la corte eran mįs brillantes cada dķa. Los Prķncipes, sin embargo, se desesperaban de no ser queridos; el _Rey Venturoso_ rabiaba al ver que su hija no acababa de decidirse; y ésta continuaba erre que erre en no hacer caso de ninguno, salvo del Prķncipe tįrtaro, de quien sus pullas y declarado aborrecimiento vengaban con usura al famoso ministro de su padre. II Aconteció, pues, que la Princesa, en una hermosa mańana de primavera, estaba en su tocador. La doncella favorita peinaba sus dorados, largos y suavķsimos cabellos. Las puertas de un balcón, que daba al jardķn, estaban abiertas para dejar entrar el vientecillo fresco y con él el aroma de las flores. Parecķa la Princesa melancólica y pensativa y no dirigķa ni una palabra a su sierva. Ésta tenķa ya entre sus manos el cordón con que se disponķa a enlazar la įurea crencha de su ama, cuando a deshora entró por el balcón un preciosķsimo pįjaro, cuyas plumas parecķan de esmeralda, y cuya gracia en el vuelo dejó absortas a la seńora y a su sirvienta. El pįjaro, lanzįndose rįpidamente sobre esta śltima, le arrebató de las manos el cordón, y volvió a salir volando de aquella estancia. Todo fue tan instantįneo que la Princesa apenas tuvo tiempo de ver al pįjaro, pero su atrevimiento y su hermosura le causaron la mįs extrańa impresión. Pocos dķas después, la Princesa, para distraer sus melancolķas, tejķa una danza con sus doncellas, en presencia de los Prķncipes. Estaban todos en los jardines y la miraban embelesados. De pronto sintió la Princesa que se le desataba una liga, y suspendiendo el baile, se dirigió con disimulo a un bosquecillo cercano para atįrsela de nuevo. Descubierta tenķa ya S. A. la bien torneada pierna, habķa estirado ya la blanca media de seda, y se preparaba a sujetarla con la liga que tenķa en la mano, cuando oyó un ruido de alas, y vio venir hacia ella el pįjaro verde, que le arrebató la liga en el ebśrneo pico y desapareció al punto. La Princesa dio un grito y cayó desmayada. Acudieron los pretendientes y su padre. Ella volvió en sķ, y lo primero que dijo fue:--«”Que me busquen al pįjaro verde... que me le traigan vivo... que no le maten... yo quiero poseer vivo al pįjaro verde!» Mas en balde le buscaron los Prķncipes. En balde, a pesar de lo mandado por la Princesa de que no se pensase en matar al pįjaro verde, se soltaron contra él neblķes, sacres, gerifaltes y hasta įguilas caudales, domesticadas y adiestradas en la cetrerķa. El pįjaro verde no pareció ni vivo ni muerto. El deseo no cumplido de poseerle atormentaba a la Princesa y acrecentaba su mal humor. Aquella noche no pudo dormir. Lo mejor que pensaba de los Prķncipes era que no valķan para nada. Apenas vino el dķa, se alzó del lecho, y en ligeras ropas de levantar, sin corsé ni mirińaque, mįs hermosa e interesante en aquel _deshabillé_, pįlida y ojerosa, se dirigió con su doncella, favorita a lo mįs frondoso del bosque que estaba a la espalda de palacio, y donde se alzaba el sepulcro de su madre. Allķ se puso a llorar y a lamentar su suerte.--æDe qué me sirven, decķa, todas mis riquezas, si las desprecio; todos los Prķncipes del mundo, si no los amo; de qué mi reino, si no te tengo a ti, madre mķa; y de qué todos mis primores y joyas, si no poseo el hermoso pįjaro verde? Con esto, y como para consolarse algo, desenlazó el cordón de su vestido y sacó del pecho un rico guardapelo, donde guardaba un rizo de su madre, que se puso a besar. Mas apenas empezó a besarle, cuando acudió mįs rįpido que nunca el pįjaro verde, tocó con su ebśrneo pico los labios de la Princesa, y arrebató el guardapelo, que durante tantos ańos habķa reposado contra su corazón, y en tan oculto y deseado lugar habķa permanecido. El robador desapareció en seguida, remontando el vuelo y perdiéndose en las nubes. Esta vez no se desmayó la Princesa; antes bien se paró muy colorada y dijo a la doncella:--Mķrame, mķrame los labios; ese pįjaro insolente me los ha herido, porque me arden. La doncella los miró y no notó picadura ninguna; pero indudablemente el pįjaro habķa puesto en ellos algo de ponzońa, porque el traidor no volvió a aparecer en adelante, y la Princesa fue desmejorįndose por grados, hasta caer enferma de mucho peligro. Una fiebre singular la consumķa, y casino hablaba sino para decir:--Que no le maten... que me le traigan vivo... yo quiero poseerle. Los médicos estaban de acuerdo en que la śnica medicina para curar a la Princesa, era traerle vivo el pįjaro verde. Mas ædónde hallarle? Inśtil fue que le buscasen los mįs hįbiles cazadores. Inśtil que se ofreciesen sumas enormes a quien le trajera. El _Rey Venturoso_ reunió un gran congreso de sabios a fin de que averiguasen, so pena de incurrir en su justa indignación, quién era y dónde vivķa el pįjaro verde, cuyo recuerdo atormentaba a su hija. Cuarenta dķas y cuarenta noches estuvieron lo sabios reunidos, sin cesar de meditar y disertar sino para dormir un poco y alimentarse. Pronunciaron muy doctos y elocuentes discursos, pero nada averiguaron.--Seńor, dijeron al cabo todos ellos al Rey, postrįndose humildemente a sus pies e hiriendo el polvo con las respetables frentes, somos unos mentecatos; haz que nos ahorquen; nuestra ciencia es una mentira: ignoramos quién sea el pįjaro verde, y sólo nos atrevemos a sospechar si serį acaso el ave fénix del Arabia. --Levantaos, contestó el Rey con notable magnanimidad, yo os perdono y os agradezco la indicación sobre el ave fénix. Sin tardanza saldrįn siete de vosotros con ricos presentes para la reina de Sabį, y con todos los recursos de que yo puedo disponer para cazar pįjaros vivos. El fénix debe de tener su nido en el paķs sabeo, y de allķ habéis de traérmele, si no queréis que mi cólera regia os castigue aunque tratéis de evitarla escondiéndoos en las entrańas de la tierra. En efecto, salieron para el Arabia siete sabios de los mįs versados en lingüķstica, y entre ellos el Ministro de Negocios extranjeros, sobre lo cual tuvo mucho que reķr el Prķncipe tįrtaro. Este prķncipe envió también cartas a su padre, que era el mįs famoso encantador de aquella edad, consultįndole sobre el caso del pįjaro verde. La Princesa, en el ķnterin, seguķa muy mal de salud y lloraba tan abundantes lįgrimas, que diariamente empapaba en ellas mįs de cincuenta pańuelos. Las lavanderas de palacio estaban con esto muy afanadas, y como entonces ni la persona mįs poderosa tenķa tanta ropa blanca como ahora se usa, no hacķan mįs que ir a lavar al rķo. III Una de estas lavanderas, que era, valiéndonos de cierta expresión a la moda, una pollita muy simpįtica, volvķa un dķa, al anochecer, de lavar en el rķo los lacrimosos pańuelos de la Princesa. En medio del camino, y muy distante aśn de las puertas de la ciudad, se sintió algo cansada y se sentó al pié de un įrbol. Sacó del bolsillo una naranja; y ya iba a mondarla para comérsela, cuando se le escapó de las manos y empezó a rodar por aquella cuesta abajo con singular ligereza. La muchachuela corrió en pos de su naranja; pero mientras mįs corrķa, mįs la naranja se adelantaba, sin que jamįs se parase y sin que ella llegase a alcanzarla en la carrera, si bien no la perdķa de vista. Cansada de correr, y sospechando, aunque poco experimentada en las cosas del mundo, que aquella naranja tan corredora no era del todo natural, la pobre se detenķa a veces y pensaba en desistir de su empeńo; pero la naranja al punto se detenķa también, como si ya hubiese cesado en su movimiento y convidase a su dueńo a que de nuevo la cogiese. Llegaba ella a tocarla con la mano, y la naranja se le deslizaba otra vez y continuaba su camino. Embelesada estaba la lavanderilla en tan inaudita persecución, cuando notó al fin que se hallaba en un bosque intrincado, y que la noche se le venķa encima, oscura como boca de lobo. Entonces tuvo miedo, y rompió en desconsoladķsimo llanto. La oscuridad creció rįpidamente, y ya no le permitió ni ver la naranja, ni orientarse, ni dar con el camino para volverse atrįs. Iba pues, vagando a la ventura, afligidķsima y muerta de hambre y cansancio, cuando columbró no muy lejos unas brillantes lucecitas. Imaginó ser las de la ciudad; dio gracias a Dios, y enderezó sus pasos hacia aquellas luces. Pero cuįn grande no serķa su sorpresa al encontrarse, a poco trecho y sin salir del intrincado bosque, a las puertas de un suntuosķsimo palacio, que parecķa un ascua de oro por lo que brillaba, y en cuya comparación pasarķa por una pobre choza el espléndido alcįzar del _Rey Venturoso_. No habķa guardia, ni portero, ni criados que impidiesen la entrada, y la chica, que no era corta, y que ademįs sentķa el estķmulo de la curiosidad y el deseo de albergarse y de comer algo, traspasó los umbrales, subió por una ancha y lujosa escalera de bruńido jaspe, y empezó a discurrir por los mįs ricos y elegantes salones que imaginarse pueden, aunque siempre sin ver a nadie. Los salones estaban, sin embargo, profusamente iluminados por mil lįmparas de oro, cuyo perfumado aceite difundķa suavķsima fragancia. Los primorosos objetos, que en los salones habķa, eran para espantar por su riqueza y exquisito gusto, no ya a la lavanderilla, que poco de esto habķa disfrutado, sino a la mismķsima reina Victoria, que hubiera confesado la relativa inferioridad de la industria inglesa, y hubiera dado patentes y medallas a los inventores y fabricantes de todos aquellos artķculos. La lavandera los admiró a su sabor, y admirįndolos se fue poco a poco hacia un sitio de donde salķa un rico olorcillo de viandas muy suculento y delicioso. De esta suerte llegó a la cocina; pero ni jefe, ni sota-cocineros, ni pinches, ni fregatrices habķa en ella; todo estaba desierto, como el resto del palacio. Ardķan, no obstante, el fogón, el horno y las hornillas, y en ellos estaban al fuego infinito nśmero de peroles, cacerolas y otras vasijas. Levantó nuestra aventurera la cubierta de una cacerola y vio en ella unas anguilas; levantó otra y vio una cabeza de jabalķ desosada y rellena de pechugas de faisanes y de trufas; en resolución, vio los manjares mįs exquisitos que se presentan en las mesas de los reyes, emperadores y papas: y hasta vio algunos platos, al lado de los cuales los imperiales, papales y regios, serķan tan groseros, como al lado de estos un potaje de judķas o un gazpacho. Animada la chica con lo que veķa y olķa, se armó de un cuchillo y de un trinchante, y se lanzó con resolución sobre la cabeza de jabalķ. Mas apenas hubo llegado a ella, recibió en sus manos un golpe, dado al parecer por otra poderosa e invisible, y oyó una voz que le decķa, tan de cerca que sintió la agitación del aire y el aliento caliente y vivo de las palabras: --”Tate... que es para mi seńor el Prķncipe! Se dirigió entonces a unas truchas salmonadas, creyéndolas manjar menos principesco y que le dejarķan comer; pero la mano invisible vino de nuevo a castigar su atrevimiento, y la voz misteriosa a repetirle: --”Tate... que es para mi seńor el Prķncipe! Tentó, por śltimo, mejor fortuna en tercero, cuarto y quinto plato, pero siempre le aconteció lo propio; asķ tuvo con harta pena que resignarse a ayunar, y se salió despechada de la cocina. Volvió luego a recorrer los salones, donde reinaba siempre la misma misteriosa soledad y donde el mįs profundo silencio parecķa tener su morada, y llegó a una alcoba lindķsima, en la cual sólo dos o tres luces, encerradas y amortecidas en vasos de alabastro, derramaban una claridad indecisa y voluptuosa, que estaba convidando al reposo y al sueńo. Habķa en esta alcoba una cama tan cómoda y mullida, que nuestra lavandera, que estaba cansadķsima, no pudo resistir a la tentación de tenderse en ella y descansar. Iba a poner en ejecución su propósito, y ya se habķa sentado y se disponķa a tenderse, cuando en la parte misma de su cuerpo con que acababa de tocar la cama, sintió una dolorosa picadura, como si con un alfiler de a ochavo la punzasen, y oyó de nuevo una voz que decķa: --”Tate... que es para mi seńor el Prķncipe! No hay que decir que la lavanderilla se asustó y afligió con esto, resignįndose a no dormir, como a no comer se habķa ya resignado; y para distraer el hambre y el sueńo se puso a registrar cuantos objetos habķa en la alcoba, llevando su curiosidad hasta levantar las colgaduras y los tapices. Detrįs de uno de éstos descubrió nuestra heroķna una primorosa puertecilla secreta de sįndalo, con embutidos de nįcar. La empujó suavemente, y cediendo la puerta, se encontró en una escalera de caracol, de mįrmol blanco. Por ella bajó sin detenerse a uno como invernįculo, donde crecķan las plantas y las flores mįs aromįticas y extrańas, y en cuyo centro habķa una taza inmensa, hecha, al parecer, de un solo, limpio y diįfano topacio. Se levantaba del medio de la taza un surtidor tan gigantesco como el que hay ahora en la Puerta del Sol, pero con la diferencia de que el agua del de la Puerta del Sol es natural y ordinaria, y la de éste era agua de olor, y tenķa, ademįs, en sķ misma todos las colores del iris y luz propia, lo cual, como ya calcularį el lector, le daba un aspecto sumamente agradable.--Hasta el murmullo que hacķa esta agua al caer tenķa algo de mįs musical y acordado que el que producen otras, y se dirķa que aquel surtidor cantaba alguna de las mįs enamoradas canciones de Mozart o de Bellini. Absorta estaba la lavandera mirando aquellas bellezas y gozando de aquella armonķa, cuando oyó un grande estrépito y vio abrirse una ventana de cristales. La lavandera se escondió precipitadamente detrįs de una masa de verdura, a fin de no ser vista y poder ver a las personas o seres, que sin duda se acercaban. Éstos eran tres pįjaros rarķsimos y lindķsimos, uno de ellos todo verde, y brillante como una esmeralda. En él creyó ver la lavandera, con notable contento, al que era causa, segśn todo el mundo aseguraba, de la pertinaz dolencia de la __Princesa Venturosa__. Los otros dos pįjaros no eran, ni con mucho, tan bellos; pero tampoco carecķan de mérito singular. Los tres venķan con muy ligero vuelo, y los tres se abatieron sobre la taza de topacio y se zambulleron en ella. A poco rato vio la lavandera que del seno diįfano del agua salķan tres mancebos tan lindos, bien formados y blancos, que parecķan estatuas peregrinas hechas por mano maestra, con mįrmol teńido de rosas. La chica, que en honor de la verdad se debe decir que jamįs habķa visto hombres desnudos, y que de ver a su padre, a sus hermanos y a otros amigos, vestidos y mal vestidos, no podķa deducir hasta dónde era capaz de elevarse la hermosura humana masculina, se figuró que miraba a tres genios inmortales o a tres įngeles del cielo. Asķ es, que sin ruborizarse, los siguió mirando con bastante complacencia, como objetos santos y nada pecaminosos. Pero los tres salieron al punto del agua, y pronto se vistieron de elegantes ropas. Uno de ellos, el mįs hermoso de los tres, llevaba sobre la cabeza una diadema de esmeraldas y era acatado de los otros, como seńor soberano. Si desnudo le pareció a la lavanderilla un įngel o un genio por la hermosura, ya vestido la deslumbró con su majestad, y le pareció el emperador del mundo y el prķncipe mįs adorable de la tierra. Aquellos seńores se dirigieron en seguida al comedor y se sentaron en una espléndida mesa, donde habķa tres cubiertos preparados. Una mśsica sumisa e invisible les hizo salva al llegar y les regaló los oķdos mientras comķan. Criados, invisibles también, iban trayendo los platos y sirviendo admirablemente la mesa. Todo esto lo veķa y notaba la lavanderilla, que sin ser vista ni oķda, habķa seguido a aquellos seńores, y estaba escondida en el comedor detrįs de un cortinaje. Desde allķ pudo oķr algo de la conversación, y comprender que el mįs hermoso de los mancebos era el Prķncipe heredero del grande imperio de la China, y los otros dos, el uno su secretario y el otro su escudero mįs querido; los cuales estaban encantados y transformados en pįjaros durante todo el dķa, y sólo por la noche recobraban su ser natural, previo el bańo de la fuente. Notó, asimismo, la curiosa lavandera que el Prķncipe de las esmeraldas apenas comķa, aunque sus familiares le rogaban que comiese, y que se mostraba melancólico y arrobado, exhalando a veces delo mįs hondo del hermosķsimo pecho un ardiente suspiro. IV. Refieren las crónicas que vamos extractando que, terminado ya aquel opķparo y poco alegre festķn, el Prķncipe de las esmeraldas, volviendo en sķ como de un sueńo, alzó la voz y dijo: --Secretario, trįeme la cajita de mis entretenimientos. El secretario se levantó de la mesa y volvió de allķ a poco con la cajita mįs preciosa que han visto ojos mortales. Aquella en que encerró Alejandro la _Iliada_ era, en comparación de ésta, mįs chapucera y pobre que una caja de turrón de Jijona. El Prķncipe tomó la cajita en sus manos, la abrió y estuvo largo rato contemplando con ojos amorosos lo que habķa en el fondo de ella. Metió luego la mano en la cajita y sacó un cordón. Lo besó apasionadamente, derramó sobre él lįgrimas de ternura y prorrumpió en estas palabras: ”Ay cordoncito de mi seńora! ”Quién la viera ahora! Colocó de nuevo el cordón en la cajita, y sacó de ella una liga bordada y muy limpia. La besó, la acarició también y exclamó al besarla: ”Ay linda liga de mi seńora! ”Quién la viera ahora! Sacó, por śltimo, un precioso guardapelo, y si mucho habķa besado cordón y liga, mįs le besó y mįs le acarició aśn, diciendo con acento tristķsimo, que partķa los corazones y hasta las peńas: ”Ay guardapelo de mi seńora! ”Quién la viera ahora! A poco el Prķncipe y los dos familiares se retiraron a sus alcobas, y la lavanderilla no se atrevió a seguirlos. Viéndose sola en el comedor, se acercó a la mesa, donde aśn estaban casi intactos los ricos manjares, los confites, las frutas y los generosos y chispeantes vinos; pero el recuerdo de la voz misteriosa y de la mano invisible la detenķan, y la obligaban a contentarse con mirar y oler. Para gozar de este incompleto deleite, se acercó tanto a los manjares, que vino a ponerse entre la mesa y la silla del Prķncipe. Entonces sintió, no ya una, sino dos manos invisibles que le caķan sobre los hombros oprimiéndola. La voz misteriosa le dijo: --Siéntate y come. En efecto, se bailó sentada en la misma silla del Prķncipe; y, ya autorizada por la voz, se puso a comer con un apetito extraordinario, que la novedad y lo exquisito de la comida hacķan mayor aśn, y comiendo se quedó profundamente dormida. Cuando despertó, era muy de dķa. Abrió los ojos, y se encontró en medio del campo, tendida al pié del įrbol donde habķa querido comerse la naranja. Allķ estaba la ropa que habķa traķdo del rķo, y hasta la naranja corredora estaba allķ también. --æSi habrį sido todo un sueńo? dijo para sķ la lavanderilla. Quisiera volver al palacio del Prķncipe de la China para cerciorarme de que aquellas magnificencias son reales y no sońadas. Diciendo esto, tiró al suelo la naranja para ver si le mostraba nuevamente el camino; pero la naranja rodaba un poco, y luego se detenķa en cualquiera hoyo o tropiezo, o cuando el impulso con que se movķa dejaba de ser eficaz. En suma, la naranja hacķa lo que hacen de ordinario, en idénticas circunstancias, todas las naranjas naturales. Su conducta no tenķa nada de extrańo ni de maravilloso. Despechada entonces la muchacha, partió la naranja y vio que por dentro era como las demįs. Se la comió, y le supo a lo mismo que cuantas naranjas habķa comido antes. Ya apenas dudó de que habķa sońado.--Ningśn objeto tengo, ańadió, con que convencerme a mķ propia de la realidad de lo que he visto; mas iré a ver a la Princesa y se lo contaré todo, por lo que pueda importarle. V. Mientras acontecķan, en sueńo o en realidad los poco ordinarios sucesos que quedan referidos, la __Princesa Venturosa__, fatigada de tanto llorar, estaba durmiendo tranquilamente, y aunque eran ya las ocho de la mańana, hora en que todo el mundo solķa estar levantado y aun almorzado en aquella época, la Princesita, sin dar acuerdo de su persona, seguķa en la cama. Muy interesante juzgó, sin duda, su doncella favorita las nuevas que le traķa, cuando se atrevió a despertarla. Entró en su alcoba, abrió la ventana y exclamó con alborozo: --Seńora, seńora, despertad y alegraos, que ya hay quien os traiga nuevas del pįjaro verde. La Princesa se despertó, se restregó los ojos, se incorporó y dijo: --æHan vuelto los siete sabios que fueron al paķs sabeo? --Nada de eso, contestó la doncella; quien trae las nuevas es una de las lavanderillas que lavan los lacrimosos pańuelos de V. A. --Pues hazla entrar al momento. Entró la lavanderilla, que estaba ya detrįs de una puerta aguardando este permiso, y empezó a referir con gran puntualidad y despejo cuanto le habķa pasado. Al oķr la aparición del pįjaro verde, la Princesa se llenó de jśbilo, y al escuchar su salida del agua convertido en hermoso Prķncipe, se puso encendida como la grana, una celestial y amorosa sonrisa vagó sobre sus labios, y sus ojos se cerraron blandamente como para reconcentrarse ella en sķ misma y ver al Prķncipe con los ojos del alma. Por śltimo, al saber la mucha estima, veneración y afecto que el Prķncipe le tenķa, y el amor y cuidado con que guardaba las tres prendas robadas en la preciosa cajita de sus entretenimientos, la Princesita, a pesar de su modestia, no pudo contenerse, abrazó y besó a la lavanderilla y a la doncella, e hizo otros extremos no menos disculpables, inocentes y delicados. --Ahora sķ, decķa, que puedo llamarme propiamente la Princesa Venturosa. Este capricho de poseer el pįjaro verde no era capricho, era amor. Era, y es un amor, que por oculto y no acostumbrado camino, ha penetrado en mi corazón. No he visto al Prķncipe, y creo que es hermoso. No le he hablado, y presumo que es discreto. No sé de los sucesos de su vida, sino que estį encantado y que me tiene encantada, y doy por cierto que es valiente, generoso y leal. --Seńora, dijo la lavanderilla, yo puedo asegurar a V. A. que el Prķncipe, si mi visión no es un sueńo vano, parece un pino de oro, y tiene una cara tan bondadosa y dulce que da gloria verla. El secretario no es mal mozo tampoco; pero al que yo, no sé por qué, le he tomado afición, es al escudero. --Tś te casarįs con el escudero, replicó la Princesa. Mi doncella, si gusta, se casarį con el secretario, y ambas seréis mandarinas y damas de mi corte. Tu sueńo no ha sido sueńo, sino realidad. El corazón me lo dice. Lo que importa ahora es desencantar a los tres pįjaros mancebos. --æY cómo podremos desencantarlos? dijo la doncella favorita. --Yo misma, contestó la Princesa, iré al palacio en que viven y allķ veremos. Tś me guiarįs, lavanderilla. Ésta, que no habķa terminado su narración, la terminó entonces, e hizo ver que no podķa servir de guķa. La Princesa la escuchó con mucha atención, estuvo meditando un rato, y dijo luego a la doncella. --Ve a mi biblioteca y trįeme el libro de _Los Reyes contemporįneos_ y el _Almanaque astronómico_. Venidos que fueron estos volśmenes, hojeó la Princesa el de Los Reyes, y leyó en alta voz los siguientes renglones: «El mismo dķa en que murió el Emperador chinesco, su śnico hijo, que debķa heredarle, desapareció de la corte y de todo el imperio. Sus sśbditos, creyéndole muerto, han tenido que someterse al Kan de Tartaria.» --æQué deducķs de eso, seńora? dijo la doncella. --æQué he de deducir, respondió la __Princesa Venturosa__, sino que el Kan de Tartaria es quien tiene encantado a mi Prķncipe para usurparle la corona? He ahķ por qué aborrezco yo tanto al Prķncipe tįrtaro. Ahora me lo explico todo. --Pero no basta explicarlo; menester es remediarlo, dijo la lavandera. --De ello trato--ańadió la Princesa--y para ello conviene que al instante se manden hombres armados, que inspiren la mayor confianza, a todos los caminos y encrucijadas por donde puedan venir los correos que envió el Prķncipe tįrtaro al Rey su padre, para consultarle sobre el caso del pįjaro verde. Las cartas que trajeren les serįn arrebatadas y se me entregarįn. Si los mensajeros se resisten, serįn muertos; si ceden, serįn aprisionados e incomunicados, a fin de que nadie sepa lo que acontece. Ni el Rey mi padre ha de saberlo. Todo lo dispondremos entre las tres con el mayor sigilo. Aquķ tenéis dinero bastante para comprar el silencio, la fidelidad y la energķa de los hombres que han de ejecutar mi proyecto. Y efectivamente, la Princesa, que ya se habķa levantado y estaba de bata y en babuchas, sacó de un escaparate dos grandes bolsas llenas de oro, y se las dio a sus confidentas. Éstas partieron sin tardanza a poner en ejecución lo convenido, y la __Princesa Venturosa__ se quedó estudiando profundamente el _Almanaque astronómico_. VI. Cinco dķas habķan pasado desde el momento en que tuvo lugar la escena anterior. La Princesa no habķa llorado en todo ese tiempo, causando no poco asombro y placer al Rey su padre. La Princesa habķa estado hasta jovial y bromista, dando leves esperanzas a los Prķncipes pretendientes de que al fin se decidirķa por uno de ellos, porque los pretendientes se las prometen siempre felices. Nadie habķa sospechado la causa de tan repentina mudanza y de tan inesperado alivio en la Princesa. Sólo el Prķncipe tįrtaro, que era diabólicamente sagaz, recelaba, aunque de una manera muy vaga, que la Princesa habķa recibido alguna noticia del pįjaro verde. Tenķa, ademįs, el Prķncipe tįrtaro el misterioso presentimiento de una gran desgracia, y habķa adivinado por el arte mįgica, que su padre le enseńara, que en el pįjaro verde debķa mirar un enemigo. Calculando, ademįs, como sabedor del camino y del tiempo que en él debe emplearse, que aquel dķa debķan llegar los mensajeros que envió a su padre, y ansioso de saber lo que respondķa éste a la consulta que le hizo, montó a caballo al amanecer, y con cuarenta de los suyos, todos bien armados, salió en busca de los mensajeros referidos. Mas aunque el Prķncipe tįrtaro salió con gran secreto, la Princesa Venturosa, que tenķa espķas, y estaba, como vulgarmente se dice, con la barba sobre el hombro, supo al instante su partida, y llamó a consejo a la lavanderilla y a la doncella. Luego que las tuvo presentes, les dijo muy angustiada: --Mi situación es terrible. Tres veces he ido inśtilmente a tirar la naranja debajo del įrbol, desde donde la tiró la lavanderilla; pero la naranja no ha querido guiarme al alcįzar de mi amante. Ni le he visto, ni he podido averiguar el modo de desencantarle. Sólo he averiguado, por el _Almanaque astronómico_, que la noche en que la lavanderilla le vio, era el equinoccio de primavera. Acaso no sea posible volver a verle hasta el próximo equinoccio de la misma estación, y ya para entonces el Prķncipe tįrtaro me le habrį muerto. El Prķncipe tįrtaro le matarį en cuanto reciba la carta de su padre, y ya ha salido a buscarla con cuarenta de los suyos. --No os aflijįis, hermosa Princesa--dijo la doncella favorita;--tres partidas de cien hombres estįn esperando a los mensajeros en diferentes puntos para arrebatarles la carta y traérosla. Los trescientos son briosos, llevan armas de finķsimo temple, y no se dejarįn vencer por el Prķncipe tįrtaro a pesar de sus artes mįgicas. --Sin embargo, yo soy de opinión--ańadió la lavandera--de que se envķen mįs hombres contra el Prķncipe tįrtaro. Aunque éste, a la verdad, sólo lleva cuarenta consigo, todos ellos, segśn se dice, tienen corazas y flechas encantadas, que a cada uno le hacen valer por diez. El prudente consejo de la lavandera fue adoptado en seguida. La Princesa hizo venir secretamente a su estancia al mįs bizarro y entendido general de su padre. Le contó todo lo que pasaba, le confió sus penas, y le pidió su apoyo. Éste se le otorgó, y reuniendo apresuradamente un numeroso escuadrón de soldados, salió de la capital decidido a morir en la demanda o traer a la Princesa la carta del Kan de Tartaria y al hijo del Kan, vivo o muerto. Después de la partida del general, la Princesa juzgó conveniente informar al _Rey Venturoso_ de cuanto habķa acontecido. El Rey se puso fuera de sķ. Dijo que toda la historia del pįjaro verde era un sueńo ridķculo de su hija y de la lavandera, y se lamentó de que, fundada su hija en un sueńo, enviase a tantos asesinos contra un Prķncipe ilustre, faltando a las leyes de la hospitalidad, al derecho de gentes y a todos los preceptos morales. --”Ay hija!--exclamaba--tś has echado un sangriento borrón sobre mi claro nombre, si esto no se remedia. La Princesa se acongojó también, y se arrepintió de lo que habķa hecho. A pesar de su vehemente amor al Prķncipe de la China, preferķa ya dejarle eternamente encantado a que por su amor se derramase una sola gota de sangre. Asķ es que enviaron despachos al general para que no empeńase una batalla; pero todo fue inśtil. El general habķa ido tan veloz, que no hubo medio de alcanzarle. Entonces aśn no habķa telégrafos, y los despachos no pudieron entregarse. Cuando llegaron los correos donde estaba el general, vieron venir huyendo a todos los soldados del Rey y los imitaron. Los cuarenta de la escolta tįrtara, que eran otros tantos genios, corrķan en su persecución trasformados en espantosos vestiglos, que arrojaban fuego por la boca. Sólo el general, cuya bizarrķa, serenidad y destreza en las armas rayaba en lo sobrehumano, permaneció impįvido en medio de aquel terror harto disculpable. El general se fue hacia el Prķncipe, śnico enemigo no fantįstico con quien podķa habérselas, y empezó a reńir con él la mįs brava y descomunal pelea. Pero las armas del Prķncipe tįrtaro estaban encantadas, y el general no podķa herirle. Conociendo entonces que era imposible acabar con él si no recurrķa a una estratajema, se apartó un buen trecho de su contrario, se desató rįpidamente una larga y fuerte faja de seda que le ceńķa el talle, hizo con ella, sin ser notado, un lazo escurridizo, y revolviendo sobre el Prķncipe con inaudita velocidad, le echó al cuello el lazo, y siguió con su caballo a todo correr, haciendo caer al Prķncipe y arrastrįndole en la carrera. De esta suerte ahogó el general al Prķncipe tįrtaro. No bien murió, los genios desaparecieron, y los soldados del _Rey Venturoso_ se rehicieron y reunieron a su jefe. Este esperó con ellos a los enviados que traķan la carta del Kan de Tartaria, y que no se hicieron esperar mucho tiempo. Al anochecer de aquel mismo dķa volvió a entrar el general en el palacio del _Rey Venturoso_ con la carta del Kan de Tartaria entre las manos. Haciendo un gentil y respetuoso saludo, se la entregó a la Princesa. Rompió ésta el sello y se puso a leer, pero inśtilmente: no entendió una palabra. Al _Rey Venturoso_ le sucedió lo mismo. Llamaron a todos los empleados en la interpretación de lenguas, que no descifraron tampoco aquella escritura. Los individuos de las doce reales academias vinieron luego y no se mostraron mįs hįbiles. Los siete sabios, tan profundos en lingüķstica, que acababan de llegar sin el ave fénix, y que _por ende_ estaban condenados a morir, acudieron también; mas, aunque se les prometió el perdón si leķan aquella carta, no acertaron a leerla, ni pudieron decir en qué lengua estaba escrita. El _Rey Venturoso_ se creyó entonces el mįs desventurado de todos los reyes; se lamentó de haber sido cómplice en un crimen inśtil, y temió la venganza del poderoso Kan de Tartaria. Aquella noche no pudo pegar los ojos hasta muy tarde. Su dolor fue, con todo, mucho mįs desesperado, cuando al despertarse al otro dķa muy de mańana supo que la Princesa habķa desaparecido, dejįndole escritas las siguientes palabras: «Padre, ni me busques, ni pretendas averiguar adonde voy, si no quieres verme muerta. Bįstete saber que vivo y que estoy bien de salud, aunque no volverįs a verme hasta que tenga descifrada la carta misteriosa del Kan y desencantado a mi querido Prķncipe. Adiós.» VII. La __Princesa Venturosa__ habķa ido con sus dos amigas a pié, y en romerķa, a visitar a un santo ermitańo que vivķa en las soledades y asperezas de unas montańas altķsimas que a corta distancia de la capital se parecķan. Aunque la Princesa y sus amigas hubiesen querido ir caballeras hasta la ermita, no hubiera sido posible. El camino era mįs propio de cabras que de camellos, elefantes, caballos, mulos y asnos, que, con perdón sea dicho, eran los cuadrśpedos en que se solķa cabalgar en aquel reino. Por esto y por devoción fue la Princesa a pió y sin otra comitiva que sus dos confidentas. El ermitańo que iban a visitar era un varón muy penitente y estaba en olor de santidad. El vulgo pretendķa también que el ermitańo era inmortal, y no dejaba de tener razonables fundamentos para esta pretensión. En toda la comarca no habķa memoria de cuįndo fue el ermitańo a establecerse en lo recóndito de aquella sierra, en la cual raras veces se dejaba ver de ojos humanos. La Princesa y sus amigas, atraķdas por la fama de su virtud y de su ciencia anduvieron buscįndole siete dķas por aquellos vericuetos y andurriales. Durante el dķa caminaban en su busca entre breńas y malezas. Por la noche se guarecķan en las concavidades de los peńascos. Nadie habķa que las guiase, asķ por lo fragoso del sitio, ni de los cabrerizos frecuentado, como por el temor que inspiraba la maldición del ermitańo, pronto a echarla a quien invadķa su dominio temporal, o a quien le perturbaba en sus oraciones. Ya se entiende que este ermitańo, tan maldiciente, era pagano. A pesar de la natural bondad de su alma, su religión sombrķa y terrible le obligaba a maldecir y a lanzar anatemas. Pero las tres amigas, imaginando, como por inspiración, que sólo el ermitańo podķa descifrarles la carta, se decidieron a arrostrar sus maldiciones y le buscaron, segśn queda dicho, por espacio de siete dķas. En la noche del séptimo iban ya las tres peregrinas a guarecerse en una caverna para reposar, cuando descubrieron al ermitańo mismo, orando en el fondo. Una lįmpara iluminaba con luz incierta y melancólica aquel misterioso retiro. Las tres temblaron de ser maldecidas, y casi se arrepintieron de haber ido hasta allķ. Pero el ermitańo, cuya barba era mįs blanca que la nieve, cuya piel estaba mįs arrugada que una pasa, y cuyo cuerpo se asemejaba a un consunto esqueleto, echó sobre ellas una mirada penetrante con unos ojos, aunque hundidos, relucientes como dos acuas, y dijo con voz entera, alegre y suave: --Gracias al cielo que al fin estįis aquķ. Cien ańos ha que os espero. Deseaba la muerte, y no podķa morir hasta cumplir con vosotras un deber que me ha impuesto el rey de los genios. Yo soy el śnico sabio que habla aśn y entiende la lengua riquķsima que se hablaba en Babel antes de la confusión. Cada palabra de esta lengua es un conjuro eficaz que fuerza y mueve a las potestades infernales a servir a quien le pronuncia. Las palabras de esta lengua tienen la virtud de atar y desatar todos los lazos y leyes que unen y gobiernan las cosas naturales. La cabala no es sino un remedo groserķsimo de esta lengua incomunicable y fecunda. Dialectos pobrķsimos e imperfectķsimos de ella son los mįs hermosos y completos idiomas del dķa. La ciencia de ahora, mentira y charlatanerķa, en comparación de la ciencia que aquella lengua llevaba en sķ misma. Cada nombre de esta lengua contiene en sus letras la esencia de la cosa nombrada y sus ocultas calidades. Las cosas todas, al oķrse llamar por su verdadero nombre, obedecen a quien las llama. Era tal el poder del linaje humano cuando poseķa esta lengua, que pretendió escalar el cielo, y lo hubiera indudablemente conseguido, si el cielo no hubiese dispuesto que la lengua primitiva se olvidase. Sólo tres sabios bien intencionados, de los cuales han muerto ya dos, guardaron en la memoria aquel idioma. Le guardaron asimismo, por especial privilegio de los diablos, Nembrot y sus descendientes. El śltimo, de éstos murió, una semana ha, por disposición tuya, ”oh __Princesa Venturosa__! y ya no queda en el mundo sino una sola persona que pueda descifrarte la carta del Kan de Tartaria. Esa persona soy yo; y para hacerte ese servicio, el rey de los genios ha conservado siglos mi vida. --Pues aquķ tienes la carta, ”oh venerable y profundo sabio! dijo la Princesa, poniendo en manos del ermitańo el misterioso escrito. --Al punto voy a descifrįrtela, contestó el ermitańo, y se caló los espejuelos, y se acercó a la lįmpara para leer. Has de dos horas estuvo leyendo en alta voz en la lengua en que la carta estaba escrita. A cada palabra que pronunciaba, el universo se conmovķa, las estrellas se cubrķan de mortal palidez, la luna temblaba en el cielo, como tiembla su imagen entre las olas del Océano, y la Princesa y sus amigas tenķan que cerrar los ojos y que taparse los oķdos para no ver los espectros que se mostraban, y para no oķr las voces portentosas, terribles o dolientes, que partķan de las entrańas mismas de la conturbada naturaleza. Acabada la lectura, se quitó el ermitańo los espejuelos, y dijo con voz reposada: --No es justo, ni conveniente, ni posible ”oh _Princesa Venturosa_! que sepas todo lo que en esta abominable carta se encierra. No es justo ni conveniente, porque hay en ella tremebundos y endemoniados misterios. No es posible, porque en cuantas lenguas humanas se hablan en el dķa son estos misterios inefables, inenarrables y hasta inexplicables. El linaje humano por medio de su incompleta y enfermiza razón llegarį a conocer, cuando pasen millares de ańos, algunos accidentes de las cosas; pero siempre ignorarį la sustancia que yo conozco, que conoce el Kan de Tartaria y que han conocido los sabios primitivos que se valieron, para sus _elocubraciones_, de esta lengua perfectķsima e intransmisible ya por nuestros pecados. --Pues estamos frescas, dijo la lavanderilla; si después de lo que hemos pasado para encontraros, y siendo vos el śnico que podéis traducir esa enmarańada carta, salķs ahora con que no queréis traducirla. --Ni quiero ni debo, replicó el vetusto y secular ermitańo; pero sķ os diré lo que la carta contiene de interesante para vosotras, y os lo diré en brevķsimas palabras, sin pararme en dibujos, porque los momentos de mi vida estįn contados y mi muerte se acerca. El Prķncipe de la China es por sus virtudes, talento y hermosura, el favorito del rey de los genios, el cual le ha salvado mil veces de las asechanzas que el Kan de Tartaria ponķa contra su vida. Viendo el Kan que le era imposible matarle, determinó valerse de un encanto para tenerle lejos de sus sśbditos y reinar en lugar suyo en el celeste imperio. Bien hubiera querido el Kan que este encanto fuera indestructible y eterno, mas no pudo lograrlo a pesar de sus maravillosos conocimientos en la magia. El rey de los genios se opuso a su mal deseo, y si bien no pudo hacer completamente ineficaces sus encantamentos y conjuros, supo despojarlos de gran parte de su malicia. Al Prķncipe, aunque convertido en pįjaro, se le dio facultad para recobrar por la noche su verdadera figura. Tuvo también el Prķncipe un palacio, donde vivir y ser tratado con todo el miramiento, honores y regalo debidos a su augusta categorķa. Se acordó, por śltimo, su desencanto, si se cumplķan las siguientes condiciones, que el Kan, asķ por la mala opinión que tienen de las mujeres, como por lo pervertida y viciosa qué estį la raza humana en general, juzgó imposibles de cumplir. Fue la primera condición, ya cumplida, que una mujer de veinte ańos, discreta, briosa y apasionada y de la mįs baja clase del pueblo, viese a los tres mancebos encantados, que son los mįs hermosos que hay en el mundo, salir desnudos del bańo, y que la limpieza y castidad de su alma fuesen tales que no se turbasen ni empańasen con el mįs ligero estķmulo de liviandad. Esta prueba habķa de hacerse en el equinoccio de primavera, cuando la naturaleza toda excita al amor. La mujer debķa sentirle por la hermosura y admirarla vivamente; pero de un modo espiritual y santķsimo. Fue la segunda condición, ya cumplida también, que el Prķncipe sin poder mostrarse sino tres instantes, y esto bajo la forma de pįjaro verde, inspirase un amor tan vehemente y casto, cuanto invencible, a una Princesa de su clase. La tercera condición, que ahora se estį acabando de cumplir, fue que la Princesa se apoderase de esta carta, y que yo la interpretara. La cuarta y śltima condición, en cuyo cumplimiento habéis de intervenir las tres doncellas que me estįis oyendo, es como sigue. Sólo me quedan dos minutos de vida, mas antes de morir os pondré en el palacio del Prķncipe al lado de la taza de topacio. Allķ irįn los pįjaros y se zambullirįn y se transformarįn en hermosķsimos mancebos. Vosotras tres los veréis; mas habéis de conservar, viéndolos, toda la castidad de vuestros pensamientos, y toda la virginidad de vuestras almas, amando, empero, cada una a uno de los tres, con un amor santo e inocente. La Princesa ama ya al Prķncipe de la China y la lavanderilla al escudero, y ambas han mostrado la inocencia de su amor: ahora falta que la doncella favorita de la Princesa se enamore del secretario por idéntico estilo. Cuando los tres mancebos encantados vayan al comedor, los seguiréis sin ser vistas, y allķ permaneceréis hasta que el Prķncipe pida la cajita de sus entretenimientos y diga, besando el cordoncito: ”Ay, cordoncito de mi seńora! ”Quién la viera ahora! La Princesa, entonces, y vosotras con la Princesa, os mostrareis al punto, y cada una darį un tierno beso en la mejilla izquierda al objeto de su amor. El encanto quedarį deshecho en el acto, el Kan de Tartaria morirį de repente, y el Prķncipe de la China, no sólo poseerį el celeste imperio, sino que heredarį asimismo todos los kanatos, reinos y provincias, que por derecho propio posee aquel encantador endiablado. Apenas el ermitańo acabó de decir estas palabras, hizo una mueca muy rara, entreabrió la boca, estiró las piernas y se quedó muerto. La Princesa y sus amigas se encontraron de sśbito detrįs de una masa de verdura, al lado de la taza de topacio. Todo se cumplió como el ermitańo habķa dicho. Las tres estaban enamoradas; las tres eran castķsimas o inocentes. Ni siquiera en el punto comprometido de dar el regalado y apretado beso sintieron mįs que una profunda conmoción toda mķstica y pura. Asķ es que inmediatamente quedaron desencantados los tres mancebos. La China y la Tartaria fueron dichosas bajo el cetro del Prķncipe. La Princesa y sus amigas lo fueron mįs aśn casadas con aquellos hombres tan lindos. El _Rey Venturoso_ abdicó, y se fue a vivir a la corte de su yerno, que estaba en Pekķn. El general que mató al Prķncipe Tįrtaro obtuvo todas las condecoraciones de China, el tķtulo de primer mandarķn y una pensión de miles de miles para él y sus herederos. Se cuenta, por śltimo, que la __Princesa Venturosa__ y el ya Emperador de China vivieron largos y felices ańos, y tuvieron media docena de chiquillos a cual mįs hermosos. La lavanderilla y la doncella, con sus respectivos maridos, siguieron siempre gozando del favor de Sus Majestades, y siendo los seńores mįs principales de toda aquella tierra. PARSONDES Aunque se ame y se respete la virtud, no se debe creer que sea tan vocinglera y tan espantadiza como la de ciertos censores del dķa. Si hubiéramos de escribir a gusto de ellos, si hubiéramos de tomar su rigidez por valedera y no fingida, y si hubiéramos de ajustar a ella nuestros escritos, tal vez ni las _Agonķas del trįnsito de la muerte_, de Venegas, ni los _Gritos del infierno_, del padre Boneta, serķan edificantes modelos que imitar. Por desgracia, la rigidez es sólo aparente. La rigidez no tiene otro resultado que el de exasperar los įnimos, haciéndoles dudar y burlarse, aunque sólo sea en sueńos, de la hipocresķa farisaica que ahora se usa. Véase, si no, el sueńo que ha tenido un amigo nuestro, y que trasladamos aquķ ķntegro, cuando no para recreo, para instrucción de los lectores. Nuestro amigo sońó lo que sigue: --Mįs de dos mil seiscientos ańos ha, era yo en Susa un sįtrapa muy querido del gran Rey Arteo, y el mįs rķgido, grave y moral de todos los sįtrapas. El santo varón Parsondes habķa sido mi maestro, y me habķa comunicado todo lo comunicable de la ciencia y de la virtud del primer Zoroastro. Siete ańos hacķa ya que Parsondes, después de iluminar el mundo con su doctrina, y de formar varios discķpulos dignos de él, habķa desaparecido, sin que le volviese a ver nadie, ni vivo ni muerto. Los buenos creyentes daban, pues, por seguro que Parsondes habķa subido a la región de la luz increada, cerca de Ahura-Mazda, donde brillaba casi tanto como los Amschaspandes y los Izeds, y donde eclipsaba, a su propio _feruer_ con beatķficos resplandores. Allķ militaba aśn en el ejército de los espķritus luminosos contra el prķncipe de las tinieblas Ahrimanes, cuya soberbia habķa humillado en esta vida terrenal, y cuyo imperio contribuķa, poderosamente a destruir en la otra vida, procurando, que se realizase la santa esperanza del triunfo definitivo del bien sobre el mal. Los sectarios de la religión de Ahura-Mazda creķan, pues, a puńo cerrado, que Parsondes debķa contarse en el nśmero de los veinte o treinta grandes profetas, precursores y continuadores de Zoroastro hasta la consumación de los siglos. Aunque en Susa y en todo el imperio de los medos, con los reinos tributarios, habķa hombres de otras varias religiones y creencias, todos respetaban y casi divinizaban igualmente a Parsondes, si bien por diversos estilos. Unos decķan que habķa encontrado la flecha de Abaris y se habķa ido por el aire, montado en ella; otros, que se habķa elevado al empķreo en el trono flotante de Salomón o en un carro de fuego; otros, que el dragón Musaros, que en la antigüedad mįs remota civilizó a los asirios, y que tenķa cuerpo de pez, cabeza de hombre y piernas de mujer, se le habķa llevado consigo a su palacio submarino, en el fondo del golfo pérsico. En resolución, aunque por distinta manera, todos convenķan en que Parsondes, el virtuoso y el sabio, estaba viviendo con los dioses. En las plazas pśblicas de Susa se veneraba su imagen, coronada la cabeza de una mitra con quince cuernos, en razón de las quince virtudes capitales que resplandecieron en él, y vestido el cuerpo de un ropaje talar lleno de otros sķmbolos mįs extrańos aśn en nuestros dķas, aunque entonces no lo fuesen. Entre tanto, las malas costumbres, el lujo, la disipación, los galanteos y las fiestas dispendiosas iban en aumento desde la muerte o desaparición de Parsondes, el cual, mientras vivió entre nosotros, no hizo mįs que condenar aquellos abusos. El Rey de Babilonia, Nanar, tributario de mi augusto amo Arteo, Rey de Media, habķa roto todo freno y corrķa desbocado por el camino de los deleites. Nosotros acusįbamos a Nanar, como Parsondes le habķa acusado antes; pero nuestra voz, menos autorizada que la suya, no tocaba el corazón de Arteo, ni le decidķa a destronar a Nanar, y a poner otro Rey mįs morigerado en Babilonia. Nanar era mįs descreķdo y libertino que Sardanįpalo, y en Babilonia no se adoraba ya a otro dios que al interés y a Milita, o como si dijéramos, a Venus. En vano mis camaradas y yo predicįbamos contra la corrupción. El vulgo y la nobleza se nos reķan en las narices. Nosotros nos vengįbamos con hablar de la santa vida de Parsondes y con ponerla en contraposición de la vida que ellos llevaban. Asķ iban las cosas, cuando una mańanita Arteo me hizo llamar muy temprano a su presencia. --Hay esperanzas, me dijo, de que Parsondes viva aśn; pero, si ha muerto, es menester vengarle y castigar a su matador, que no puede ser otro que el rey Nanar. --Tu sabidurķa, seńor, le contesté, es como la luz, que lo penetra y descubre todo. Vences al cocodrilo en prudencia y al lince en perspicacia; pero, æcómo has sabido que Parsondes puede vivir aśn, y que, si ha muerto, Nanar ha sido su asesino? æNo han asegurado los magos que Parsondes estį en el cielo? æNo han descubierto los astrólogos en la bóveda azul una estrella, antes nunca vista, y no han reconocido en esa estrella el alma de Parsondes? --Asķ es la verdad, replicó el Rey, pero yo he llegado a averiguar, por revelación de algunos caballeros babilonios descontentos de Nanar, que éste, furioso de lo que Parsondes clamaba contra él, envió siete ańos ha emisarios por todas partes para que ocultamente le prendiesen y llevasen a su alcįzar; y allķ debe de estar Parsondes, o muerto, o padeciendo tormentos horribles. --”Ah, seńor! exclamé yo al punto, postrįndome a los pies del Rey, justo es vengar una maldad tan espantosa. Permite que yo sea el instrumento de tu venganza, y que salve a mi querido maestro del cautiverio en que, si no ha muerto, se halla. El Rey me dijo que con ese fin me habķa llamado, y que al instante me preparase a partir con el acompańamiento debido, y órdenes terminantes suyas para que Nanar me respondiese con su vida de la del santo varón, o le pusiese en libertad. Aquel mismo dķa, que era uno de los mįs calurosos del estķo, salķ de Susa en un magnķfico carro tirado por cuatro caballos įrabes. Un hįbil cochero iba dirigiéndole, y dos esclavos etķopes me acompańaban también en el carro, haciendo aire el uno con un abanico de plumas de avestruz, y sosteniendo el otro, sobre rico varal de marfil, prolijamente labrado, el ancho parasol de seda. Cuatrocientos jinetes, todos con aljabas, arcos y flechas, vestidos de malla y cubierta la cabeza con sendos capacetes de bronce, nielado de refulgentes colores, me seguķan y me daban mayor autoridad y decoro. Seis batidores, montados en rayadas y velocķsimas cebras, iban delante de mķ, a fin de anunciarme en las diversas poblaciones. Las vituallas y refrescos que traķamos para suplir las faltas del camino, venķan sobre los lomos de veinte poderosos elefantes. Por no pecar de prolijo, no refiero aquķ menudamente los sucesos de mi viaje. Baste saber que el décimo dķa descubrimos a lo lejos los muros ingentes de Babilonia, obra de Nabucodonosor y de Nitócris. Tenķan treinta varas de espesor, circundaban la ciudad, formando una zona de veintidós leguas de bojeo, y se elevaban, por la parte mįs baja, ciento veinte varas sobre la tierra; tanto como los campanarios de las catedrales de ahora. Un copete de verdura coronaba los muros. Eran los jardines pensiles. Sobre los muros y sobre los jardines descollaban algunos edificios, como los palacios reales, el templo de Belo y la famosa torre de Nemrod, que constaba de ocho pisos, de mįs de doscientas varas de alto el primero. Desde la cima de esta torre, que parecķa tocar la bóveda celeste, presumķan tratar los sabios antiguos con los dioses, secretas inteligencias o genios que mueven los astros. Aunque tan distantes aśn, y de un modo confuso, creķamos ya percibir las colosales figuras esculpidas y pintadas en las paredes exteriores de palacios y templos; aquellos toros con cabeza de hombre y aquellos hombres con cabeza de león; aquellos próceres y aquellos guerreros, ceńidos los rińones de talabartes, de que se enamoraron Oala y Oliba. El sol reflejaba desde Oriente sobre los gigantescos edificios y sobre las cien puertas enormes de la ciudad, que eran de bronce dorado. El resplandor que despedķan deslumbraba los ojos. El Eufrates y el Tķgris, serpenteando y heridos también por los rayos del sol que rielaba en sus ondas, se asemejaban a dos cintas de oro en fusión que formaban un lazo. Los batidores se habķan adelantado a anunciar mi llegada. De repente vimos levantarse en la extensa y fértil llanura, entre las huertas, jardines y verdes sotos, por donde estaba abierto el camino, una nubecilla blanca que se iba agrandando. Luego vimos una mancha oscura que se movķa hacia nosotros. Poco después llegó a todo correr uno de mis batidores a decirme que Nanar se acercaba a recibirme con numerosa comitiva. En esto la mancha oscura se habķa agrandado en extremo, y empezamos a oķr distintamente el son de los instrumentos mśsicos, el relinchar de los caballos y el resonar de las armas. Notamos, por śltimo, el resplandor del oro y de la plata, el lujo de las vestiduras y la magnificencia de los que a recibirnos venķan. Hice entonces que el cochero aguijase los caballos, y pronto estuve cerca del Rey Nanar, que venķa en un soberbio palanquķ de bambś, sįndalo y nįcar, sostenido por doce gallardos mancebos. El Rey bajó del palanquķn y yo del carro, y nos saludamos y abrazamos con mutua cordialidad. La tśnica del Rey era de tisś de oro, bordada de seda de mil colores. En el bordado se representaban todas las flores del campo y todos los pįjaros del aire y todas las estrellas del éter. Llevaba el Rey una tiara no menos estupenda, ajorcas y brazaletes, y por zarcillos dos redondas perlas, del tamańo cada una de un huevo de perdiz. Su cabellera le caķa en bucles perfumados sobre la espalda, y la barba formaba menudķsimos rizos, artķstica y simétricamente ordenados. Su vestido y su persona despedķan delicada fragancia. A pesar de mi severidad, no pude menos de admirarme de la finura del Rey Nanar, y confesé, allį en mis adentros, que era la persona mįs _comm'il faut_ que habķa yo tratado en mi vida. El Rey me alojó en su alcįzar, me dio fiestas espléndidas, y me distrajo de tal suerte que casi me hizo olvidar el objeto de mi misión. Ya tenķamos un concierto, ya un baile, ya una cena por el estilo de la que dio Baltasar muchos ańos después. Yo no me atrevķa a preguntar al Rey qué habķa hecho de Parsondes. Yo no comprendķa que un seńor tan excelente, que agasajaba y regalaba a los huéspedes con aquella elegancia y cortesanķa, hubiese dado muerte o tuviese en duro cautiverio a mi querido maestro. Por śltimo, una noche me armé de toda mi austeridad y resolución, y dije a Nanar, en nombre del Rey mi amo, que en el momento mismo iba a decir dónde estaba el virtuoso Parsondes, si no querķa perder el reino y la vida. Nanar, en vez de contestarme, hizo venir al punto a todas las bayaderas y cantatrices que habķa en el alcįzar: se entiende que fuera del recinto, harén o como quiera llamarse, reservado a sus mujeres. Las tales sacerdotisas de Milita pasaban de novecientas, y eran de lo mįs bello y habilidoso que a duras penas pudiera encontrarse en toda el Asia. Las muchachas llegaron bailando, cantando y tocando flautas, crótalos y salterios, que era cosa de gusto el verlas y el oķrlas. Yo me quedé absorto. Nanar me dijo, y aquķ fue mayor mi estupefacción: --Ahķ tienes al santo Parsondes en medio de esas mujeres. Parsondes, ven acį y saluda a tu antiguo discķpulo. Salió entonces del centro de aquella turba femenina uno que, a no ser por la barba, hubiera podido confundirse con las mujeres. Traķa pintadas las cejas de negro, de azul los pįrpados, a fin de que brillasen mįs los ojos, y las mejillas cubiertas de colorete. Estaba todo perfumado, su traje era casi tan rico como el del Rey, su andar afeminado y lįnguido; de sus orejas pendķan zarcillos primorosos; de su garganta un collar de perlas; ceńķa su frente una guirnalda de flores. Era el mismo Parsondes, que me echó los brazos al cuello. --Yo soy, me dijo, muy otro del que antes era. Vuélvete, si quieres, a Susa, pero no digas que vivo aśn, para que no se escandalicen los magos, y para que sigan teniendo un ejemplo reciente de santidad a que recurrir. Nanar se vengó de mi ruda y desalińada virtud haciéndome prisionero y mandando que me enjabonasen y fregasen con un estropajo. Después han seguido lavįndome y perfumįndome dos veces al dķa, regalįndome a pedir de boca, y obligįndome a estar en compańķa de todas estas alegres seńoritas, donde he acabado por olvidarme de Zoroastro y de mis austeras predicaciones, y por convencerme de que en esta vida se ha de procurar pasarlo lo mejor posible, sin ocuparse en la vida de los otros. Cuidados agenos matan al asno, y nadie lo es mįs que quien se mezcla en censurar los vicios de los otros, cuando sólo le ha faltado la ocasión para caer en ellos, o cuando, si en ellos no ha caķdo, se lo debe a su ignorancia, mal gusto y rustiqueza. Las manos me puse en los oķdos para no oķr semejantes blasfemias en boca de aquel sabio admirable. Desesperado y rabioso estaba yo de verle convertido en _bon vivant_, con sus puntas y collar de bribón desvergonzado; mas para evitar habladurķas escandalosas, determiné aconsejar al colegio de los magos que siguiese sosteniendo que Parsondes habķa subido al empķreo, y que siguiese venerando su imagen, sin descubrir nunca, antes negando rotundamente, que Parsondes vivķa con las bailarinas de Babilonia, en el alcįzar de Nanar. En esto desperté de mi sueńo y me volvķ a encontrar en mi pobre casita de esta corte. --Creo, ańadķa nuestro amigo al terminar su cuento, que con menos riqueza y a menos costa pueden los Nanares del dķa seducir a los Parsondes que zahieren su inmoralidad y sus vicios, movidos, no de la caridad, sino de la envidia. Los que no estén seguros de la propia virtud y entereza de įnimo han de ser, pues, mįs indulgentes con los Nanares. ”Desdichado aquel que hace alarde de virtud sin tenerla probadķsima! ”Dichoso aquel que la practica y calla! EL BERMEJINO PREHISTÓRICO O LAS SALAMANDRAS AZULES I Siempre he sido aficionado a las ciencias. Cuando mozo, tenķa yo otras mil aficiones; pero como ya soy viejo, la afición cientķfica prevalece y triunfa en mi alma. Por desgracia o por fortuna me sucede algo de muy singular. Las ciencias me gustan en razón inversa delas verdades que van demostrando con exactitud. Asķ es que apenas me interesan las ciencias exactas, y las inexactas me enamoran. De aquķ mi inclinación a la filosofķa. No es la verdad lo que me seduce, sino el esfuerzo de discurso, de sutileza y de imaginación que se emplea en descubrir la verdad, aunque no se descubra. Una vez la verdad descubierta, bien demostrada y patente, suele dejarme frķo. Asķ, un mancebo galante, cuando va por la calle en pos de una mujer, cuyo andar airoso y cuyo talle le entusiasman, y luego se adelanta, la mira el rostro, y ve que es vieja, o tuerta, o tiene hocico de mona. El hombre ademįs serķa un mueble si conociera la verdad, aunque la verdad fuese bonita. Se aquietarla en su posesión y goce y se volverķa tonto. Mejores, pues, que sepamos pocas cosas. Lo que importa es saber lo bastante para que aparezca o se columbre el misterio, y nunca lo bastante para que se explique o se aclare. De esta suerte se excita la curiosidad, se aviva la fantasķa y se inventan teorķas, dogmas y otras ingeniosidades, que nos entretienen y consuelan durante nuestra existencia terrestre; de todo lo cual carecerķamos, siendo mil veces mįs infelices, si de puro rudos no se nos presentase el misterio, o si de puro hįbiles llegįsemos a desentrańar su hondo y verdadero significado. Entre estas ciencias inexactas, que tanto me deleitan, hay una, muy en moda ahora, que es objeto de mi predilección. Hablo de la prehistoria. Yo, sin saber si hago bien, divido en dos partes esta ciencia. Una, que me atreverķa a llamar prehistoria geológica, estį fundada en el descubrimiento de calaveras, canillas, flechas y lanzas, pucheretes y otros cacharros, que suponen los sabios que son de una edad remotķsima, que llaman de piedra. Esta prehistoria me divierte menos, y tiene, a mi ver muchķsimos menos lances que oirį prehistoria que llamaremos filológica, fundada en el estudio de los primitivos idiomas y en los documentos que en ellos se conservan escritos. Esta es la prehistoria que a mķ me hace mįs gracia. ”Qué variedad de opiniones! ”Qué agudas conjeturas! ”Con qué arte se disponen y ordenan los hechos conocidos para que se adapten al sistema que forja cada sabio! Ya toda la civilización nace de Egipto; ya de los acadies en el centro del Asia; ya viene de la India; ya de un continente que llaman Lemuria, hundido en el seno del mar, al Sur, entre Įfrica y Asia; ya de otro continente, que hubo entre Europa y América, y que se llamó la Atlįntida. Sobre el idioma primitivo, asķ como sobre la primitiva civilización, se sigue disputando. Hasta se disputa sobre si fue uno o fueron varios los idiomas: esto es, sobre si los hombres empezaron a dispersarse por el mundo _alalos_, o digamos, sin habla aśn, y en manadas, y luego fueron inventando diversos idiomas en diversos puntos, o sobre si antes de la dispersión hablaban ya todos una sola lengua. Mi prurito de curiosear me induce a leer cuantos libros nuevos van saliendo sobre esta materia, que no son pocos; y mientras mįs desatinados son, miradas las cosas por el vulgo de los timoratos, mįs me divierten los tales libros. En estos śltimos dķas los libros que he leķdo van en contra de los arios, de los egipcios, de los semitas y de otras naciones y castas, que antes pasaban por las civilizadoras en grado superior. Si los libros antiguos han sostenido que la civilización, como la luz solar, se difundió de Oriente hacia Occidente, estos nuevos libros afirman que se difundió en sentido inverso, de Occidente hacia Oriente. Todo el saber de los magos de Irįn y de Caldea, de los brahmanes de las orillas del Ganges, de los sacerdotes de Isis y Osiris, de los iniciados en Samotracia y de los pueblos de Fenicia y Frigia, no vale un pito, comparado al saber de ciertos galos primitivos, cuyo centro de luz estuvo en un Parķs prehistórico. Los galos y sus bardos y druidas, poetas y sacerdotes, lo enseńaron todo; pero su misma, ciencia era ya reflejo confuso y recuerdo no completo de la ciencia que poseyeron, en el centro del paķs fértil y hermoso que hoy se llama Francia, antes de la venida de los celtas, otros hombres mįs primitivos y excelentes que llamaremos hiperbóreos o protoscitas. Pero æqué lengua hablaban estos protoscitas o hiperbóreos, cuyo centro y foco civilizador fue un Parķs de hace seis o siete mil ańos lo menos? Hablaban la lengua euskara, vulgo vascuence. æDe dónde habķan venido? Habķan venido de la Atlįntida, que se hundió. æQué conocimientos tenķan? Tenķan todos los conocimientos que hoy poseemos y muchos mįs que se han ofuscado por medio de fįbulas y de otras nińerķas. Asķ, pues, los arimaspes, que tenķan un ojo solo y miraban al cielo, eran los astrónomos de entonces, que ya conocķan el telescopio; y la flecha en que Abaris iba cabalgando de un extremo a otro de la tierra, era el globo aerostįtico o un artificio para volar con dirección y brśjula, etc., etc., etc. Ya se entiende que la época de los arimaspes y la de Abaris son de decadencia para la civilización hiperbórea. Confieso que todo este sistema me encantó. No es mi propósito exponerle aquķ. Paso volando sobre él y voy a mi asunto. Digo, no obstante, que me encantó por dos razones. Es la primera lo mucho que Francia me agrada. æCuanto mįs natural es que el germen de la civilización europea haya nacido y florecido, desde antiguo, en aquel feraz y riquķsimo jardķn, en aquel suelo privilegiado, que no en la Mesopotamia o en las orillas del Nilo? Y es la segunda razón, la de que tengo amigos guipuzcoanos, que habrįn de alegrarse mucho, si se prueba bien que su lengua y su casta fueron el instrumento de que se valió la Providencia para acabar con la barbarie, iluminar el mundo y adoctrinar a las demįs naciones. ”Cuįnto se holgarį de esto, si vive aśn, como deseo, mi docto y querido amigo D. Joaquķn de Irizar y Moya, que ha escrito obras tan notables sobre la lengua vascuence, echando la zancadilla a los Erros, Larramendis y Astarloas! Algo aprovecharį él de las flamantes invenciones para dar mįs vigor a su sistema, arreglįndole de suerte que se ajuste y cuadre con la mįs perfecta ortodoxia católica. Sea como sea, para mķ es evidente que antes de que penetraran en Espańa los celtas, los fenicios, los griegos y otras gentes, hubo en Espańa un pueblo civilizado, que llamaremos los iberos. Este pueblo se extendķa por toda nuestra penķnsula, y aun tenķa colonias en Cerdeńa, en Italia y en otras partes, como Guillermo Humbolt lo ha demostrado. Eran vascos y hablaban la lengua euskara. La nación y estado mįs culto e ilustre entre ellos fue la repśblica de los turdetanos, quienes, segśn testimonio de Estrabon, tuvieron letras y leyes y lindos poemas en verso, que contaban seis mil ańos de antigüedad. Ahora bien, los alfabetos celtibérico y turdetano, que ha reconstruido y publica don Luis José Velįzquez, son muy modernos en comparación de la fecha anteriormente citada. Dichos alfabetos son un trasunto del fenicio o del griego, y debe suponerse, por lo tanto, que antes de la venida a Espańa de griegos y de fenicios, los turdetanos tuvieron alfabeto propio, con el cual escribieron sus poemas y demįs obras. A mi ver, el Sr. D. Manuel de Góngora y Martinez ha tenido la gloria de descubrir este alfabeto. Véanse las inscripciones que Osiris en sus _Antigüedades prehistóricas de Andalucķa_, de la _Cueva de los letreros_ y de otras cuevas y escondites, algunos de los cuales se hallan cerca del lugar de Villabermeja, lugar que yo he tratado de hacer famoso, asķ como a su mįs conspicuo habitante el Sr. D. Juan Fresco. A corta distancia de Villabermeja hay un sitio, que apellidan el Laderon, donde cada dķa se descubren vestigios y reliquias de una antiquķsima y floreciente ciudad. El erudito y sagaz anticuario D. Aureliano Fernandez Guerra prueba que allķ estuvo Favencia, en tiempo de los romanos, ciudad que desde época muy anterior se llamaba Vesci. Don Juan Fresco, excitada su curiosidad y estimulada su actividad infatigable, desde que el Sr. Góngora, publicando en 1868 sus _Antigüedades_, le puso sobre la pista, se ha dado a buscar letreros en _Cuevas escritas_ y en otros monumentos que hay cerca de Vesci, y los ha hallado y reunido en mucha copia. Emulo de Champollion Figeac, Anquetil Duperron, Burnouf, Grotefend, Oppert y Lassen, mi referido amigo D. Juan Fresco cree haber descifrado estos garrapatos ibéricos primitivos, como aquellos otros sabios, los hieroglķficos, la escritura cuneiforme y demįs reconditeces. Yo no intento abogar aquķ por el descubrimiento de mi tocayo y paisano y demostrar que es evidente. Esto ya lo harį él en su dķa. Yo voy a limitarme a referir una historia que Don Juan Fresco dice haber leķdo en ciertas inscripciones semejantes a las de la _Cueva de los letreros_. Entendidas las letras, parece que lo demįs es llano, pues el idioma ibero primitivo es casi el vascuence de ahora. Me pesa de no dar aquķ la traducción exacta del texto original. Don Juan Fresco no ha querido comunicįrmela. Haré, pues, la narración con las pausas, explicaciones y comentarios intercalados que él la ha hecho. De otro modo no se comprenderķa. La historia es relativamente moderna; pues, segśn mi amigo, todavķa han de descubrirse leyendas e historias en lengua proto-ibérica, mįs antiguas y venerables que el poema egipcio de Pentaur sobre una hazańa de Sesóstris o Ransés II, y que los poemas hallados por nuestro conocido el diplomįtico Sr. Layard en la biblioteca de Asurbanipal en Nķnive: poemas ya arcaicos ocho siglos antes de Cristo, y traducidos los mįs de la lengua sagrada de los acadies, entonces tan muerta como el latķn ahora entre nosotros. Y esto no debe maravillarnos, porque segśn Roisel, en _Los Atlantes_, toda cultura viene de éstos, antes de que la hubiera en Caldea, en Asiria, en Egipto o en punto alguno de Oriente. Es una lįstima que no tengamos aśn documentos del siglo de oro o de los siglos de oro de la literatura atlįntica parisina, de harį unos ocho mil ańos, ni de la emanación bética de aquella cultura, implantada a orillas del Guadalquivir por los turdetanos. El documento hallado, descifrado, explicado y comentado por Don Juan Fresco es de época relativamente fresca: como si dijéramos de ayer de mańana. Ya la cultura ibérica indķgena habķa decaķdo, y Espańa se veķa llena de colonias fenicias y aun griegas. Los de Zazinto habķan ya fundado a Sagunto, y hacķa mįs de un siglo que habķan fundado los tirios a Mįlaga, Abdera, Hispalis y Gades. Era por los ańos de 1000, antes de nuestra era vulgar, sobre poco mįs o menos. II Vesci era una ciudad importante de la confederación de los tśrdulos. En el tiempo a que nos referimos, los vescianos tenķan ya la misma calidad que a sus descendientes del dķa les ha valido el dictado de bermejinos: casi todos eran rubios como unas candelas. Descollaba entre todos, asķ por lo rubio como por lo buen mozo y gallardo, el elegante y noble mancebo Mutileder. Disparaba la honda con habilidad extraordinaria y mataba a pedradas los aviones que pasaban volando; montaba bien a caballo; guiaba como pocos un carro de guerra; sabķa de memoria los mejores versos turdetanos y los componķa también muy regulares; con un garrote en la poderosa diestra era un hombre tremendo; con las mujeres era mįs dulce que una arropķa y mįs sin hiel que una paloma; corrķa como un gamo; luchaba a brazo partido como los osos, y poseķa otra multitud de prendas que le hacķan recomendable. Casi se puede asegurar que su śnico defecto era el de ser pobre. Mutileder, huérfano de padre y madre, no tenķa predios urbanos ni rśsticos, vivķa como de caridad en casa de unos tķos suyos, y en Vesci no sabķa en qué emplearse para ganarse la vida. Era un seńor, como vulgarmente se dice, sin oficio ni beneficio. Frisaba ya en los veinticuatro ańos, y harto de aquella vida, y ansiando ver mundo, pidió la bendición a sus tķos, quienes se la dieron acompańada de algśn dinero, y tomando ademįs armas y caballo, salió de Vesci a buscar aventuras y modo de mejorar de condición. Como Mutileder tenķa tan hermosa presencia, y era ademįs simpįtico y alegre, por todas partes iba agradando mucho. Los sugetos de suposición y campanillas le convidaban a bailes y fiestas, y las damas mįs graciosas y encopetadas le ponķan ojos amorosos; pero él era bueno, pudibundo e inocentón, y nada śtil sacaba de todo esto. El dinero que le dieron sus tķos se iba consumiendo, y no acudķa nuevo dinero a reemplazarle. Asķ, deteniéndose en diferentes poblaciones, como, por ejemplo, en Igįbron; pasando luego el Sķngilis, hoy Genil; entrando en la tierra de los turdetanos, y parando también en Ventipo, llegó a un lugar de los bįstulos que se llamaba entonces Aratispi, y que yo sospecho que ha de ser la Alora de nuestros tiempos, tan famosa por sus _juegos llanos_. Allķ tenķa Mutileder una prima, que era un sol de belleza, con diez y ocho ańos de edad, y mįs rubia que él, si cabe. Esta prima se llamaba Echelorķa. Su padre, viudo y muy rico, la idolatraba. Mutileder y Echelorķa eran de casta ibera purķsima, sin mezcla alguna de celtas ni de fenicios. Sus familias, o mejor diré su familia, pues era una misma la de ambos, se jactaba, no sin fundamento, de descender de los primitivos atlantes, que habķan emigrado muchos siglos hacķa, cuando se hundió en el mar la Atlįntida, y que, yendo unos por mar siempre, habķan llevado a Egipto la cultura, mucho antes de la civilizadora expedición de Osiris, mientras que otros, conocidos después con el nombre de hiperbóreos, desembarcando en Francia, habķan difundido la luz y fundado florecientes Estados, caminando hacia Oriente hasta mįs allį de las montańas Rifeas, e influyendo, por śltimo, en el despertar a la vida polķtica y culta de los arios y de los semitas. En suma, Echelorķa y Mutileder eran dos personas ilustres y dignas de serlo por su mérito. Apenas se vieron, se amaron... æQué digo se amaron? Se enamoraron perdidamente el uno de la otra y el otro de la una. El padre de Echelorķa, que no tenķa nada de lerdo, notó en seguida el amor de la muchacha y procuró acabar con él, porque el primito no poseķa otro patrimonio que su apasionado corazón; pero Echelorķa estaba prendada de veras, y el padre, que en el fondo era un bendito, se avino y se resignó al cabo a que Mutileder aspirase a ser su yerno. Ambos amantes se juraron eterna fidelidad. «Antes morir que ser de otro», dijo ella. «Antes morir que ser de otra», respondió él. Y esta promesa se hizo repetidas veces y se solemnizó y corroboró con los juramentos mįs terribles. Después de esto, æqué remedio habķa sino casar cuanto antes a los primos novios? Asķ lo resolvió el padre, y se empezaron a hacer los preparativos para la boda, que debķa verificarse en el próximo otońo. Era ya el fin de la primavera, y en aquellas edades antiquķsimas sucedķa lo propio que ahora que a la primavera seguķa el verano. Aratispi era lugar mįs bonito que lo es Alora al presente. En torno habķa, como hay aśn, fértiles huertas y frondosos y siempre verdes bosques de naranjos y limoneros; pero los cerros que limitaban aquel valle amenķsimo, en vez de estar pelados, como ahora, estaban cubiertos de encinas, alcornoques, algarrobos, castańos y otros įrboles, entre cuyos troncos y a cuya sombra crecķan brezos, helechos, tomillo, mejorana, mastranzo y otras plantas y hierbas olorosas. Era tal entonces la generosidad de aquel suelo, que las palmas enanas, que hoy suelen cubrirle y que apenas sirven para mįs que para hacer escobas y esportillas, se alzaban a grande altura, mientras que las crestas mįs empinadas de los montes, calvas ahora, se veķan cubiertas de una verde diadema de abetos, de pinos y de cipreses. A pesar de todo, fuerza es confesar que en verano hacķa entonces en Aratispi un calor de todos los demonios. Echelorķa quiso, con razón, tomar algunos bańos de mar, y su padre la llevó a un puerto muy bonito, cerca de Mįlaga, que D. Juan Fresco y yo calculamos que debió de ser Churriana. Naturalmente Mutileder fue a Churriana también, acompańando a su futura. Los primos estaban como dos tortolitas, arrullįndose siempre. Mientras mįs miraba él a Echelorķa, mįs linda y angelical la encontraba y mįs melifluo se ponķa con ella. Y mientras mįs miraba Echelorķa a Mutileder, mayor nśmero de perfecciones y de excelencias hallaba en él. Pues no digamos nada, porque serķa cuento de nunca acabar, de la mutua admiración que nacķa en ambas almas al considerar el talento o la habilidad del objeto de su amor. Cada pedrada que tiraba Mutileder mataba un pajarillo y partķa el corazón de Echelorķa, a fuerza de entusiasmo. Y Echelorķa, por su parte, a mįs de encantar a Mutileder con los cantares que sabķa entonar, le habķa hecho una honda de pita, tan llena de sutiles y primorosas labores, que él se quedaba horas enteras embobado contemplando la honda. Los dos enamorados gozaban de la mįs completa libertad y se iban solos de paseo por aquellos vericuetos y andurriales; ya por la orilla del resonante mar; ya por los encinares y olivares que vestķan aquellos alcores; ya por los verjeles, sotos y alamedas del valle, regado por un riachuelo cristalino. Pero uno y otro eran tan como Dios manda, que a pesar de lo mucho que se querķan, no se propasaron nunca a otra cosa sino a estrecharse afectuosamente las manos, y una o dos veces a lo mįs, a consentir ella en recibir un casto beso en la tersa y cįndida frente, y a lograr él estamparle. La suma virtud y exquisita delicadeza de estos primos lo ponķa todo en reserva para el dķa dichoso en que la religión y las leyes consagrasen su unión indisoluble. Entre tanto se decķan doscientas mil ternuras a cada momento. «Tu nombre es un sello que he puesto sobre mi corazón», exclamaba Echelorķa. «Mi corazón es tuyo para siempre: antes dejarį de latir que de amarte a ti sola», contestaba Mutileder. En estos coloquios se pasaban las horas, y de continuo estaban juntos ambos amantes, menos cuando Echelorķa se retiraba a dormir al lado de su anciana nodriza y en estancia muy resguardada, o bien cuando iba a la playa a bańarse; pues entonces, a fin de evitar el qué dirįn y las murmuraciones, Mutileder no se bańaba con ella, tal vez por no usarse aśn trajes de bańo, tan complicados y encubridores de las formas como los que se llevan ahora en Biarritz y en otros sitios. III Mįlaga era ciudad fenicia de mucho comercio. Casi competķa con Cįdiz. Su puerto estaba lleno de naves tirias, pelasgas, griegas y etruscas. En sus tiendas se vendķan mil primores traķdos de lejanos paķses: telas de lana, teńidas de pśrpura en Tiro; joyas de oro, hechas en Ménfis, en Sais y en otras ciudades egipcias; piedras preciosas y tejidos de algodón del Indostįn; alfombras de Persia, y hasta sederķa del casi ignorado paķs de los Seras. Echelorķa fue a Mįlaga varias veces, con su padre y con su novio, a recorrer dichas tiendas y a comprar galas para el suspirado dķa del casamiento. Hallįbase a la sazón en Mįlaga uno de los mįs audaces y sabios marinos que habķa entonces en el mundo: el célebre Adherbal. Acababa de hacer una navegación felicķsima, y su nave se parecķa, anclada en el puerto, cargada de estańo, įmbar, hierro, pieles de armińos y de castores, y otros objetos de valor que él habķa ido a buscar a las costas de Francia, Inglaterra y otras regiones del Norte de Europa, a donde sólo los fenicios se aventuraban a llegar en aquella época. Adherbal pensaba volver pronto a Tiro; pero antes debķa tomar en Mįlaga cobre, vino, azogue y oro en polvo de las arenas de nuestros rķos, dejando allķ en cambio parte de su cargamento. Paseando un dķa por el muelle vio Adherbal a Echelorķa, y al verla juró por Melcart y por Astoret, como si dijéramos por Hércules y por Venus, que jamįs habķa visto criatura mįs linda y salada. Ganas tuvo de llegarse de sśbito a la muchacha y de soltarle el pavo, esto es, de decirle sin ceremonia sus atrevidos pensamientos: pero Mutileder iba al lado de ella, mirando receloso a todas partes, con la barba sobre el hombro, en actitud desconfiada y hostil, y blandiendo un enorme y fiero garrote. La prudencia refrenó los ķmpetus del marino fenicio. Bastaba ver de refilón a Mutileder para hacerse cargo de que era capaz de deslomar a cualquiera de un garrotazo, si llegaba a descomponerse un poco con la hermosa y cįndida Echelorķa. Adherbal, como queda dicho, era prudente, pero era obstinado también, emprendedor y ladino. Echelorķa no produjo en él una impresión fugaz y ligera, sino profunda y durable. Asķ fue que determinó averiguar quién era y dónde vivķa, y lo consiguió con discreción y recato. Dos o tres veces fue después a caballo a Churriana con disimulo, y volvió a ver a la nińa, quedando cautivo de su singular donaire. Por śltimo, por medio de personas listas del paķs, se informó de la vida de Echelorķa, supo que iba a casarse con Mutileder, y no quedó pormenor de que no llegase a tener cabal noticia. Con estos elementos formó Adherbal un plan diabólico, el cual le salió bien, como por desgracia salen bien casi todos los planes diabólicos. Una mańana muy temprano levó anclas su nave y zarpó del puerto de Mįlaga, después de despedirse él para Tiro. Fuera ya la nave del puerto, se quedó, muy cerca de la costa, hacia el Oeste, dando bordeadas como para ganar mejor viento. Asķ trascurrieron algunas horas, hasta que llegó aquélla en que la gentil Echelorķa bajaba a bańarse en la mar. Entonces saltó Adherbal en una lancha ligerķsima con ocho remeros pujantes y otros dos hombres de la tripulación, grandes nadadores y buzos, y de los mįs įgiles y devotos a su persona. Con la lancha se acercó cautelosamente, ocultįndose en las sinuosidades de la costa y al abrigo de las peńas y montecillos, hasta que llegó cerca del lugar donde Echelorķa se bańaba, creyéndose segura y con el mįs completo descuido. Los nadadores se echaron entonces al agua, zambulleron, surgieron de improviso donde Echelorķa estaba bańįndose, se apoderaron de ella a pesar de sus gritos, que pronto terminaron en desmayo causado por el suato, y en aquella disposición, hermosa e interesante como una ondina, se la llevaron a la lancha, donde Adherbal la recibió en sus brazos, y luego la condujo a bordo de su nave. Ésta desplegó al punto todas sus velas, y aprovechįndose de un viento fresco de Poniente, que acababa de levantarse, no corrķa, sino que volaba sobre las ondas azules del Mediterrįneo. Varias muchachas, que se bańaban con Echelorķa, huyeron con espanto de aquella zalagarda, y, saltando en tierra, alarmaron con sus gemidos y sollozos a la nodriza, que estaba en éxtasis y de nada se habķa percatado. En cambio, apenas se enteró de lo ocurrido, se extremó en hacer muestras de su dolor. Allķ fue el mesarse las venerables canas, el revolcarse por el suelo, y el dar tan formidables chillidos, que Mutileder, aunque estaba lejos, acudió al sitio, oyéndolos. El infeliz amante supo entonces toda la enormidad de su infortunio, mas demasiado tarde por desgracia. La nave del raptor se percibķa aśn, pero lejos, y navegando con tal rapidez que pronto iba a perderse detrįs de la comba que forma el mar, marcando una curva de azul profundo en el cielo mįs claro. El furor de Mutileder fue indescriptible, aunque a nada conducķa. Ni siquiera supo a punto fijo el infeliz amante quién habķa sido el raptor, por mįs que sospechase de aquel marino que en Mįlaga habķa puesto en Echelorķa los lascivos y codiciosos ojos. Estos raptos de mujeres eran frecuentķsimos en aquellas edades heroicas, y habķan dado ya y debķan seguir dando ocasión a no pocos disturbios y guerras. Los fenicios habķan robado a Io, hija de Inaco; los griegos habķan robado a Europa de Fenicia, a Medea de Coicos, y a Ariadna de Creta; y por śltimo, un prķncipe frigio habķa robado a la bella Helena, mujer del rey de Esparta, Menelao, motivando asķ una lucha larga y mortķfera, y al cabo la destrucción de Troya. Don Juan Fresco explica, a mi ver, de un modo satisfactorio estos raptos de mujeres. Supone que la mujer, por lo mismo que su belleza es tan delicada, no se crķa naturalmente. Lo śnico que se crķa es la hembra del hombre. La verdadera mujer es producto artificial, que resulta de grande esmero y cuidado y de exquisito y alambicado cultivo. De aquķ la rareza entonces de la verdadera mujer y el mįgico y portentoso efecto que producķa en el alma de guerreros bįrbaros y briosos, avezados a ver hembras solamente. Cuando los hombres se recobraban de su pasmo volvķan a hacer a la mujer de peor condición que al esclavo mįs humilde; pero, en ocasiones, una mujer bien lavada, cuidada y compuesta, infundķa amor ferviente, frenético entusiasmo y cierta adoración como si fuese algo divino. De aquķ las patrańas o _mitos_ de las hadas y encantadoras como Circe y Calipso, que convertķan a los hombres en bestias; la _ginecocracia_, esto es, el imperio de la mujer, establecido en muchas partes, como en el paķs de las Amazonas y en la Arabia Feliz; y el omnķmodo influjo, ora funesto, ora śtil, que ejercieron algunas damas en los varones mįs crudos y valerosos, como Onfale en Hércules, Dįlila en Sansón, Betzabé en David, Egeria en Numa, y Judit en Holofernes. De aquķ, por śltimo, que ganasen tanto crédito las sibilas, las pitonisas y las druidisas; todo ello, sin duda, porque cuidaban mįs de sus personas, y lograban pulir y descubrir la escondida hermosura, invisible por lo general en la hembra por falta de pulimento y aseo. Ademįs, el entender la hermosura y el afanarse por lograrla hacķan hermosa a la mujer. Hoy, mucho de esta cualidad, domeńada ya la naturaleza rebelde, suele trasmitirse por herencia; pero en los tiempos heroicos, la hermosura era como inspirada creación que la mujer artista realizaba en su propio cuerpo, a fuerza de esmerarse. Todavķa, cinco siglos después de la época en que ocurre nuestra historia, asombran el estudio, la prolijidad y los preparativos minuciosos de que se valķan las mujeres para presentarse de una manera digna. A fin de agradar al rey Asnero, que buscaba reina, después de repudiada Vastķ, se pasaban las chicas un ańo entero frotįndose con linimentos y pomadas, saumįndose, lavįndose, perfilįndose y acicalįndose. En el dķa, con una hora de preparación bastarla para presentar ante el sibarita mįs refinado a la mįs ruda de las campesinas: prueba irrefragable de que lo adquirido por arte y educación se trasmite de madres a hijas. Verdad es que, en cambio, la naturaleza es menos dśctil ahora, y la hotentota, aunque se friegue y se adobe mįs que las que iban a presentarse a Asuero, hotentota permanece; de donde, sin duda, el refrįn que dice: «Aunque la mona se vista de seda mona se queda.» Dejemos, no obstante, refranes y digresiones a un lado, y prosigamos nuestro cuento. Echelorķa, por naturaleza y por arte, por herencia y por conquista, era un primor. Y Mutileder, que con razón la adoraba, no la lloró perdida, con femenil amargura, sino que, agitando su garrote y haciendo crujir la honda con chasquidos estruendosos, juró buscar a su amada, librarla del raptor, y vengarse de éste descalabrįndole de una buena pedrada o moliéndole a palos. Cuenta la historia que Mutileder, en el instante de hacer aquel juramento, estaba tan hermoso que no podķa ser mįs. Sus ojos azules, dulces de ordinario, lanzaban centellas luminosas; su afilada y recta nariz, hinchada por la cólera, mostraba muy dilatadas las ventanillas; las cejas, frunciéndose en el centro, daban mayor majestad a su frente; la boca entreabierta dejaba ver unos dientes blancos, iguales y firmes, y sana frescura y vivo color de carmķn en encķas y lengua. Su cabeza, echada atrįs con arrogancia, y destocada, lucķa copiosa y rubia cabellera, que flotaba en rizos graciosos a merced de la brisa; sus piernas y sus brazos desnudos, contraķda entonces la musculatura por la energķa de la actitud, daban envidia a los de Hércules mancebo. Todo en Mutileder era beldad, elegancia, brķo y donosura. Su voz, alterada por la pasión, penetraba en los corazones, aunque sus palabras no se entendiesen. En aquel instante ”oh fuerza del destino! acertó a pasar por allķ la graciosa y distinguida Chemed, que en fenicio significa _belleza_, la viuda mįs coqueta y caprichosa que habķa en Mįlaga. Su marido la habķa dejado joven y con muchos bienes de fortuna. Ella seguķa con la casa de comercio de su marido, bajo la razón insocial de _la viuda Chemed_. En aquella ocasión volvķa de solazarse de una quinta que tenķa en Churriana. Seis atezados etķopes la llevaban en silla de manos, y dos escuderos, una dueńa y cuatro pajecillos egipcios la acompańaban también para mįs autoridad y decoro. Chemed oyó a Mutileder, le miró y se maravilló; volvió a mirarle y se quedó mįs maravillada. Entonces dijo para sķ: «Divinos cielos, æqué es lo que miro? æSerį éste dios o serį mortal? æResplandecerķa mįs Adonis cuando Astoret se prendó de él?» Pero, prosiguiendo su soliloquio de preguntas, Chemed prosiguió también su camino, sin interrogar al mancebo, que parecķa estar furioso, y sin atreverse siquiera a pararse y a bajar de la silla de manos, en medio de gente extrańa, cuya lengua no entendķa, porque hablaban el ibero, que, como ya queda dicho, era lo que se llama hoy el vascuence. Si Chemed hubiera sabido que Mutileder hablaba corrientemente el fenicio, como en efecto le hablaba, sin duda que se hubiera detenido; pero, no sabiéndolo ni sospechįndolo, Chemed pasó de largo. IV. Luego que Mutileder echó sapos y culebras por la boca y se desahogó cuanto pudo, acudió a dar a su presunto suegro la mala noticia del rapto, y a consolarle, si cabķa consuelo en tamańo dolor. Para evitar prolijidad no se ponen aquķ las lamentaciones que hicieron ambos a dśo. Lo que importa saber es que Mutileder y su suegro, después de maduro examen, reconocieron que era inśtil quejarse del rapto a las autoridades de Mįlaga, las cuales no les harķan caso, o si les hacķan caso, nada podrķan contra un marino tan mimado en Tiro, como Adherbal lo era. A cualquiera exhorto, que los sufetes o jueces de Mįlaga enviasen contra Adherbal, era evidente que los sufetes tirios habķan de dar carpetazo, haciendo la vista gorda. No habķa mįs recurso que resignarse y aguantarse, o tomar la venganza y la satisfacción por la propia mano. Esto śltimo fue lo que decidió Mutileder con varonil energķa. Se despidió de su presunto suegro, y sin pensar en recursos pecuniarios ni en nada que lo valiese, se fue a Mįlaga a tomar lenguas, a cerciorarse de que era Adherbal el raptor, como ya lo sospechaba, y a buscar modo de irse a Tiro en la primera nave que para Tiro saliese, a fin de arrancar a Echelorķa del cautiverio o secuestro en que estaba y de hacer en Adherbal un ejemplar y justo castigo. En medio de todo, Mutileder sentķa cierto consuelo. Pensaba en que Echelorķa habķa jurado serle fiel o morir, y daba por seguro que morirķa antes que faltar a su promesa. Él mismo habķa hecho igual juramento, y se sentķa con la suficiente firmeza para cumplirle. Con estas ideas en la mente y con el bizarro propósito de irse a Tiro cuanto antes, recorrió Mutileder las calles de Mįlaga hasta que empezó a anochecer. Todas las noticias que adquirió le confirmaron en que era Adherbal el raptor de Echelorķa. En lo que no adelantó mucho fue en concertarse con algśn patrón de buque que saliese pronto y le llevase para Fenicia. Llegó la noche, como queda apuntado, y ya Mutileder se retiraba a su posada, cuando sintió que le tiraban suavemente de la capa por detrįs. Volvió el rostro, y vio a un pajecillo egipcio que le dijo: --Seńor Mutileder, sķgame vuestra merced, que hay persona que desea hablarle sobre asuntos que le interesan. --æY quién puede ser esa persona? contestó él. Yo, en Mįlaga, no conozco a nadie. Entonces replicó el pajecillo: --Aunque vuestra merced no conozca a esta persona, esta persona le conoce. Hoy, de mańana, pasó junto al lugar del rapto protervo, y oyó y vio a vuestra merced cuando de él se lamentaba. La persona es compasiva y excelente, y se enterneció. Ha tomado informes sobre todo lo ocurrido, y su enternecimiento se ha hecho mayor. Desea remediar el mal de vuestra merced, con quien le importa conferenciar en seguida. æQuiere vuestra merced seguirme? Mutileder no halló motivo razonable para decir que no, y siguió al pajecillo. Siguiéndole por calles y callejuelas, que atravesaron rįpidamente, llegó nuestro héroe protobermejino a una puertecilla falsa y cerrada, en el extremo de un callejón sin salida. El paje aplicó una llave a la cerradura, le dio dos vueltas, y la puerta se abrió sin ruido. Entró el paje, y le siguió Mutileder. Cerró el paje la puerta de nuevo, y quedaron él y nuestro amigo en la mįs completa oscuridad. El paje asió de la mano a Mutileder, y le guió por las tinieblas. Al cabo de poco tiempo vieron luz y una linterna que estaba en el suelo. La tomó el paje, y, ya con ella, alumbró a Mutileder, y mostrįndole el camino, le dijo que le siguiera. Subieron ambos por una estrecha y larga escalera de caracol: llegaron luego a otra puertecilla; la abrió el paje; levantó un tapiz que habķa detrįs, y él y Mutileder penetraron en una sala espaciosa y bien iluminada. El paje entonces se escabulló sin saber cómo, y Mutileder se encontró frente a frente de una anciana y venerable dueńa, la cual, con voz meliflua, le dijo: --Sķgueme, hermoso. Y Mutileder la siguió, algo ruborizado del intempestivo requiebro. No refiero aquķ, porque estoy de prisa, y no debo ni puedo pararme en dibujos, los primores estupendos, las alhajas rarķsimas, los lindos objetos de arte y los cómodos asientos y divanes que habķa en varias salas por donde iban pasando la dueńa y nuestro héroe, que atortolado la seguķa. Baste saber que allķ se veķa reunido de cuanto habķa podido inventar el lujo asiįtico de entonces y de cuanto la activa solicitud de los navegantes fenicios habķa podido traer de todas las comarcas a que solķan ellos aportar, desde las bocas del Indo hasta las bocas del Rhin, puntos extremos de sus _periplos_ o navegaciones. Lo que sķ diré, es que si una sala era lujosa, otra lo era mįs, y que el primor iba en aumento conforme se pasaban salas. Maravilloso silencio y sosiego apacible reinaban en todas ellas. No se veķa ni un alma. Soledad y dulce misterio. Rica y leve fragancia de perfumes sabeos impregnaba el tibio ambiente. «--æQué serį esto? decķa Mutileder para su coleto. æDónde me llevarį esta buena seńora?» Y la admiración y la duda se pintaban en su candoroso y bello semblante. Por śltimo, la dueńa tocó a una puerta, que no estaba abierta como las demįs que habķan dado paso de un salón a otro salón, sino que estaba cerrada. La dueńa la abrió un poco, lo suficiente para que cupiese por ella una persona, empujó a Mutileder, le hizo entrar, y quedįndose fuera, cerró otra vez la puerta, dejįndole solo. Mutileder, que venķa de salones donde habķa mucha luz, nada veķa al principio, e imaginó que el salón en que acababa de entrar estaba a oscuras; pero sus pupilas se dilataron muy pronto, y notó que una luz velada y dulce iluminaba aquella estancia, difundiéndose desde el seno de tres lįmparas de alabastro. Aun no habķa tenido vagar para ver todo lo que le circundaba, cuando oyó Mutileder una voz blanda y argentina, que parecķa salir de una garganta humana nueva y de una boca fresca, colorada y sana, porque todo esto se conoce en la voz, la cual le decķa: --Perdóname, amigo, que te haya hecho venir hasta aquķ, deseosa de hablarte. Dirigió Mutileder la vista hacia el punto de donde la voz procedķa, y vio recostada lįnguidamente en un ancho sofį a una dama morena y majestuosa como una emperatriz, vestida de blanca y flotante vestidura, con una cabellera abundante, lustrosa y negra como la endrina, y con unos ojos que parecķan dos soles de luto, asķ por el fuego y los rayos que despedķan, como por su oscuro color y por el color, no menos oscuro, de las cejas, de las largas y rizadas pestańas, y aun de los pįrpados suaves, cuyas sombras acrecentaban el resplandor fulmķneo de los referidos ojos. En los brazos desnudos, casi junto al hombro, tenķa la dama brazaletes de oro de prolija y costosa labor; sobre el pecho y en las orejas, collar y zarcillos de esmeraldas; y sendas ajorcas, por el estilo de los brazaletes, en las gargantas de sus pequeńos pies, calzados por coturnos de seda roja. Lazos de idéntica seda adornaban la falda y el corpińo y ceńķan el airoso talle. Sobre el negrķsimo cabello lucķa, prendido con gracia, un ramo de flores de granado. En todo esto reparó en conjunto Mutileder, pero sin analizar, como nosotros, porque estaba algo cortado y sin saber lo que le sucedķa. La cosa no era para menos; sobre todo, tratįndose de un mozuelo que, si bien despejado y audaz, carecķa de experiencia y jamįs se habķa visto en lances de aquel género. Absorto, mudo, con la boca abierta, estaba Mutileder, cuando la dama se levantó y mostró de pié su gallarda estatura, esbelta y cimbreante como las palmas de Tadmor; y vino a él, y tomįndole la mano, en la que él sintió como una conmoción eléctrica, le llevó a sķ y le dijo: --Siéntate. æQué te asusta? Y Mutileder se sentó, al lado de la dama, en un taburete bajito. Luego que Mutileder se hubo serenado, oyó a la dama con la debida atención, y le respondió con concierto. Ella le dijo que se llamaba Chemed, que era viuda y rica y natural de Tiro, que habķa sabido su dolor, que se interesaba por él, a causa de una sśbita e irresistible simpatķa, y que anhelaba dar consuelo y remedio a sus males. Aunque Chemed lo habķa averiguado todo, quiso que Mutileder le refiriese su historia. Mutileder la refirió con elocuencia. Al hablar de Echelorķa, aunque era hombre recio, se le saltaron las lįgrimas. Con las lįgrimas sobre sus mejillas y velando sus ojos azules, estaba el muchacho lo mįs bonito que puede imaginarse. Chemed no se hartaba de mirarle; pero ”con qué miradas! Vamos, no es posible explicar cómo eran. Chemed tenķa cerca de treinta y cinco ańos. Mutileder no habķa conocido a su madre. No sabķa lo que era la amistad y el carińo de la mujer. --”Pobrecito mķo! exclamaba Chemed. ”Pķcaro Adherbal! No paga con la vida el mal que te ha hecho. Haces bien en querer vengarte y salvar a Echelorķa de las garras de ese monstruo. Mira, Mutileder: dentro de cuatro dķas debo yo salir para Tiro, donde tengo que arreglar mis asuntos, muy desordenados desde que mi marido murió. Tś vendrįs en mi compańķa. Considérame como a tu amiga mįs leal. Y sencillamente Chemed tomaba la mano del inocente mozo, y la estrechaba entre las suyas y la retenķa en cautividad, equilibrando el calor superior que habķa en las de ella con el calor que él tenķa en su mano. Todavķa se puso mįs interesante y bonito Mutileder cuando habló con efusión del eterno amor y de la fidelidad que él y Echelorķa se habķan jurado. Chemed celebraba todo esto, y lo hallaba muy a su gusto. --Sķ, hijo mķo, decķa a Mutileder, asķ debe ser. Dichosa Echelorķa, que encontró en ti un modelo de amantes. No suelen ser como tś los demįs hombres, sino volubles y perjuros. Todas mis riquezas, toda mi posición darķa yo si hubiese encontrado un amante tan resuelto y fino como tś. En suma, esta conversación siguió largo rato, y yo tengo notas y apuntes que me ha suministrado D. Juan Fresco y que me harķan muy fįcil referirla con todos sus pormenores; pero, como mi historia tiene que ir en un ALMANAQUE sin excitar a nadie a que los haga, y no puede extenderse mucho, sino ser a modo de breve compendio, me limitaré a lo mįs esencial, deslizįndome algunas veces, con rapidez y como quien patina, en aquellos pasajes que mįs se presten a ello por lo resbaladizos. V. Cuatro dķas después de la conferencia primera entre Chemed y Mutileder, salķan ambos de Mįlaga para Tiro en una magnķfica nave. Mutileder iba en calidad de secretario privado de la dama para llevarle la correspondencia en lengua ibérica. La amistad de ambos era ķntima, y Mutileder, siempre que se veķa en presencia de Chemed, estaba contento y como orgulloso de tener tan elegante y discreta amiga. Chemed tenķa ademįs mucho chiste y felicķsimas ocurrencias: decķa mil graciosos disparates; y Mutileder se regocijaba y reķa sin poderlo remediar; pero, cuando estaba sólo, amarga melancolķa se apoderaba de su alma, pensamientos crueles le atormentaban, y algo parecido a remordimientos le arańaba el corazón, como si fueran las uńas de un gato, o digamos mejor, de un tigre. Mutileder hablaba entre dientes, lanzaba desconsolados suspiros, manoteaba y hasta se golpeaba y pellizcaba sin compasión, y solķa exclamar: «”Qué diablura! ”Qué diablura!» En presencia de Chemed o se olvidaba de su dolor o le refrenaba y disimulaba. Ésta, a no dudarlo, era la diablura, a que su exclamación aludķa. Mutileder habķa tenido ya tiempo para meditar, reflexionar y hacer severo examen de conciencia, y no se absolvķa, sino que se condenaba por débil, perjuro y desleal, en grado superlativo. A veces querķa disculparse consigo mismo, y no lo lograba. «Yo, decķa, sigo amando a Echelorķa, y Chemed no obsta para ello. Voy a buscar a Echelorķa, a libertarla y a vengarla, y Chemed me ayuda en mi empresa. El carińo de Chemed tiene algo de maternal. ”Es tan buena conmigo!--”Es tan alegre y chistosa! ”Qué tonterķas tan saladas se le ocurren! æCómo no he de reķrme al oķrlas? æHe de estar siempre llorando? No: no es menester llorar: no es menester negarse a todo consuelo, como una bestia feroz, para demostrar que es uno fiel y consecuente. Ya veremos cuando me encuentre con Adherbal si amo a Echelorķa o si no la amo.» Estas y otras sutilezas y quintas esencias alambicaba, fraguaba y se representaba Mutileder para justificarse; pero, como hemos dicho, no lo lograba nunca. De aquķ su pena cuando estaba solo: y no sé de dónde, el olvido de su pena cuando de Chemed estaba acompańado. ”Contradicciones inexplicables, raras antinomias de los corazones de los mortales! De esta suerte, en soliloquios romįnticos, acerbos y dignos de Hamlet, siempre que estaba sin Chemed; y en coloquios amenos, en plįticas tiernas, y en juegos y risas, cuando Chemed aparecķa, vivió Mutileder; y asķ se pasó el tiempo, caminó la nave, se detuvo en varios puntos de Įfrica y en algunas islas del archipiélago de Grecia, y llegó al fin a Tiro, capital entonces de Fenicia desde la ruina de Sidon, cuando los filisteos, rubios descendientes de Jafet, vinieron de Creta por mar, mientras que del lado del desierto de Arabia entraban los israelitas en la tierra de Canaan y lo llevaban todo a sangre y fuego. Tiro habķa hecho después renacer el poder cananeo o fenicio y estaba en toda su gloria y florecimiento. Sobre el trono de Tiro resplandecķa el rey Hiram, amigo de Salomón, hijo de David. Israelitas y fenicios eran estrechos y felices aliados. Muy largo serķa describir aquķ la grandeza de Tiro. Dejémoslo para mejor ocasión. Lo que importa es decir que Mutileder buscó a Adherbal en seguida y no le halló. Pronto supo con rabia que el infatigable marino, sin reposar casi, se habķa encargado del mando de la flota, que Hiram y Salomón expedķan con frecuencia a la India, desde el puerto de Aziongaber en el mar Rojo. Tres dķas antes de la llegada de Mutileder y de Chemed, Adherbal se habķa puesto en marcha para tomar el mando referido. Adherbal debķa pasar por Jerusalén. Mutileder no pensó mįs que en perseguirle y alcanzarle, antes de que se embarcara para tan larga navegación, de la que sabe Dios cuįndo volverķa. Temiendo que le faltasen las fuerzas y el valor para despedirse de Chemed, Mutileder preparó su viaje con el mayor sigilo, aprovechando la salida de una caravana; y, montado en un ligero dromedario, salió para Jerusalén, cuando Chemed menos lo sospechaba. Chemed lo supo y lo lloró al leer una carta que él escribió antes de partir y que entregó a Chemed una persona de toda confianza. La carta decķa como sigue: «Mi querida Chemed: Yo soy el mįs débil y el mįs malvado de los hombres. Debķ huir de ti desde el primer momento y no entregarte nunca un corazón que no te pertenecķa, que era de otra mujer y que jamįs podķa ser tuyo. Todo el afecto, toda la ternura que te he dado, ha sido falsķa, perjurio e infamia. Y no porque yo fingiese esa ternura y ese afecto, que al contrario brotaban a borbotones, con toda sinceridad y con vehemente efusión, del fondo de mi pecho, sino porque, al consagrįrtelos, faltaba a la fe jurada, rompķa el sello de la fidelidad que habķa puesto Echelorķa sobre mi alma, y me rebajaba hasta la vileza. De aquķ mi lucha interior; de aquķ mis contradicciones y extravagancias. A veces reķa yo, jugaba y me deleitaba contigo; pero, cuando mįs contento estaba, surgķa como espectro, como aterrador fantasma, de las profundidades de mi ser, el mismo amor ultrajado, el cual me azotaba rudamente con el azote de los remordimientos. Otros amantes, mientras mįs aman, se hacen mįs dignos del amor, porque el amor hermosea y sublima los espķritus; pero yo, amįndote, me degradaba en vez de elevarme, porque pisoteaba juramentos y promesas, y no amįndote, me degradaba también, porque recibķa de ti inmensos e inestimables tesoros de carińo que no acertaba a pagar. Si olvidaba a Echelorķa para amarte era yo un perjuro, y si no te amaba, para seguir amando a Echelorķa, un falso, un estafador y un ingrato. Situación tan horrible y poco digna no podķa durar. El cielo ha estado benigno conmigo, aunque no lo merezco, proporcionįndome ocasión de dejarte con razonable motivo, sin que puedas tś tildarme de galįn sin entrańas. Adherbal no estį en Tiro. Mi deber es perseguirle. La ofensa que me ha hecho no puede quedar impune. Tś misma me tendrķas por vil y cobarde si yo no me vengara. No extrańes, pues, que te deje para cumplir con esta obligación.--Adiós; adiós para siempre, ”oh generosa y dulce amiga!» Tal era la carta que escribió Mutileder, en buen fenicio, sin ninguna falta de gramįtica ni de ortografķa. Chemed la leyó con lįgrimas en los ojos y haciendo otros mil extremos de amoroso sentimiento. Mutileder, entre tanto, caballero en su dromedario y lleno de impaciencia, iba trotando y galopando hacia Jerusalén. Harto de la pausa con que la caravana marchaba, tomó un guķa, poseedor de otro dromedario tan ligero como el suyo, y se adelantó al resto de sus compańeros de viaje. Asķ llegó en pocas jornadas a la ciudad que casi habķa creado David, y que Salomón acababa de fortificar y hermosear con admirables monumentos. La habķa ceńido de altas torres almenadas y de fuertes y gruesos muros; habķa edificado, sobre gigantescos sillares, en la cumbre del monte Moria, donde fue el sacrificio de Abraham, el maravilloso y śnico templo del Dios śnico, y habķa coronado las alturas de Sion con inexpugnable ciudadela y con alcįzar suntuoso. Dilatando Salomón sus conquistas al Sur del mar Muerto, domeńando a los hijos de Edom, de Amalec y de Madian, y enseńoreįndose de Elath y de Aziongaber, abrió puertos para comerciar con el Hadramauth y el Yemen, con el alto Egipto, con la Nubia y con las Indias orientales. Cortando luego las corpulentas hayas y los pinos y cedros seculares del Lķbano, haciéndolos llevar en hombros de los mįs robustos varones de las naciones vencidas, como de los _refaim_, por ejemplo, raza descomedida de gigantes, que casi ladraban en vez de hablar; y trabando entre sķ los leńos con arte y maestrķa, hizo formar Salomón flotantes castillos que resistiesen el ķmpetu de los huracanes y el furor de las olas. En medio del desierto, Salomón habķa fundado a Tadmor, célebre después con el nombre de Palmira, en un oasis lleno de palmas, a fin de que fuese emporio riquķsimo y lugar de reposo de las caravanas que iban desde las orillas del Jordan a las del Eufrates y del Tķgris; a Damasco, a Nķnive y a Babilonia. Estaba, por śltimo, interesado Salomón en el comercio de los fenicios con Tįrsis o Iberia, patria de Mutileder, y aun de mįs allį, hacia el Occidente y Norte del mundo; bastante mįs allį, porque las naves tirias llegaban hasta el Bįltico. Por todo lo cual refluķa sobre Jerusalén cuanto Dios crió de bienes temporales. La plata era tan comśn, que se miraba con desprecio. Todo se fabricaba de oro purķsimo, hasta los trastos de cocina. De Arabia venķan perfumes; de Egipto, telas de lino, caballos y carros; esclavos negros y marfil, de Nubia; y especierķas y madera de sįndalo, y perlas, y diamantes, y papagayos y jimios y pavos reales, y telas de algodón y de seda, de allį de la desembocadura del Indo. Oro venķa de todas partes, ya de Tķbar, ya de Ofir; įmbar y estańo, del Norte de Europa; cobre y hierro, de Espańa. De esta suerte abundaba todo en Jerusalén. La fama del rey volaba por el mundo, porque el rey excedió a los demįs reyes, habidos y por haber, en ciencia y en riqueza; y no habķa persona de buen gusto que no desease ver su cara, y sobre todo, los hijos de Israel, a quienes las naciones extranjeras respetaban y temķan, por donde vivieron ellos tranquilos y venturosos, a la sombra de sus parras y de sus higueras, desde Dan hasta Beersebį, durante todos los dķas de aquel reinado. Pues, como ķbamos diciendo, a esta espléndida ciudad de Jerusalén llegó nuestro bermejino prehistórico, acompańado de su guķa, pero mįs confiado en su fiero garrote y en la primorosa honda que le habķa regalado Echelorķa, y con la cual, segśn suele decirse, no se le cocķa el pan hasta que vengase a su primer amor, descalabrando al raptor injusto de una violenta y certera pedrada. Preocupado con estos pensamientos de venganza, y como hombre que va a su negocio y que no viaja a lo _touriste_, Mutileder no quiso visitar las curiosidades de Jerusalén ni enterarse de nada de lo que allķ sucedķa, a no ser del paradero de Adherbal. Imagine el pķo lector qué desesperación no serķa la de Mutileder cuando en seguida supo de buena tinta que Adherbal, viendo que urgķa darse a la vela, y llegar pronto al Océano, para no desperdiciar la monzón, favorable entonces a los que iban a la India, habķa salido en posta, con dromedarios que de trecho en trecho estaban ya preparados y escalonados en el camino, a fin de verse cuanto antes en el puerto de Aziongaber, orillas del mar Bermejo. Imposible de toda imposibilidad era ya que Mutileder llegase a donde estaba el marino fenicio, quien se sustraķa asķ a su venganza. Tiempo habķa de pasar, pampanitos habķa de haber, antes de que dicho marino se pusiese a tiro de su honda o al alcance de su garrote. Creyó entonces Mutileder que Adherbal se habķa llevado consigo a Echelorķa para que fuese ornamento principal de la nave capitana, desde donde habķa de mandar la flota; y su rabia rayó en tal extremo, que pateó, juró, bufó, blasfemó, y hasta hubo de arrancarse a tirones algunos de los rizos hermosos y rubios que coronaban su cabeza. En medio de todo, fue grande su consolación cuando logró saber que el pķcaro y cortesano marino, rastrero adulador de prķncipes, habķa hecho presente a Salomón de la preciosa Echelorķa. VI æCómo resistir aquķ a la tentación de encarecer lo mucho que D. Juan Fresco se ensoberbece y ufana, y lo orondo que se pone, y lo por bien pagado que se da de haberse pelado las cejas descifrando y leyendo las inscripciones y papiros manuscritos de donde estį sacada esta historia? Por ella consta que un bermejino, pues al cabo bermejino era Mutileder, ya que Vesci era la Villabermeja de entonces, rivaliza con Salomón y viene a hacer el brillante y extraordinario papel que verį el que siguiere leyendo. Mutileder no se amilanó al saber que Echelorķa estaba en el harén salomónico; antes dispuso quedarse en Jerusalén, espiar ocasión oportuna, y, no bien se presentase, asirla por el copete, arrebatando a la linda moza de entre las manos del Rey Sabio. No por eso pensó en hacer el mįs leve dańo a Salomón. Mutileder era muy monįrquico, y el Rey, por ser rey y por su ciencia infusa y demįs virtudes, le infundķa respeto. Salomón, ademįs, no tenķa culpa ninguna ni habķa ofendido a Mutileder. Habķa aceptado el presente que le habķan traķdo, y habķa dado prueba de buen gusto al aceptarle y guardarle. A veces concebķa Mutileder cierta halagüeńa esperanza. Imaginaba que Echelorķa habķa de llorar por él y habķa de decir a Salomón, con todo miramiento y finura, que no le amaba porque amaba a otro; y daba por cierto que Salomón, que era benigno con las mujeres, y tan galante y condescendiente que las consentķa tener ķdolos de la tierra de cada una de ellas no debķa de ser feroz con Echelorķa, sino que, no bien supiese que su ķdolo era Mutileder, habķa de ceder en sus pretensiones. Mutileder llegaba a columbrar como probable que el Rey le hiciera buscar para entregarle a la muchacha, y hasta que quizį se allanase a ser padrino de la boda. La entereza, constancia y resistencia de Echelorķa habķan de mover a todo esto, y a mįs, el įnimo generoso de Salomón. æQué le importaba a este gran Rey una mujer mįs o menos, cuando tenķa en su harén setecientas reinas, ochocientas concubinas e infinito nśmero de princesas? Asķ, pues, lo natural era que, viendo Salomón a Echelorķa enamorada de otro, afligida y llorosa, y rechazįndole por estilo arisco y montaraz, habķa de mostrarse desprendido. Al hacer esta suposición, muy plausible, Mutileder se ponķa colorado de vergüenza. Se presentaba en su imaginación lo bien que se portaba Echelorķa, hurańa como un gato y firme como una roca, veķa el desprendimiento regio y la nobilķsima conducta de Salomón, y se consideraba indigno, y querķa, al recordar sus infidelidades con Chemed, que se abriese la tierra y le tragase. Estos remordimientos, esta compunción y este sonrojo por la culpa tenķan, sin embargo, bastante de sabroso y de dulce. ”Ay, cuįn pronto se trocó todo ello en amargura cuando oyó Mutileder lo que en Jerusalén se decķa de pśblico en calles y plazas! Para saber lo que se decķa conviene tomar las cosas de atrįs y entrar en algunas explicaciones. El palacio de Salomón era inmenso, y la sociedad en él muy amena. Multitud de poetas y de tocadores de arpas, tķmpanos y salterios, le regocijaban de continuo. Allķ habķa diestras bailarinas, artistas ingeniosos que hacķan muebles elegantes y otras obras de extremado primor, y los mejores cocineros que entonces se conocķan. Aquello era, en grado superlativo, en elevación a la quinta potencia, perpetua boda, de Camacho. Salomón y sus mujeres y servidumbre devoraban cada dķa treinta bueyes cebados, cien ovejas y multitud de ciervos, bśfalos, gacelas y aves. Y no se crea que porque comiesen poco pan. El consumo diario de harina empleada en hacer pan, tortas, bollos y pasta _frolla o flora_, era de noventa coros, o sea cuarenta y cinco cahķces, de doce fanegas se entiende. Asķ es que en el palacio de Salomón hasta el śltimo pinche se regalaba a pedir de boca y estaba gordo y lucio. Las mujeres, tanto por naturaleza cuanto por los afeites que usaban, parecķan celestiales y de variadķsimo mérito. En aquella época no llevaban nombres puestos a la ventura, sino nombres significativos de sus mįs egregias cualidades, por donde sólo con mentarlas se puede colegir, lo que valķan. Entonces no se llamaba Dońa Sol una fea, ni Blanca una negra, ni Dolores una regocijada, ni Rosa la que olķa mal o era įspera como cardo ajonjero. Las favoritas de Salomón lo habķan sido y llevaban los nombres que llevaban porque lo merecķan. La hija del Faraón, que fue, a no dudarlo, Meneftį II, se llamaba Uom-anhet, esto es, Destroza-corazones. Ella inspiró a Salomón el primer amor, profundo y suave. Salomón era muy muchacho cuando se casó con ella, y ella le trajo en dote a Gezer y doce mil caballos para la remonta de su caballerķa. Después amó Salomón con locura a Anahid, Lucero de la mańana, hija del Rey de Armenia. Se refiere que, repudiada ésta, hubo de volver a su patria, donde tuvo un hijo de Salomón, de quien procede el famoso Abagaro, a quien Cristo escribió una carta y envió su efigie. Después amó Salomón con no menor locura a Leliti, la Noche, princesa de Etiopķa. Luego amó apasionadamente a Vahar, a quien trajeron de la India las primeras naves tirio-hebreas que fueron por allķ. Esta Vahar, o dķgase Primavera, era de la familia de los Sakias, reyes de Kapilavastu, y por consiguiente, parienta del ilustre Sakiamśni, que habķa de ser Buda, y fundar una religión en que creyese cerca de la mitad del humano linaje. Por śltimo, pasión mįs durable que todas habķa concebido, alimentado y guardado Salomón por la Sulamita, en cuya alabanza dejó compuestas las poesķas amatorias mįs bellas que habķan sonado hasta entonces en lengua humana. Pero Salomón, en medio de tantos deleites y triunfos, estaba hastiado. Nada le satisfacķa. Todo era para él vanidad de vanidades y aflicción de espķritu. Ni siquiera tenķa el goce del amor propio y del orgullo, porque sostenķa que su grandeza se debķa al acaso y no a su carįcter ni a su entendimiento y prudencia. Salomón habķa recapacitado y habķa visto que, debajo del sol, ni la carrera era de los ligeros, ni la guerra era de los fuertes, ni el bienestar de los listos, ni de los prudentes la riqueza, ni de los elocuentes el favor, sino que todo era caprichoso resultado de la ciega fortuna. Y hallįndose su alma en tan doloroso estado, fue cuando Adherbal le presentó a Echelorķa. Y el pueblo de Jerusalén afirmaba que Salomón la habķa conocido y la habķa amado. Y que la habķa hallado rosa de Saron y lirio de los valles. Y que habķa comparado su cabeza rubia, por la majestad, con el Carmelo, y el olor de sus vestidos al olor del almizcle y al de las silvestres flores que crecen en el Lķbano. La ternura de Salomón por Echelorķa se aseguraba que excedķa a la de Jacob por Raquel y a la de Isaac por Rebeca. Se daba por cierto que la amaba mil veces mįs que habķa amado a las otras mujeres: que sentķa por ella todo género de afecto; que con el espķritu puro la estimaba y querķa como su padre David habķa estimado y querido a Jonatįs, muerto en las alturas de Gelboé por los filisteos; y que de un modo tempestuoso la idolatraba como el prķncipe de Siquen habķa idolatrado a Dina. Todos estos rumores llegaban cada vez con mįs consistencia a los oķdos de Mutileder y le iban dando mucho que sentir y no poco que sospechar: le iban dando, permķtaseme lo vulgar de la frase en gracia de lo grįfico, muy mala espina. æCómo era posible que Echelorķa resistiese a tantas seducciones? æCómo habķa de entenderse el amor de Salomón, si la muchacha, en vez de estar amable, estuviese zahareńa y cogotuda? En vista de estas y de otras reflexiones, y de no pocos indicios y pruebas que vinieron después, el pobre Mutileder tuvo al fin que abrir los ojos, y que reconocer que Echelorķa se habķa dejado querer, y hasta que pagaba a Salomón su carińo, queriéndole y siendo infiel y perjura a su Mutileder y a los juramentos hechos en Aratispi y en Churriana. Por falta de elocuencia dejo de pintar aquķ el furor de Mutileder cuando de esto se hubo cerciorado. Ni Otelo ni el Tetrarca estuvieron después mįs celosos y furiosos. Pero nuestro bermejino no se limitaba a lamentos estériles. Siempre tomaba resoluciones y procuraba darles cima. La que ahora tomó fue la de matar a puńaladas a Echelorķa y matarse él a renglón seguido con el propio puńal. Lo difķcil era ver a Echelorķa para matarla. Chemed, ocupada en Tiro con sus asuntos, se habķa consolado de la ausencia de Mutileder, pero le conservaba buena amistad, y le habķa enviado cartas de recomendación para Adoniram, que era el mayordomo de Salomón, y para otros personajes de la Córte. Con estas cartas y con su hermoso rostro, gentil presencia y gallardo cuerpo, que mįs que nada le recomendaban, Mutileder pretendió y consiguió sin dificultad entrar en la guardia personal del rey. Componķase dicha guardia de sugetos de no poco fuste; de seńores y hasta de prķncipes de las dinastķas destronadas, cuyos reinos se habķan anexionado Salomón y su padre, y de cuyos bienes habķan ido incautįndose. Allķ habķa heteos, amorreos y jebuseos; caballeros de la casa de Abinadab, rey de Kiriath-Yarin; dos sobrinitos de Og, rey de Basan, a quienes apenas apuntaba el bozo y tenķan ocho codos de estatura; varios nietos de Hamnon, rey de los Amonitas; y _para complemento de hermosura_, como dice Ezequiel, hablando de los pigmeos de Tiro, una pequeńa tropa de idénticos pigmeos, que no se levantaban un codo de la tierra, pero que eran certeros y terribles disparando ponzońosos dardos. Encubriendo siempre en los abismos oscuros del alma su terrible propósito de matar a Echelorķa y de matarse él, Mutileder se ingenió de suerte que se ganó la voluntad de sus jefes inmediatos y hasta del General Benaya, tan įgil para cortar cabezas, segśn lo demostró a principios de aquel reinado, enviando al otro mundo, a fin de cimentar bien el trono, a Adonia, hermano mayor del rey, y a otros personajes. Con este favor, pronto subió Mutileder a capitįn de una compańķa de filisteos, rubios casi tanto como él, y que formaban parte de la guardia real. Lo que no pudo conseguir fue ver a Echelorķa. Lo que no pudo inspirar fue la absoluta e indispensable confianza para llegar a ser uno de aquellos sesenta valientes, los mįs probados y selectos, que rodeaban el tįlamo de Salomón por la noche (algo parecido a nuestros Monteros de Espinosa), y que andaban siempre con la espada sobre el muslo, por temor de los duendes y vestiglos, que eran traviesos, traķan revuelto el alcįzar, y no hubieran dejado, sin la citada precaución, un instante de sosiego a las reinas y demįs seńoras. æQuién sabe si la misma gentileza de Mutileder serķa óbice para que entrase él en el nśmero de los sesenta, no hiciera el diablo que inquietase a las damas en vez de aquietarlas? Lo cierto es que su gentileza ya mencionada, su discreción, despejo y buen trato, se hicieron notorios en Jerusalén, y que las damas le ponķan en las nubes. Hasta un no sé qué de torvo, de melancólico y de trįgicamente distraķdo, que habķa en su lindo semblante, le hacķa mįs grato a las damas. Asķ las cosas, cuando ocurrió una novedad grandķsima, que contribuyó a glorificar el reinado de Salomón mįs todavķa. VII Ademįs de los libros que conocemos, Salomón escribió otros muchos que se han perdido. Compuso tres mil parįbolas y mil y cinco cantares, y disertó sobre įrboles y plantas, desde el cedro hasta el hisopo que nace en la pared, y sobre aves, cuadrśpedos, reptiles y peces. Quieren decir que supo muchas cosas que después se olvidaron; unas han vuelto a descubrirse; otras quizį no se descubran nunca de nuevo. Asķ, por ejemplo, parece que atraķa por medio de pinchos de metal los rayos y las centellas; que entendķa la lengua de los pįjaros; que conocķa la fuerza oculta de la palabra humana y obraba por ella mil prodigios; que los genios le obedecķan; y que era sabedor de todas las doctrinas mįgicas de Enoch y de las que Abraham habķa aprendido en su patria, Ur de los caldeos, y de las que estudió Moises en los colegios sacerdotales de las orillas del Nilo. Sea de esto lo que se quiera, no puede negarse que su fama de sabio se extendió por todas partes. La reina de Sabį, cuyo nombre, segśn hemos llegado a averiguar, era Guadé, que en el idioma hymiįrico, hablado entonces en su reino, equivale a _Amor_ o _Amistad_, oyó hablar de Salomón y quiso probarle con preguntas y acertijos. Embarcóse, pues, esta augusta seńora en Aden, que era el mejor puerto de sus Estados, y con próspero viento, navegando por el mar Bermejo, aportó a Aziongaber, y desde allķ, por Sela, Beersebį y otras poblaciones, llegó hasta Hebron, donde el Rey Sabio salió a recibirla con mucha cortesķa y aparato. No entro aquķ en descripciones del viaje de esta reina, de la pompa con que venķa, de su entrada en Jerusalén, acompańada ya de Salomón, que la hospedó en su palacio, y de las fiestas que hubo con este motivo. Serķa muy largo contar todo esto. Contentémonos con decir que los regalos que dio la reina a Salomón fueron magnķficos, y no inferiores los que de Salomón recibió ella; que ella se quedó pasmada del lujo que gastaba Salomón; y que, como Salomón le adivinó de tenazón todos sus mįs enmarańados acertijos, ella se quedó doblemente pasmada de su sabidurķa. Salomón, que era fino y discreto, creyó que el mayor obsequio que podķa hacer a Guadé, mientras morase en su alcįzar, y siendo ella de un moreno muy subido de punto, era darle para guardia de su persona a los filisteos que mandaba Mutileder, todos rubios, blancos y sonrosados. En efecto, los filisteos la impresionaron agradablemente; pero Mutileder, su capitįn, le pareció una divinidad y no un hombre cualquiera. Era Guadé tan hermosa como las noches serenas del estķo; sus ojos brillaban como carbunclos, y en oposición a su rostro, algo tostado, relucķan como perlas sus dientes blanquķsimos. Sabķa mucho. Era un Salomón con faldas. Pronto con sus miradas fulmķneas derritió la triple placa de bronce que el empeńo de ser consecuente habķa puesto en torno del corazón de Mutileder. Y Mutileder y Guadé se amaron, a pesar de Chemed y de Echelorķa. Guadé, a quien importaba desengańar por completo a Mutileder, el cual le habķa contado toda su historia, menos su plan de tragedia; Guadé, que hablaba en toda confianza con Salomón y sabķa los secretos del harem, reveló y probó a su joven amigo que Echelorķa amaba a Salomón con delirio. Esto indujo mįs a Mutileder a amar con delirio también a Guadé, no sólo porque ella se lo merecķa, sino para no ser menos y tomar represalias y desquite. Y sin embargo, y aquķ entra lo mįs patético de mi cuento, si bien era cierto que Echelorķa y Mutileder estaban enamorados el uno de su reina y de su rey la otra, ambos sentķan, en medio de la embriaguez del nuevo amor, pesar tremendo, torcedor horrible en la conciencia, y pasión de įnimo, que amenazaban matarlos. Las mismas imaginaciones, las mismas ideas acudķan al alma de los dos, aunque no se veķan ni se hablaban. Se sentķan rebajados y humillados. Eran juguetes de la casualidad. La voluntad de ellos carecķa de firmeza. æHabķa sido ensueńo infantil el amor que se tuvieron? æHabķa sido burla ridķcula el juramento que se hicieron repetidas veces? O no habķa sido santa y hermosa aquella primera pasión, y entonces lo mįs poético de la vida de ambos se desvanecķa; o si la pasión habķa sido santa y hermosa, ellos habķan sido sacrķlegos e infames, profanįndola y hollįndola. Mutileder desistió ya de matar a Echelorķa y de matarse; pero aquel dolor oculto iba a matar a los dos. Y mientras mįs notaban ambos que el amor que tenķan a Salomón y a Guadé era su encanto y su delicia, mįs culpados y viles se juzgaban y mįs ganas tenķan de morirse, porque el sonrojo y la humillación destrozaban sus pechos, no bien dejaban de embargarlos y cautivarlos el frenesķ y el vivo deleite que nacen de los coloquios y caricias en el amor bien correspondido. Salomón advirtió el mal de Echelorķa, y Guadé advirtió el mal de Mutileder. Conferenciaron sobre ello. Se lo contaron todo. Buscaron remedio y no pudieron hallarle. æQué hierba, qué elixir, qué talismįn serķa poderoso contra tan rara dolencia, que designaron con el nombre de _dolencia de los dos amores_? Presintieron los reyes que iban a perecer sus dulces amigos y se desconsolaron. Todo era cavilar en balde qué habķan de hacer para salvarlos. Llegaron hasta a ser tan generosos que proyectaron ceder él a Echelorķa y ella a Mutileder para que se casasen. Pero luego consideraron que esto serķa peor. Al verse, se avergonzarķan de verse; no dejarķan de amar de otro modo a Salomón y a Guadé; no podrķan amarse entre sķ del mismo amor que los amaban, y morirķan mįs pronto y mįs desesperadamente. El lance no tenķa otra solución que la mįs lśgubre, a no ocurrir algo con visos de milagro, como ocurrió en efecto. VIII Ańos atrįs, en los śltimos del reinado de David, habķa venido a Jerusalén un prķncipe hiperbóreo, a quien de fama conocen sin duda mis lectores. Hablo del sapientķsimo Abaris, que caminaba montado en una flecha. Si era la aguja de marear aplicada a la navegación aérea o algo por el mismo orden, no acertaré yo a decirlo en este momento. Lo que hace al caso es saber que Abaris viajaba con facilidad prodigiosa. David estaba viejķsimo, y los sabios de Israel resolvieron que, para aliviar sus dolencias y hacer menos crueles los postreros ańos de su vida, era menester casarle con una jovencita bella e inocente; la flor de las doce tribus. Eligieron para esto los sabios a Abisag de Sunam, de quien, por una maldita coincidencia, Abaris, muy joven entonces, andaba perdidamente enamorado. Abaris hizo esfuerzos inauditos para disuadir a Abisag de sacrificarse a aquel viejo; pero ella, teniéndolo a mucha honra, y creyendo que cumplķa con un deber en ser śtil al Rey Profeta, desdeńó a Abaris y se unió con el Rey. Abaris montó en su flecha y se fue de Jerusalén hecho un veneno. A fin de vengarse del desdén de Abisag, ya que no en ella, en otras mujeres, se convirtió en seductor desaforado, en el D. Juan Tenorio o Lovelace de aquel siglo. Los medios de que disponķa eran enormes. Era guapķsimo, įgil y divertido en la conversación; y desde que, siglos antes, habķa venido su compatriota Olen a civilizar a tracios y pelasgos, no se habķa visto hiperbóreo de mįs doctrina en el Mediodķa de Europa. Con esto, con su astucia, con sus chistes y con su atrevimiento, Abaris iba por todas partes haciendo estragos en los corazones femeninos. Entre tanto, murió David, subió Salomón al trono, y Abisag quedó en palacio como una de las reinas viudas, aunque en realidad no se podķa decir que hubiese sido esposa del Santo Rey. Sabido es, no obstante, que Salomón querķa que la tuviesen por tal y que asimismo viviese ella consagrada sólo a la memoria de David, cuyo śltimo suspiro habķa recogido. Por esto se enfadó tanto Salomón cuando Adonia se atrevió a pedirle por mujer a Abisag. Y habiéndole perdonado que conspirase contra él, no le perdonó aquella insolencia, e hizo que Benaya le matase sin que pudiera valerle el haberse asido al cuerno del altar, en el templo mismo. Abaris, que tuvo noticia de todo esto, y que aun estaba enojado contra Abisag, tardó en volver a Jerusalén; pero volvió al cabo y precisamente en los dķas en que Salomón y la reina de Sabį andaban mįs afligidos con la dolencia de Echelorķa y de Mutileder. Ignorįbase qué proyectos traķa Abaris, pero Salomón le recibió bien, porque Salomón apreciaba mucho la ciencia. Ademįs, como Abaris era hombre de mundo, lo que se llama un rodaballo muy corrido, Salomón le puso al corriente de todo, a ver si él hallaba remedio para aquel mal. Abaris aseguró que curarķa a los dos jóvenes iberos; pero que, en cambio, deseaba que Salomón le prometiese que habķa de otorgarle un don que intentaba pedirle. Salomón se lo prometió. Pasaron después tres dķas, durante los cuales Abaris pareció como que estaba estudiando. Al terminar los tres dķas, fue Abaris al regio alcįzar, hizo que Salomón le presentase a Echelorķa, y, no bien la hubo visto, Abaris dio un grito y se echó en los brazos de la joven, exclamando: --”Gracias, gracias, benignos cielos: al fin he hallado a mi hija! Explicó entonces Abaris que él habķa estado en Aratispi; que allķ habķa tenido amores con la madre de Echelorķa, y que Echelorķa era el fruto de dichos amores. Ańadió luego que como entonces era él tan peregrino seductor, habķa tenido también amores en Vesci con la madre de Mutileder; y que por lo tanto, Mutileder era su hijo. En prueba de esto dio no pocos datos y razones, y la mįs sorprendente fue la de afirmar que ambos jóvenes iberos estaban sellados por él, en la espalda, desde el dķa en que nacieron, con una salamandra azul. Con la alegrķa que produjo tan fausto descubrimiento, se prescindió de la etiqueta de palacio. Vino Guadé y trajo consigo a Mutileder. Desnudaron las espaldas de ambos jóvenes y se vieron estampadas en ellas las salamandras. No cabķa duda; eran hijos de Abaris, y por consiguiente hermanos. Todo se aclaraba y se justificaba asķ. El amor que se habķan tenido era fraternal: nacido de la fuerza del parentesco. En vez de afligirse de haber sido ella robada por Adherbal y enamorada luego de Salomón, y él de sus infidelidades con Chemed y con Guadé, dieron gracias a los propicios hados que de aquella manera y por tan ocultos caminos los habķan salvado de un crimen feķsimo, que tal le hubieran cometido si llegan a casarse. Se disiparon, pues, las melancolķas de Echelorķa y de Mutileder; se abrazaron fraternalmente y mįs contentos que unas pascuas, y se encontraron muy a gusto de ser ella favorita de Salomón y él prķncipe consorte en el reino sabeo, para donde se fue con su Guadé, cuatro dķas después de saber que era hijo de Abaris y de haber descubierto que tenķa una salamandra azul en la espalda. Echelorķa se quedó en Jerusalén, ya sin remordimientos y muy alegre. Abaris fue a ver a Salomón y a pedirle el don que habķa prometido otorgarle; pero como era hombre de mundo y precavido, llevaba preparada la flecha debajo del manto filosófico, poniéndose cerca del balcón abierto para hacer su petición, no fuera caso que Salomón se enfadase y tuviese él que salir volando, antes de que Benaya le hiciese pasar a mejor vida. La petición no era otra que la mano de Abisag. Salomón estaba de tan buen talante con la radical curación de Echelorķa, que en seguida consintió en que Abisag se casara. Ademįs, Abisag iba ya pasando de la juventud a la edad madura, y como la mayorķa de las solteras algo pasadas, estaba tan jaquecosa, que Salomón no la podķa aguantar, y se alegró de salir de ella. Todos, pues, fueron felices. Salomón tuvo una curiosidad y quiso que Abaris con el mayor sigilo la satisficiese. --æHay algo de verdad, le dijo, en lo que afirmas de que eres padre de Echelorķa y de Mutileder? --En mi vida estuve en Iberia, contestó riendo Abaris. Confiesa que mi remedio ha sido ingenioso y eficaz. Sin él no se hubieran curado los chicos y hubieran sido capaces de morirse. Para hacer mas verosķmil la historia, puse yo mismo por arte mįgica en las espaldas de ambos las salamandras. Todo ha sido lo que allį en los tiempos venideros, dentro de cerca de tres mil ańos, llamarįn los sabios y pulidos un _mito_, y los ignorantes y rudos, un _camelo_ o una _filfa_. ASCLEPIGENIA DIĮLOGO FILOSÓFICO-AMOROSO. _La escena es en Constantinopla. Siglo V de la Era Cristiana._ Habitación de Proclo. Es de noche. Una lįmpara de siete mecheros, puesta sobre un trķpode o candelabro de bronce, ilumina la estancia. Puertas al fondo y a los lados. ESCENA I. PROCLO, de edad de cincuenta ańos, seco, escuįlido, consumido por vigilias, ayunos, estudios y mortificaciones, aparece sentado en un sitial. Su discķpulo, MARINO, estį de pié, junto a él. MARINO.--”Maestro! æEstįs decidido a recibir esta noche? PROCLO.--Lo estoy. En cualquiera otra ciudad podrķa yo excusarme: en Byzancio no, que es mi patria. æCómo privar a mis paisanos del auxilio y consuelo de la sabidurķa? MARINO.--Difķcil es; pero debieras reposar y cuidarte. Estįs que parece el espķritu de la golosina, de puro desmedrado. Te vas a matar con tantos afanes. PROCLO.--Lléveme el cuerpo donde quiero ir, y luego que muera. MARINO.--Me afliges al decir eso. æQué haré yo sin ti en este mundo? Pero dime, y perdona mi atrevida curiosidad; los que vienen a consultarte hablan siempre a solas contigo: no extrańes que note una contradicción... PROCLO.--Di cuįl es, y te demostraré que es aparente. MARINO.--æNo afirmas tś que se requieren largos preparativos antes de comunicar la sabidurķa? æQué revelas entonces a los que te consultan? PROCLO.--No toda la verdad, cuyo resplandor los cegarķa, sino algo de la verdad, velado en sķmbolos. Asķ el sol se vela entre nubes, a fin de que ojos mortales puedan fijarse en su disco glorioso. MARINO.--Veo que esta noche estįs expansivo. æMe permites que te haga vanas preguntas? PROCLO.--Haz las que se te antojen. Si me es lķcito, contestaré. MARINO.--Pues con tu venia: æqué nos trae aquķ desde el fondo del Asia, donde estabas estudiando los mįs oscuros ritos y misterios del Oriente, y desentrańando su oculto sentido? æEs capricho de tu alma o mandato de un numen? PROCLO.--Hace ya ańos que mi alma no tiene caprichos. Es mandato de un numen. MARINO.--æPuedo saber de cuįl? PROCLO.--De Venus Urania. MARINO.--æLa evocaste? PROCLO.--No la evoqué. Ya sabes tś que en el dķa rara vez me tomo el trabajo de evocar a los nśmenes. Ellos mismos bajan del Olimpo y vienen a verme, enamorados de mi afable trato. Es verdad que en la escala de la vida ocupo lugar inferior al de ellos. Si quiero elevarme a la inteligencia y a la causa soberanas, a través de todas las manifestaciones corpóreas de su omnipotencia, tengo primero que subir por mil grados hasta llegar a dichos nśmenes, y aun después, desde los nśmenes hasta el manantial inexhausto de lo celeste y terrenal, del espķritu y la naturaleza, hay una peregrinación harto penosa. Por dicha, yo tengo un atajo, una trocha, un sendero recóndito y breve, por donde llego, no ya a la inteligencia y a la causa, sino mįs hondo: por donde llego al Uno. Me abstraigo de todo lo exterior; echo a un lado sentidos y potencias; borro imįgenes de la fantasķa; cubro con niebla densa todo lo escrito en la memoria; y, hundiéndome en el abismo del alma, hallo al que es. Allķ nos juntamos él y yo. Allķ él y yo no somos mįs que el Uno. De este modo se explica que, siendo yo simple mortal, sea tan considerado por los dioses. En la ligereza de carįcter, propia de la serena beatitud de ellos, no caben estas reconcentraciones poderosas de la mente que me llevan al Uno. Ya te lo he dicho mil veces: por el principio vital, que gobierna mis sentidos, no valgo mįs que un perro; por el alma racional me quedo por bajo de las divinidades olķmpicas; mas por la inteligencia especulativa e intuitiva, llego al Uno y dejo muy detrįs de mķ a los įngeles, a los demonios, a los genios y a los nśmenes. Por la unidad esencial que en mķ hay, y de la cual hasta la inteligencia es emanado atributo, soy el Uno mismo. El Uno soy yo en los instantes dichosos de entusiasmo, de conjunción y de éxtasis. MARINO.--Por Hércules vivo, maestro, que me lleno de envidia siempre que te oigo afirmar esa unión, por la cual te pones en el Uno o te identificas con el Uno. Se me ocurre, no obstante, cierta dificultad. PROCLO.--Explįnala y te la resolveré. MARINO.--æPor qué, si hallas al Uno, hundiéndote en el abismo del alma, te allanas a buscarle en la naturaleza? æPor qué no estįs siempre reconcentrado y como viviendo en la eternidad? PROCLO.--Para imitar al propio Uno. Porque el Uno y yo, ademįs de ser el Uno, somos el Bien. Es nuestra ley no quedar en el centro, absortos en el absoluto egoķsmo y en la inefable contemplación de nuestra esencia. Tenemos que salir fuera a crear y mostrarnos activos. De él y de mķ emanan la voluntad, la inteligencia y la palabra, y ellas crean el mundo. Desenvuelve el Uno su idea, y van apareciendo el ser, la vida y la armonķa y el movimiento, y cuanto es y serį. Desenvuelvo yo mi idea, y nacen el arte, las religiones y la ciencia. Y la creación del Uno y mi creación se compenetran y confunden y vienen a ser la misma. æMe entiendes ahora? MARINO.--Me pasmo de tu claridad. Con sobrada razón mereces apellidarte el sumo pontķfice de todas las creencias, el gran ciudadano de todas las repśblicas y el archi-metafķsico de todas las metafķsicas. No, Proclo, tś no eres un mortal. PROCLO.--En la esencia no lo soy. En la esencia soy eterno. Considerado en mi unidad, vivo en la eternidad primitiva: esto es, en un punto inmóvil, en el cual toda la duración infinita de los siglos se halla parada, cifrada y reconcentrada. Considerado en el įpice de mi mente, en la inteligencia, vivo en la eternidad secundaria; torrente de las existencias sucesivas, perpetuo trįnsito, movimiento sin término, carrera sin meta, mudanza y proceso que no acaban. MARINO.--Y dime, maestro, el sacrificio que sin duda haces al salirte del Uno y penetrar con la mente y con el discurso y con el afecto en este universo visible, æqué principal propósito lleva? PROCLO.--Lleva varios propósitos; pero el principal es de la mayor trascendencia. La ley divina que sigue la historia me ha suscitado en el tiempo debido para una función importantķsima. Mi espķritu toma carne hacia el fin de la civilización antigua para comprenderla toda en conjunto armónico. El genio de la Grecia, con sus castizas o peculiares creaciones, con los sueńos de sus poetas desde Lino y Orfeo hasta ahora, con su pensamiento filosófico desde Pitįgoras hasta Jįmblico, con los descubrimientos de sus matemįticos, astrónomos y fķsicos, y con las enseńanzas arcanas de Samotracia y de Eleusis; el genio de la Grecia, con los despojos ópimos que trajo de Egipto, de Persia y hasta de la India, después de las conquistas del Macedón; todo este trabajo, toda esta aglomeración de doctrinas, experimentos y especulaciones, han venido a fundirse en mi cabeza como en horno o crisol candente. Ya fundido todo, he desechado la escoria por los brķos de mi virtud crķtica, y he guardado sólo el metal limpio y puro. Por śltimo, por otra virtud plasmante que hay en mķ he vaciado ese metal como en un molde, y he sacado a la luz el refulgente y completo sistema de la antigua sabidurķa. Los pueblos del Norte acabaron ya con el imperio de Occidente. El imperio de Oriente sucumbirį también. Pronto vendrį la barbarie. Las tinieblas de la ignorancia cubrirįn el mundo. Yo seré, desde entonces hasta que aparezca la aurora de una nueva y tal vez mįs rica civilización, faro luminoso que alumbre y guie al humano linaje. MARINO.--Reconozco la importancia de tu vida y de tus obras. Pero, concretįndonos al caso singular de tu venida a Byzancio, æqué es lo que a ello te mueve? PROCLO.--Muéveme amor. MARINO.--æAmor de patria? æAmor de gloria? PROCLO.--Amor de una mujer. MARINO.--”De una mujer! Me dejas turulato. æQuién habķa de suponer que pensabas en tales cosas? PROCLO.--No hay motivo para que te quedes turulato. æQué tiene de absurdo que yo ame a una mujer? La amo desde que la vi: desde hace quince ańos. Ella tenķa entonces diez y siete. Hoy tiene treinta y dos. Entonces era como capullo de rosa: hoy debe de brillar con toda la pompa y el esplendor de la hermosura, en la plenitud de su vida. Claro estį que si yo estuviese siempre reconcentrado en el Uno, no la amarķa; pero, volviéndome, y no puedo menos de volverme, al mundo exterior, æqué hallaré en todo él que represente mejor al Bien y al Uno mismo? æQué imagen, qué trasunto, qué destello de la belleza increada descubrirį el sabio que valga mįs que la mujer hermosa? Cuando el artista quiere representar a la ciencia, a la poesķa, a la virtud, æno les da forma de mujer? MARINO.--Es cierto. PROCLO.--No debes, pues, maravillarte de que yo ame en esta mujer a la ciencia, a la poesķa y a la virtud con forma visible. MARINO.--Ya no me maravillo. æY puedo saber cómo se llama tu amada? PROCLO.--Se llama Asclepigenia. Es la hija de mi maestro Plutarco. Ya te he dicho que la conocķ quince ańos ha. La conocķ en Atenas. Plutarco me acabó de enseńar la filosofķa. Asclepigenia me inició en los misterios caldeos, en los ritos de las orgķas sagradas y en los procedimientos mįs eficaces de la teurgia. Desde entonces estamos ella y yo ligados por amor espiritual y sublime. Su gallardo y lindo cuerpo ha sido sólo para mķ como dorada nube, donde se me aparecķa, en reflejos fugitivos, el sol eterno: toda la perfección del Ser. MARINO.--Nobilķsima manera de amar fue la tuya... æY ella, cómo te amaba? PROCLO.--Me amaba también con el alma y andaba enamorada del alma mķa. MARINO.--æY por qué te separaste de ella? PROCLO.--Por mil razones. Ni ella ni yo querķamos contaminar la pureza del amor que para siempre nos une. Ambos anhelįbamos seguir sin tropiezo el camino ascendente que hacia el bien y hacia la luz nos encumbraba. Éramos demasiado jóvenes. No estįbamos aśn a toda la altura a que nos importaba estar. Decidimos, pues, separarnos por amor de nuestro mismo amor. Prometimos reunirnos cuando ya no hubiese peligro alguno. Venus Urania me ha revelado que ya no le hay, y por eso vengo en busca de Asclepigenia. MARINO.--Notable revelación estuvo. No hay mįs que verte, maestro, para conocer que no estįs peligroso. PROCLO.--Tienes razón que te sobra. MARINO.--La fama ha difundido, por esta gran capital, que la honras con tu presencia y que recibirįs en consulta a tres personas cada noche. Por medio del senador Marciano, a fin de que la casa no se te llene de gente, han sido repartidos los billetes de entrada. Pronto irįn llegando por su orden los que vienen hoy a verte. Tus siervos los detendrįn en la antesala. Yo los conduciré luego hasta ti. PROCLO.--Aunque Marciano profesa la religión de Cristo, es muy amigo mķo y se parece a mķ en muchas cosas. Ama a la virgen emperatriz Pulqueria, como yo amo a la hija de Plutarco. Marciano, que pronto va a cumplir doce lustros, dos mįs que yo, dicen que se casarį con Pulqueria, con quien ha de compartir, en honestidad santķsima, el trono y el imperio de Oriente. Del mismo modo, Asclepigenia compartirį conmigo el trono y el imperio de la filosofķa. Pero oigo ruido en la antesala. Ve y mira si ha venido alguien. (Sale Marino y vuelve un instante después.) MARINO.--”Maestro! el primero que acude a consultarte es un bellķsimo y elegante mancebo, llamado Eumorfo. Nadie se viste con tanto lujo y primor, nadie monta mejor a caballo, nadie baila con tanta gracia y gallardķa. Por estas y otras prendas es el encanto de las damas mįs encopetadas. PROCLO.--æQué pretenderį de mķ ese pisaverde? Dile que pase adelante. ESCENA II. PROCLO y EUMORFO a quien Marino acompańa, yéndose luego. EUMORFO.--Abismo del saber, lucero de la filosofķa, archivo de todas las noticias divinas y humanas... PROCLO.--Amable mancebo, déjate de lisonjas y di lo que pretendes. EUMORFO.--Pretendo que me ilustres un poco. PROCLO (Con cierto desdén.)--æY para qué? EUMORFO.--No me desdeńes asķ. Confieso que no tengo por las ciencias la vocación mįs decidida. A ti, que todo lo penetras, æcómo he de intentar engańarte? Pero, francamente, mis chistes y agudezas, mis habilidades, mis talentos de sociedad, todo queda deslucido sin algo de filosofķa. La filosofķa se ha puesto en moda entre las seńoras de los cķrculos aristocrįticos, a quienes sirvo, pretendo y tal vez enamoro. Me falta este charol; dįmele, y seré irresistible. PROCLO.--Aunque es vulgar, mezquino y un tanto cuanto pecaminoso el fundamento de tu deseo, tu deseo es bueno en sķ, y me decido a satisfacerle; pero la empresa es ardua. Por mįs que no quieras tomar sino una ligerķsima tintura, necesitas varias lecciones: necesitas asimismo consagrar a mi servicio y asistencia un par de horas diarias, a fin de que vayas recogiendo sentencias de las que se escapan de mis labios muy a menudo. EUMORFO.--Consagraré a tu servicio y asistencia ese par de horas diarias que dices. ESCENA III. DICHOS, MARINO. MARINO.--Una dama, que, si bien envuelta en velo argentino, deja traslucir que estį dotada de majestuosa hermosura; una dama, cuyo traje de seda y cuyas joyas riquķsimas manifiestan lo elevado de su clase, acaba de bajar de una silla de manos y se halla en la antesala aguardando que la recibas. Parece una diosa por el ritmo y la nobleza de su andar entonado y por el olor de ambrosia con que satura en torno el ambiente. æLe digo que aguarde? EUMORFO.--”Venerando maestro! La galanterķa exige que recibas luego a esa dama. Yo aguardaré en otro cuarto. PROCLO.--Bien estį. (Seńalando a Eumorfo la puerta de la izquierda.) Entra en aquel. (A Marino.) Di a la dama que no se detenga. (Vanse Eumorfo y Marino.) ESCENA IV. PROCLO, ASCLEPIGENIA. (Eumorfo asoma la cabeza de vez en cuando, ve, escucha y hace gestos de asombro durante toda esta escena.) PROCLO.--”Deslumbrante aparición! æQuién eres? æEres mortal o diosa? ASCLEPIGENIA. (Alzando el velo y descubriendo el rostro.)--æNo me reconoces, Proclo? PROCLO.--”Asclepigenia de mi corazón! ”Cuįn bella estįs! Como el medio dķa vence al albor de la mańana, tu beldad de hoy vence a la beldad con que hace quince ańos resplandeciste en Atenas. No dudo que tu alma se habrį mejorado y hermoseado también. ASCLEPIGENIA.--No lo dudes. También mi alma se ha mejorado y hermoseado. PROCLO.--Sea mil veces enhorabuena. æY de quién es tu alma? ASCLEPIGENIA.--En su unidad es del Uno. En todas sus facultades, virtudes, potencias y demįs atributos, es siempre tuya. PROCLO.--æConque me amas? ASCLEPIGENIA.--Te amo. Apenas supe que estabas aquķ, he venido a buscarte. PROCLO.--Ya no hay peligro. ASCLEPIGENIA.--Lo veo. PROCLO.--æViviremos juntos? ASCLEPIGENIA.--æY por qué no? Poseo un magnķfico palacio donde albergarte. Serįs mi filósofo. Contigo, por medio de la contemplación, en alas del entusiasmo y del amor sin mįcula, me arrobaré, me extasiaré y me perderé en el Uno. PROCLO.--Asķ sea. ASCLEPIGENIA.--Ahora tengo que dejarte. No puedo faltar esta noche en mi palacio, donde aguardo visitas. Ve a instalarte allķ desde mańana. PROCLO.--No aspiro a otra cosa. ASCLEPIGENIA.--Como supongo que no te habrįs venido sin los utensilios de tu profesión, mis criados se presentarįn aquķ con un carromato para la mudanza de todos los libros y trastos de hacer milagros, hablar con los muertos y atraer a los genios y demonios. PROCLO.--Eres mi providencia terrenal. æCómo pagar tanto cuidado? ASCLEPIGENIA.--Amįndome. PROCLO.--Con el alma toda. ASCLEPIGENIA.--Para despedida, te permito que me des un casto beso en la frente. PROCLO. (Besįndola con timidez respetuosa.)--Es la vez primera que la tocan mis labios. ”Cuįn regalado favor! ASCLEPIGENIA.--”Adiós, amadķsimo Proclo! (Vase) ESCENA V. PROCLO, EUMORFO. EUMORFO.--æSabes lo que digo, maestro? PROCLO.--Di, y lo sabré. No quiero tomarme el trabajo de adivinar tus pensamientos. EUMORFO.--Pues digo que se me van quitando las ganas de estudiar filosofķa. PROCLO.--æY por qué? EUMORFO.--Porque la filosofķa vuelve tonto a quien la estudia. PROCLO.--Te equivocas. Lo que hace la filosofķa es reforzar las prendas que cada uno tiene. Al tonto no le vuelve discreto, ni al discreto tonto; pero al discreto le hace discretķsimo, y al tonto tontķsimo. EUMORFO.--Salvo el merecido respeto, te declararé entonces que tś propio te condenas. PROCLO.--æDe qué suerte? EUMORFO.--Porque mostrįndote ahora tontķsimo con toda tu filosofķa, debiste de ser tonto en tu vida precientķfica: tonto de nacimiento. PROCLO.--æY qué prueba he dado yo de esa tonterķa superlativa de que me acusas? EUMORFO.--La prueba es tu amor sublime por Asclepigenia. PROCLO.--æQué sabes tś de eso? EUMORFO.--Conozco a Asclepigenia muy a fondo. PROCLO.--Te alucinas. Quiero dar por supuesto que conoces las potencias de su alma, las cuales, en su efusión, han creado para ella un cuerpo tan hermoso; pero la esencia eterna de esa alma misma, que es lo que yo amo y por lo que soy amado, estį en un punto inaccesible para ti. EUMORFO.--æConsientes que me valga de un sķmil? PROCLO.--Valte de cuantos sķmiles se te ocurran. EUMORFO.--æQuién es mįs dueńo del mundo, la emperatriz Pulqueria que le gobierna, o tś que le comprendes? PROCLO.--Yo, que le comprendo. Aunque Pulqueria poseyese, no ya sólo este planeta que habitamos, sino todos los demįs planetas, y los astros, y los cielos, no poseerķa mįs que un burdo remedo del Universo, tal como el Demiurgo le contempla en el Paradigma, antes de sacar la copia o el traslado. Pero me inclino a sospechar que eres un majadero, y que no entiendes ni entenderįs jamįs estas cosas. EUMORFO.--No te sulfures, maestro. Si yo no entiendo esas cosas, entiendo otras mįs fįciles y agradables de entender. Asclepigenia tendrį quizį su Demiurgo y su Paradigma misteriosos que tś entiendes y posees; pero sus cielos, sus planetas y sus estrellas, son mķos desde hace algunos meses. PROCLO.--æQué palabra dijiste? EUMORFO.--Dije que Asclepigenia filosofa contigo; que contigo no quiere ni quiso nunca peligrar; pero que conmigo no hay peligro que no arrostre. PROCLO.--Por las divinidades superiores e inferiores, que en larga serie proceden del Uno, confieso que me duele lo que acabas de descubrirme. Sin embargo, todo se explica satisfactoriamente dentro de mi sistema. Las cosas son como son; y no pueden ser mejores de lo que son, porque, como son, son perfectas segśn su grado. EUMORFO.--Consuélate con ese trabalengua. PROCLO.--æY por qué no consolarme? Asclepigenia y yo, con el libre albedrķo de nuestras almas, dispusimos amarnos, y nos amamos y seguimos y seguiremos amįndonos eternamente, ayudados del favor divino, que acude a nosotros en virtud de la plegaria. Contra esto nada puedes tś; nada pueden tus iguales. Hay, a pesar de todo, en la efusión de las potencias del alma, algo de corporal que estį sujeto al hado. Esto es lo que he perdido en Asclepigenia. La fatalidad me lo roba. El libre albedrķo de ella no ha sido bastante brioso para defenderlo con heroicidad. Pero la discordia entre el libre albedrķo y el hado serį al fin dominada por la Providencia, la cual lo purificarį todo, reduciéndolo a la celestial y maravillosa armonķa, que casi toca y se confunde con el Uno _hiperhipostįtico_. EUMORFO.--Tu discurso suena tan peregrino en mis profanas orejas, que me induce a creer o que eres un prodigio de prudencia semi-divina, o que estįs loco de atar. ESCENA VI. DICHOS, MARINO. MARINO.--Un respetable anciano pide permiso para entrar a hablarte. Se llama Crematurgo. Es el mįs rico capitalista del imperio. Ha hecho del modo mįs filantrópico la mayor parte de sus riquezas. Ha traficado en cierta clase de individuos, que ya dirigen en los alcįzares los negocios mįs difķciles, ya sirven sin infundir recelos a los maridos celosos, ya cantan como serafines en las iglesias. Retirado ahora de esta fabricación y comercio, se dedica a prestar al gobierno y a los particulares al cincuenta por ciento al ańo. Con tales virtudes, excelencias y servicios, no debe chocarnos que haya merecido el favor de la emperatriz y de sus ministros, los cuales le colman de distinciones. Ya le han nombrado conde Palatino y se anuncia que van a crear para él el tķtulo singular y nuevo de _Sebastocrįtor_. PROCLO.--æY qué pretenderį de mķ ese tunante? Vamos, dile que entre y le oiremos. (Vase Marino.) EUMORFO.--Y yo æqué hago? PROCLO.--Escóndete de nuevo donde estabas. (Vase Eumorfo.) ESCENA VII. PROCLO, CREMATURGO. CREMATURGO.--”Oh faro de las mįs altas especulaciones! ”Oh déspota de los genios y demįs poderes sobrenaturales!... PROCLO.--Estį bien. No me adules. Di qué pretendes de mķ. CREMATURGO.--Tś, que lo sabes todo, æno podrķas decirme de qué medio me valdré para que mi amada sea mķa, solamente mķa? PROCLO.--No llega tan lejos mi saber. Si llegara, le hubiese yo empleado en favor mķo, que buena falta me ha hecho. CREMATURGO.--Veo que tu saber no vale un comino. Harto me lo sospechaba yo. PROCLO.--Expon, no obstante, tu caso, y allį veremos si puedo remediarte o darte al menos algśn consejo śtil. CREMATURGO.--Yo estoy prendado de la mįs hermosa mujer que hay en Byzancio. Por ella hago descomunales desembolsos. No hay primor, ni refinamiento, ni objeto de arte, que ella no logre por mķ. He traķdo para ella telas bordadas del paķs de los Seras, alfombras de Ctesifón, perlas y diamantes, papagayos y monos de la India, perfumes y oro de Arabia, y chales de Cachemira. Su palacio encierra muebles incrustados de marfil y nįcar, estatuas de mįrmol de Paros, vajillas de plata, vasos de Nola y jarrones del extremo Oriente, que tienen un barniz desconocido en los imperios de persas y de romanos. Ella hace visitas a mi costa en silla de manos lindķsima, o se pasea o va al circo o al hipódromo en reluciente carroza o _harmamaxa_, tirada por cuatro blancos caballos. En fin, nada le falta. æCómo me compondré para que ella no me falte a mķ? PROCLO.--Lo discurriremos. Para mayor ilustración del asunto, infórmame de quién es esa dama que tan caro te cuesta. CREMATURGO.--Es Asclepigenia, la hija del filósofo Plutarco. PROCLO.--”Profundos cielos! æQuién lo hubiera podido imaginar en la vida? Tś eres mi rival. CREMATURGO.--æTu rival? Pues qué, ætambién a ti te ama? æQué le das tś, esqueleto pordiosero y ambulante? PROCLO.--El alma, la esencia eterna. Pero sabe ”oh sįtiro vetusto! que todavķa tienes otro rival. Sal, Eumorfo. ESCENA VIII. DICHOS, EUMORFO. CREMATURGO.--æQué descaro es este? æCómo te atreves, Eumorfo, a presentarte y a rivalizar conmigo? Tengo en mi poder cuatro pagarés tuyos vencidos y archivencidos, y voy a ejecutarte mańana. EUMORFO.--Refrena tu furor, generoso magnate. Yo ignoraba que Asclepigenia te perteneciera. CREMATURGO.--Sea como sea, lo cierto es que Asclepigenia nos ha burlado a los tres galanes. El acaso, æqué digo el acaso? la diosa Minerva nos ha reunido aquķ para desengańarnos. Vamos a ver a Asclepigenia y a decirle lo que merece. Ella me aguarda solo. Venid en mi compańķa. EUMORFO.--Vamos. PROCLO.--Vamos. (Proclo toma su bįculo de filósofo, y salen juntos los tres.) ESCENA IX. Estrado o parastasio rico y elegante en casa de Asclepigenia adornado con estatuas y pinturas, e iluminado con lįmparas, unas pendientes del techo, otras colocadas sobre mesas délficas. ASCLEPIGENIA Y ATENAIS. (La primera aparece reclinada, casi tendida lįnguidamente en un _esquimpodio_ o silla-larga. Atenais, a su lado, en un taburete.) ATENAIS.--æCon que has visto a tu primer amor? ASCLEPIGENIA.--Sķ, le he visto. Me ha dado lįstima. Estį flaco, pįlido, apergaminado. Y luego ”qué sucio! Doy por cierto que en los quince ańos que ha vivido lejos de mķ no se ha lavado una vez sola ni siquiera las manos. ATENAIS.--Ese grave defecto tiene el espiritualismo o misticismo, que ahora priva y cunde. Parece que las virtudes a la moda exigen que sean puercos los virtuosos. ASCLEPIGENIA.--Y no es eso lo peor, sino que se apodera de los įnimos una tristeza vaga y sofķstica que los enerva; tristeza que los antiguos apenas conocieron; un menosprecio del mundo y de las dulzuras de la vida, que despuebla las ciudades y puebla los desiertos; un desdén del bienestar y de la riqueza, que roba brazos a la agricultura y a la industria; y una mansedumbre resignada, que amengua el valor del ciudadano y del guerrero. Mįs que Atila y todos los bįrbaros, me hacen prever estos sķntomas la total ruina de la civilización. Pero volviendo a la suciedad y descuido en la persona, te aseguro que me ha dado grima ver a Proclo. Ofende toda nariz medianamente delicada. ATENAIS.--Cruel inconveniente es ese si has de vivir con Proclo. ASCLEPIGENIA.--Yo sabré remediarle. No me meteré en discusiones ni en consejos, sino que, a modo de broma, haré que mańana le cojan dos esclavos antes de comer, le soplen en un bańo y me le laven y frieguen con pasta de almendra, y me le froten con aromoso _diapasma_. Él mismo se sentirį mejor después, y tomarį la costumbre de lavarse. ATENAIS.--Pero, declįrate con franqueza; a pesar de estį Proclo tan viejo, tan estropeado y tan sucio, æle amas todavķa? ASCLEPIGENIA.--Le amo y le adoro. Se me figura que él es la śltima encarnación del maravilloso genio de Grecia. Amįndole, se magnķfica y ensalza todo mi ser, hasta considerarme yo misma como la ciencia, la poesķa, la civilización griega personificada. ATENAIS.--En efecto, Proclo es el prķncipe de los filósofos. Tu padre Plutarco y mi padre Leoncio, notable filósofo también, le veneraban como superior a ellos. Comprendo, pues, que ames a Proclo. ASCLEPIGENIA.--Una doncella tan sabia, educada con esmero en Atenas; una poetisa tan inspirada como tś, en quien veo renacer, en edad temprana, las altas prendas de Hipatia, no podķa menos de comprender este amor mķo que descuella sobre mis otros amores. ATENAIS.--Es un dolor que no pueda ser el śnico. ASCLEPIGENIA.--La culpa, hasta cierto punto, la tiene el pķcaro misticismo. Por él nos separamos. Sin él hubiéramos vivido juntos, hubiéramos sido humanamente amantes y esposos, y ni yo hubiera caķdo, ni Proclo hubiera llegado a ser, con lamentable precocidad, y quedįndose pobre, un vejestorio tan incapaz, y tan feo. ATENAIS.--Tu propósito era difķcil. No extrańo que no hayas podido cumplirle. El temple de alma de la emperatriz Pulqueria es rarķsimo. ASCLEPIGENIA.--æQué temple de alma ni qué calabazas? Ella es emperatriz y no necesita de un Crematurgo. ATENAIS.--æTiene acaso algśn Eumorfo? ASCLEPIGENIA.--”Vaya si le tiene! Nadie lo ignora, menos tś, que estįs en Babia, y Marciano, que hace la vista gorda. ATENAIS.--æY quién es ese feliz mortal? ASCLEPIGENIA.--El lindo y gracioso Paulino. ATENAIS.--Pues no tiene mal gusto la santa. (Aparece una sierva.) SIERVA.--Seńora, Crematurgo pide licencia para entrar. ASCLEPIGENIA.--Que entre. (Vase la sierva.) ATENAIS.--æMe retiro? ASCLEPIGENIA.--Retķrate. (Vase Atenais.) ESCENA X. ASCLEPIGENIA, CREMATURGO, PROCLO Y EUMORFO. (Asclepigenia se pone de pié para recibirlos.) ASCLEPIGENIA.-”Qué agradable sorpresa! æQué significa venir los tres juntos a mi casa? CREMATURGO.--Envidiable frescura te concedió el cielo. æCómo, al vernos entrar juntos a los tres, no tiemblas, no te asustas, no te hundes avergonzada en el centro de la tierra? EUMORFO.--Eso mismo repito yo. æCómo no te hundes en el centro de la tierra? CREMATURGO.--”Inicua! Nos estabas engańando a todos. EUMORFO.--Esto pasa de castańo oscuro. ”Tres al mismo tiempo! CREMATURGO.--æQué puedes alegar en tu defensa? EUMORFO.--Con razón enmudeces. ASCLEPIGENIA.--Yo no enmudezco ni con razón ni sin ella. A fin de probaros que la razón no me falta, os contaré una parįbola, si tenéis calma para oķrla. CREMATURGO.--Cuenta. EUMORFO.--Te escucho. ASCLEPIGENIA. (A Proclo, que ha estado y sigue silencioso desde que entró.) Y tś, æqué dices? PROCLO.--Nada. Te escucho también. ASCLEPIGENIA.--En el jardķn de este palacio hay un rosal, que estaba casi seco y perdido por hallarse en terreno estéril.--æQué necesita? me dije yo al contemplarle.--Mantillo, me respondķ. Es menester que de las sustancias corrompidas que en el mantillo hay absorba el rosal la savia vivificante que ha de dar lozanķa, gala y primor a sus hojas y a sus flores. Cubrķ, pues, con mantillo las raķces y el pié del rosal, y el rosal ha reverdecido y florecido como por encanto. La verdura de sus hojas es brillante: sus rosas son divinas. Los pétalos de estas rosas tienen el color encendido del alba: el centro parece cįliz de oro: en el cįliz hay miel. æQué ser delicado, elegante, ligero, bonito, en armonķa con la rosa, podrį tocar sus pétalos sin marchitarlos, y libar la miel del cįliz con la correspondiente suavidad y finura?--Una aérea, pintada y alegre mariposa, pensé yo. Y apenas lo hube pensado y deseado, acudió la mariposa mįs gentil y juguetona que he visto en mi vida; y revoloteando en torno de la rosa, se posó en su seno, sin ladear apenas el flexible tallo, y libó la miel del cįliz de oro. Noté, sin embargo, que esto no bastaba. De la rosa se desprendķa exquisita fragancia, que iba disipįndose por el ambiente y que el céfiro esparcķa en sus alas. En la rosa habķa asimismo belleza extraordinaria, reflejo de la idea; perfección de formas, que encierra puros pensamientos artķsticos. Esto sólo puede comprenderlo la inteligencia. Sólo el espķritu puede gozar de todo esto. Es asķ que la mariposa no tiene inteligencia, ni espķritu, ni siquiera olfato: luego al rosal le faltaba lo mejor. Sus prendas de mįs valķa quedaban sin fin y sin propósito. Entonces vi claro que, si el mantillo y la mariposa eran indispensables para el rosal, eran mįs indispensables aśn mente elevada, espķritu y conciencia, que le comprendiesen y admirasen. Aplicad ahora la parįbola y reconoceréis mi justificación. Yo soy el rosal; tś, Crematurgo, eres el mantillo; tś Eumorfo, la mariposa; y Proclo es la nariz que aspira el aroma y la mente que estima la beldad y goza dignamente de ella. æQué culpa adquiere el rosal de que nada sea completo en este bajo mundo? ”Lįstima es que no se logren mantillo, mariposa, narices y mente en un ser solo! Como el rosal requerķa todo esto y no se hallaba reunido, he tenido que buscarlo por separado. CREMATURGO.--Pues yo no me avengo. No quiero ser mantillo y nada mįs. ”Adiós, ingrata! (Vase.) EUMORFO.--Tampoco me resigno yo a ser una mariposa ininteligente, sobre todo cuando por amor tuyo me habķa puesto ya a estudiar filosofķa. ”Adiós infame! (Vase.) ESCENA XI. ASCLEPIGENIA, PROCLO. ASCLEPIGENIA.--Mantillo y mariposa me abandonan. æMe abandonarįs tś también, Proclo mķo? PROCLO.--Confieso que mi alma estį destrozada. Tal vez harķa yo bien en huir de tu lado para siempre; pero hay una fuerza que me retiene cerca de ti. En balde he querido espiritualizar, santificar la civilización antigua, risueńa y amante de la hermosura, pero liviana. No acierto, con todo, a divorciarme de ella. Soy de ella. Soy tuyo sin remedio. El vergonzoso y duro desengańo no mata el amor de mi corazón al derribar todo el edificio filosófico que con tanto afįn y arrogancia habķa yo levantado. Se me figura que cae sobre mķ el justo castigo de la soberbia del espķritu. El espķritu se apartó con desdén de la naturaleza; quiso elevarse por cima de la inteligencia y de la causa; pugnó por ir mįs allį del ser mismo; aspiró a confundirse con el principio inmutable de todo ser. La unión mķstica, de que tanto me he envanecido, fue sin duda ilusión malsana. El principio indefinible del ser, con el cual yo creķa unirme, y del cual todo lo que se afirma es negando, era el no ser: era la nada. Mi supuesta identificación con él fue muerte egoķsta. No fue la muerte generosa de aquel que, amando la vida, sabe darla por el triunfo de una noble idea; por su patria; por la felicidad del objeto amado. Mi prurito de perderme en el Uno, absorbente, impersonal, que todo lo tiene en sķ y nada tiene, es la mįs monstruosa perversión del espķritu. Es no saber vivir y gozar en el seno de este vario y bello Universo. Es crear un misticismo contrario al amor. Mi misticismo reconcentra el alma: el amor la difunde. Apartado el espķritu de la naturaleza, æqué se puede esperar sino lo que veo y lamento ahora? O el delirio que toma la nada por el principio del ser, o la vileza, el rebajamiento, la impura groserķa y el brutal apetito de goces materiales, triunfantes en la naturaleza, en la sociedad y en todo pensamiento, cuando el espķritu los abandona. En cambio, æqué vale el espķritu que se aparta del mundo real, creyendo adorar lo divino y adorįndose a sķ propio? Ni para resistir los golpes del infortunio mįs vulgar conserva brķo suficiente. æQué energķa de voluntad me queda? Sólo soy capaz de vil y cobarde resignación o de morirme aquķ de pena, como mujercilla nerviosa. ”Qué vergüenza! No puedo mįs. ”Ay de mķ! (Proclo cae desmayado en la silla-larga.) ASCLEPIGENIA.--”Atenais! ”Atenais! ”Acude! ”Oh desgracia! Acude; trae un pomo de esencias. ”Nos quedamos sin filosofķa! Ya no hay filosofķa posible. Ya no hay mįs que ciencias positivas y prosaicas. Mi filósofo se me muere. (Se inclina sobre él y le abraza con la mayor ternura.) Huele mal; pero... ”es tan sabio! ”es tan bueno! ESCENA XII. DICHOS, ATESTAIS. (Atenais ayuda a Asclepigenia a cuidar a Proclo, aplicando un pomo de esencias a sus narices) ATENAIS.--Cįlmate. No es nada. Ya vuelve en sķ. ASCLEPIGENIA.--”Buen susto me he llevado! ”Pobrecito mķo de mi alma! ”Qué malo se me puso! PROCLO. (Se levanta.)--Perdóname, amiga. Ha sido un momento de debilidad. (Reparando en Atenais.) æQuién es esta gallarda doncella? ASCLEPIGENIA.--Es Atenais, hija de Leoncio. PROCLO.--”La hija de mi docto e ilustre amigo!... ”El cielo te bendiga, Atenais! ASCLEPIGENIA.--æMe perdonas, Proclo? PROCLO.--No hablemos mįs de lo pasado: olvidémoslo. ASCLEPIGENIA.--æVivirįs conmigo? PROCLO.--No quiero ni puedo vivir ya sin ti. Tś serįs el lucero que ilumine con su luz apacible la melancólica tarde de mi existencia. Estas blancas y suaves manos (las toma entre las suyas) cerrarįn con amor mis pįrpados cuando se junten para dormir el śltimo sueńo. ASCLEPIGENIA.--Contigo no echaré de menos ni la riqueza, ni la hermosura corporal... æQué mįs hermosura, que mįs riqueza que el tesoro de tu alma? Si es menester, viviremos en la mayor estrecheza. Algo se me estropearįn las manos de guisar y de remendarte la ropa. La elegancia, el esmero, el perfume de aristocrįtica distinción se desvanecerįn casi por completo cuando vivamos mķseramente. æPero qué importa? æYo poseeré tu alma y tś la mķa? PROCLO.--No ha de ser asķ. No consentiré que se pierda o que se deteriore ni una chispa, ni un įtomo de toda esa beldad que te dio naturaleza y que el arte ha completado y realzado. Yo ganaré riquezas para ti. Para ti tendré hermosura corporal y juventud lozana. ASCLEPIGENIA.--No te alucines, Proclo. La juventud que se fue, no vuelve nunca. Venus Urania no te visitó sin motivo. En cuanto a la riqueza, doy por cierto que no ganarįs jamįs un óbolo con toda tu filosofķa, a no ser que apeles al milagro. PROCLO.--Pues bien; al milagro apelo. Ahora vas a ver quién yo soy. ”Aquķ te quiero, oh Teurgia! Para algo me has de servir. Hasta ahora, Asclepigenia idolatrada, has poseķdo en Eumorfo y en Crematurgo hermosura, juventud y riquezas, contingentes, limitadas y caducas. De hoy en adelante vas a poseer la juventud, la hermosura y la riqueza, en absoluto y para siempre. Guardad silencio religioso. Ya empieza el conjuro. (Profundo silencio. Proclo, agitando su bįculo, traza en le aire cķrculos y otras figuras mįgicas, y murmura entre dientes palabras ininteligibles. Óyese mśsica celestial, lenta y sumisa. En el centro del teatro se va cuajando una brillante y cįndida nube, con arreboles de carmķn, oro y nįcar.) ASCLEPIGENIA Y ATENAIS.--”Qué portento! PROCLO.--Ocultos en esa nube tienes ya, a tus órdenes y para tu servicio, en reemplazo de Eumorfo y de Crematurgo, al flechero Apolo, al mįs elegante y bonito de los dioses, y al hijo de Jasión y de Céres, al ciego Pluto, dispensador de las riquezas. æQuieres que salgan con séquitos de musas, gracias, ninfas, y genios, o que salgan solos? ASCLEPIGENIA.--Que salgan solos. Ya les iré pidiendo, en la sazón conveniente, todo aquello que se me ocurra. PROCLO.--”Apareced, dioses! (Se abre la nube, y salen de ella, con mucha luz de Bengala, Pluto, cojo, ciego y alado, y Apolo, muy bizarro y airoso, con manto de pśrpura, corona de laurel y lira en mano.) PROCLO.--æQué mįs tienes que pedir? ASCLEPIGENIA.--Nada. Yo me contentaba con tu amor. PROCLO.--Recapacita, sin embargo, si algo te falta. ASCLEPIGENIA.--Si no me motejases de sobrado pedigüeńa y exigente, aśn te pedirķa una cosa. PROCLO.--æCuįl? ASCLEPIGENIA.--Que te laves. PROCLO.--Me lavaré. ATENAIS.--Ya eres dichosa. Posees ciencia, hermosura, juventud, riqueza y hasta aseo. Yo, desvalida y menesterosa, lejos de envidiarte, me regocijo. PROCLO.--El cielo te premiarį, generosa Atenais. Yo, que estoy ahora inspirado, leo en el porvenir tu egregio destino. El joven Teodosio, a quien educa muy bien su hermana Pulqueria, a fin de que brille en el trono imperial, se casarį contigo. Asķ serįs emperatriz de Oriente. Serįs feliz y poderosa sin acudir a la magia; pero tendrįs que hacerte cristiana. Por śltimo, para que nuestra gloria y nuestra felicidad sean mįs estupendas y vividoras, después que pasen troce o catorce siglos, contando desde el dķa de la fecha, aparecerį en la risueńa y fértil Bética, cuna de la dinastķa reinante y patria de tu abuelo polķtico el Gran Teodosio y de otra infinidad de personas eminentķsimas, cierto escritor ingenioso y verķdico, el cual ha de componer sobre los sucesos de esta noche un diįlogo, donde trate de competir con el divino Platón en lo elevado y grave, y con el satķrico Luciano en lo chistoso y alegre. ATENAIS.--Mucho me he de holgar si tus vaticinios se cumplen. ASCLEPIGENIA.--Y yo también. Temo, sin embargo, que ese diįlogo, que Proclo anuncia, sea una extravagancia sin amenidad y sin viveza, donde nosotros figuremos, no como seres reales, sino como personajes alegóricos: donde Proclo y yo representemos la antigua poesķa sensual y corrompida y el antiguo saber agotado, desesperado y estéril, que para seguir viviendo juntos se entregan a brujerķas y supersticiones. ATENAIS.--Si esa alegorķa puede tener alguna aplicación cuando el diįlogo se escriba, tal vez interese el diįlogo. ASCLEPIGENIA.--Suceda lo que suceda, no debe importarnos mucho. Allį se las haya el autor. Nosotros cinco, mortales y dioses, vįmonos al triclinio, donde tengo preparada una suculenta y bien condimentada cena. MORTALES Y DIOSES.--Vįmonos a cenar. GOPA DIĮLOGO FILOSÓFICO EN TRES CUADROS. CUADRO I. La escena es en la ciudad de Capilavastu: 593 ańos antes de Cristo. Interior del magnķfico palacio del Prķncipe Sidarta. Es de noche. Cįmara del tįlamo, iluminada por una lįmpara de oro. GOPA.--PRATYAPATI. PRATYAPATI.--Los mįs vigilantes siervos del rey Sudonįn rondan en torno de este palacio. Las puertas de la ciudad estįn defendidas. No se irį. Es menester que no se vaya. Sin él æqué serį de nosotras? Con igual vehemencia le amamos, aunque de manera distinta. Yo le amo como si fuera mi hijo. Cuando, a poco de darle vida, murió BU madre Maya Devi, por encargo suyo quedó Sidarta a mi cuidado. No quisieron los dioses que ella viviese, para que no padeciera lo que nosotras padecemos hoy. GOPA.--Inmenso dolor nos agobia. æPor qué anubla su hermosa frente irremediable tristeza? æPor qué desea abandonarnos? æQué falta, qué mengua encuentra en mķ? Yo le hubiera preferido a los dioses, como Damayanti prefirió a Nal. Mi ventura se cifra en obedecerle con humildad y en ser toda suya. ”Ingrato! Su corazón insaciable no logra aquietarse en mi amor. Su noble cabeza jamįs reposa tranquila sobre mi seno. Ya no me ama. Me juzga indigna de su carińo. PRATYAPATI.--No te atormentes, ”oh Gopa! Sidarta te ama. Para él eres tś el ser predilecto entre todos los seres. Pero de amor nace su pena. Amor es su martirio. Amor le devora, creando en su alma una piedad infinita, que no consiente ni deleite, ni goce, ni paz tan sólo. Todos los males de la vida pesan sobre su corazón, que abarca en su afecto la vida de los tres mundos. Amor, primogénito de la naturaleza, por una fatal expansión de su esencia divina, dio ser a cuanto vive; y con la vida nacieron el dolor, la pobreza, la enfermedad y la muerte. Se dirķa que Sidarta es la encarnación, el avatar de Amor, que llora y lamenta haber creado la vida; que padece en sķ cuanto todo ser que tiene vida padece, y que anhela retrotraer la vida a la nada para que el padecimiento acabe. GOPA.--Efķmera es la vida: el padecimiento que de ella nace debe de serlo también. PRATYAPATI.--No, Gopa; la vida no tiene término. La muerte es cambio, no fin. Arrastrados en la perpetua corriente, mudamos de forma, pero no de esencia, la cual renace o reaparece siempre para el dolor. En este sentido, los dioses, los asuras y los hombres son igualmente inmortales. GOPA.--æY no hay ningśn dichoso? PRATYAPATI.--Ninguno. La infelicidad es la primera condición de la vida. GOPA.--æY por qué Amor creó la vida, y la infelicidad con ella? PRATYAPATI.--Porque Amor no fue libre. Como del sol brotan los rayos, como el agua mana de la fuente, asķ de Amor brotó y manó la vida. Sólo movido de compasión sublime, en virtud de un esfuerzo superior a lo humano y a lo divino, recogiéndose en sķ con abstracción portentosa, lograrį Amor recoger también en sķ la vida y darle quietud eterna. GOPA.--Veo que piensas como Sidarta. Aplaudes, sin duda, su propósito, que yo no comprendo. PRATYAPATI.--Hasta cierto punto pienso como él; pero su propósito es audaz, me parece irrealizable, y por audaz e irrealizable no le aplaudo. Si él estuviese llamado, como cree, a ser el libertador de los hombres, yo verķa y harķa con gusto cuantos sacrificios hay que hacer para lograrlo. GOPA.--”Oh Pratyapati! ”Cuįn encontrados sentimientos son los nuestros! Si tś le amas como madre, yo, como esposa, como mujer enamorada le amo. Este modo de amar es menos fuerte, por lo comśn, que el amor de madre. En el amor de madre hay mucho que nace de las entrańas y que allķ se arraiga. Por eso, no ya las mujeres, sino las mismas fieras aman a sus hijuelos. La mujer enamorada de un hombre, cuando sólo le ama con el amor de las entrańas, no le ama mįs que le ama su madre; pero cuando le ama también con el amor del espķritu, le ama mil y mil veces mįs que la madre mįs amorosa; le idolatra; le mira como a un dios; tiene fe en él; le cree capaz de todo lo grande y de todo lo bueno; piensa que de la voluntad de él, que es ley para ella, han de nacer el milagro, el bien y la bienaventuranza para todos. No sé, no comprendo el propósito de Sidarta; pero sé y comprendo que serį bueno su propósito, y que le lograrį, si quiere. Si para que le logre he de hacer yo el mayor sacrificio, pronta estoy a hacerle. PRATYAPATI.--”Oh desventurada y débil mujer! æQué mķsera resignación es la tuya? Tś sola puedes detener al Prķncipe con la deleitosa cadena de tu afecto; mas la veneración que el Prķncipe te inspira te excita hasta a romper esa cadena. La violencia no bastarį a retenerle; pero si tus blancos y suaves brazos le cautivan, æcómo te apartarį de sķ para ir a donde sueńa que su vocación le estį llamando? El Rey pone en ti su esperanza. No la defraudes. Reten a Sidarta con el hechizo de tu amor y de tu hermosura. No le dejes partir.... Siento pasos. Sidarta viene. No quiero que me halle aquķ. Animo, ”oh Gopa! (Se va Pratyapati.) GOPA.--Animo.... para detenerle no me falta; no le necesito. Para dejarle partir he menester de todo mi valor. (Entra el Prķncipe.) SIDARTA (abrazando a Gopa)--”Esposa mķa! GOPA.--Dime la verdad. æMe amas aśn? SIDARTA.--Te amo mįs que nunca. GOPA.--æPor qué, entonces, estįs inquieto, triste y como desesperado? æPor qué no se aquieta en mķ tu voluntad? SIDARTA.--Si no te amase, mi voluntad no se aquietarķa en ti, porque buscarķa mįs alto objeto de su amor. Amįndote, no se aquieta tampoco, porque teme perderte. En breve plazo nos separarį el destino, y renaceremos bajo nuevas formas para no volver acaso a encontrarnos jamįs. Y no nos separaremos en la plenitud de la hermosura y de la fuerza, jóvenes y robustos aśn, sino tal vez marchitos por la vejez y sobrecargados de disgustos y enfermedades. Esto harį que el afecto que hoy nos tenemos se trueque en desvķo y en horror, o dé origen a una piedad dolorosa. Pero aunque tś y yo ”oh hija de Dandapani! logrįsemos revestirnos de juventud perpetua y disfrutar perenne salud, viviendo unidos y enamorados siempre, nunca serķamos felices, como no fuésemos egoķstas. El dolor de cuanto respira, el padecer de cuanto alienta, la muerte de cuanto vive y el espantoso espectįculo de la miseria humana acibararķan nuestra ventura, o nos harķan indignos de gozarla por la dureza de nuestros pechos sin compasión y por la sequedad de nuestros ojos sin lįgrimas. GOPA.--Tus razones son tan poderosas para mķ, que no sé cómo responder a ellas. Si algśn engańo contienen, no seré yo quien te saque del engańo; caeré en él contigo. Es cierto: lo sé por experiencia propia: no hay dicha cumplida. Ni cuando tś, violentando la dulce modestia de tu condición y prestįndote al capricho de mi padre, te presentaste a competir con mis pretendientes, y en la lucha, en la carrera, en disparar flechas y en esgrimir las demįs armas, los venciste; ni cuando me revelaste que me amabas; ni cuando toda yo fui tuya; ni cuando sentķ en mi seno agitarse viva tu imagen; ni cuando alimenté a nuestro hijo con la leche de mis pechos; ni cuando, sentado en mi regazo, aquel claro descendiente de Gotama respondió por vez primera a mi sonrisa con su sonrisa y atinó a pronunciar tu nombre y el mķo; nunca dejaron de acibarar mi contento el temor de perder el bien que le causaba y la consideración de que nuestro contento y nuestro bien eran privilegio odioso, eran contravención de la ley que condenó a los hombres a general infortunio. Pero dime; si me amas, ænuestro infortunio no serį mayor separįndonos? æPor qué, pues, me huyes? Afirman que nos quieres abandonar a todos. æQué propósito llevas? Porque el dolor sea general y necesario, æhemos de acrecentarle por nuestra voluntad, como lo acrecentarįs si nos abandonas? SIDARTA.--Bien sabes, hermosa nieta de Iksvacś, que por mi voluntad no se ha derramado jamįs una sola lįgrima. æCómo habķa yo de darte voluntariamente el pesar mįs pequeńo? Jamįs me apartarķa yo de tu lado, si esto me fuera lķcito; pero no debo ocultįrtelo por mįs tiempo: un deber imperioso me impulsa a ir lejos de ti. GOPA.--æNo te alucina, no te extravķa ese deber? SIDARTA.--No es posible que me alucine. Mi resolución no ha sido sśbita, sino nacida de largas y profundas meditaciones. Yo quiero y puedo libertar a los hombres de la miseria, del dolor y de todos los males: mostrarles el camino de la redención, redimiéndome yo mismo. Mi inteligencia, abstrayéndose de todo, desdeńando los deleites ilusorios con que nos brinda el Universo, en la contemplación de sķ propia, en el éxtasis, irį poco a poco alcanzando la suprema sabidurķa, elevįndose por cima de los dioses y de los asuras, adquiriendo un poder mįgico que rompa la ley fatal del encadenamiento de las causas; y, por śltimo, llegada al colmo de su brķo, realizada toda la virtud de su esencia, se extinguirį para siempre, como se extingue la llama cuando da al mundo toda la luz y todo el calor que estįn en ella latentes. Mi vida serį asķ ejemplo y dechado para los que aspiren, como yo, a salir de la esfera tempestuosa de la vida y de las mudanzas sin fin, y busquen la paz eterna. Obra fatal de Amor, efusión de su esencia divina fue este Universo tan lleno de dolor. Sean obra reflexiva de Amor el aniquilamiento, el silencio y el reposo que nos salven del tumulto y de la guerra. Limitación y mengua son el fundamento de nuestra vida como individuos. Rompamos el lķmite, completemos el ser para que no tenga mengua alguna, y entonces nuestra existencia sin lķmites, y entera, sin mengua ni falta, serį como si no fuese. GOPA.--El fin a que caminamos es para los ojos de mi mente tenebroso como el abismo. Como en el abismo, hay en él algo que me seduce y que me atrae. No penetro, sin embargo, lo que puede ser este fin; pero los móviles que a él te llevan son generosos, admirables, dignos de tu alma. Sidarta mķo, aun cuando fuese errada la dirección que llevas, es tan noble el impulso que por ella te ha lanzado, que, lo presiento con orgullo, las generaciones futuras por siglos y siglos habrįn de bendecirte y ensalzarte como al mįs glorioso de los hombres. Mil tribus, naciones y pueblos seguirįn tus huellas y aprenderįn tu doctrina. Por mi amor de esposa, por el amor que tengo a nuestro hijo, quisiera oponerme a tu empresa y retenerte a mi lado; pero el amor de tu gloria, que reflejarį en mķ y en tu hijo, me mueve a no impedir tu partida, aunque el impedirla estuviera a mi alcance. Ve, pero llévame contigo. Déjame primero compartir tus trabajos y después tu triunfo. SIDARTA.--No puede ser. Debo partir solo. GOPA.--Mi corazón se deshace de dolor; pero me resigno devotamente. æY cuįndo, bien mķo, ha de ser tu partida? SIDARTA.--En el instante, ”oh hermosa nieta de Iksvacś! Estamos en la mitad de la noche. Mira al claro cielo. æVes aquella luz que brilla en Oriente? Es mi estrella, que se levanta para iluminarme y guiarme. Chandac, mi escudero, tiene enjaezados los caballos. Los que guardan la puerta oriental de Capilavastu, por donde ya asoma mi estrella, estįn ganados y me dejarįn partir. Queda en paz, ”oh Gopa! GOPA.--”Oh seńor del alma mķa! Tu esclava gemirį abandonada por ti mientras viviere. Si no lo repugnas, ya que no a la mujer querida, concede el śltimo favor a la madre de tu hijo. Sella mi rostro con tus labios. (Sidarta besa a Gopa en silencio. Gopa le estrecha en sus brazos y le besa también. Sidarta se desprende de ella con suavidad y huye. No bien Sidarta desaparece, Gopa cae desmayada.) CUADRO II. Sigue la escena en la ciudad de Capilavastu: 593 ańos antes de Cristo. Es de dķa. La misma cįmara del tįlamo. GOPA y PRATYAPATI. PRATYAPATI.--Quiero decķrtelo, aunque sea dura contigo. No; tś no le amas, ya que estaba en tu mano detenerle y le dejaste partir. GOPA.--Él es mi seńor; yo, su sierva. No estaba en mi mano detenerle. Su voluntad es firme y superior a todos mis halagos; pero, aun pudiendo yo detenerle, no le hubiera detenido. PRATYAPATI.--æPor qué? æAcaso crees en su doctrina? GOPA.--Yo creo en el impulso magnįnimo que le mueve, y esto me basta: creo en su dulce compasión por todos los seres; en su amor a los hombres, a quienes mira como a hermanos, sin distinción de castas; y en su deseo vehemente de enseńarles el camino de la virtud y de la paz. Sólo no creo en una cosa de las mįs esenciales que él afirma; y si de esto dudo, o mįs bien, si esto niego, es por lo mucho que le amo. æCómo he de creer yo en nuestra incurable miseria, en nuestro inconsolable dolor, y en que la actividad de la mente es don funesto, cuando, en el colmo de mi amargura, abandonada por él para siempre, todavķa vale mįs el recuerdo de la dicha alcanzada y de la honra obtenida en ser suya que todo el pesar del abandono en que me deja? æCómo he de creer que la vida es un mal, cuando veo y columbro la suya, que ha de ser fuente de tantos bienes? æCómo he de apreciar en poco la vida, cuando el precio infinito de la vida de él bastarį para el rescate del linaje humano? æCómo he de llamarme infeliz y no bienhadada, si el fruto de su amor vive en nuestro hijo, si la gloria de su nombre me circundarį de fulgores inmortales, y si el recuerdo de que ha sido mķo, de que le he tenido a mis plantas, idolatrįndome, embelesado en la contemplación de mi belleza, a par que lisonjea mi orgullo, es inagotable manantial de consuelo para mi alma? PRATYAPATY.--No es hondo el dolor que tan fįcilmente halla consuelo. No: tś no le amas. GOPA.--Quien no ama ni entiende de amor eres tś, Pratyapati. Porque le amo, en el mismo dolor hallo consuelo, y no sólo consuelo, sino deleite y gloria. Y mientras el dolor es mįs intenso, es la dulzura mįs grata. Padecer por él, llorar por él, verse condenada por él a soledad horrible y a viudez prematura, es sacrificio santo que hago en aras de su amor y que encierra una virtud beatificante. Tś estįs mįs prendada de su doctrina que de su persona. Yo adoro su persona, y en parte desecho su doctrina. Por amor suyo la desecho. No es funesto don la luz de mi inteligencia, ya que alumbra su imagen; no es funesto don mi memoria inmortal, ya que su recuerdo vive en ella. Abomino del reposo, de la extinción que él busca y desea, y prefiero un tormento sin fin, con tal de que viva en mķ el rastro del amor que me tuvo. Bajo la presión de mis penas darį mi amor su mįs balsįmico aroma, embriagįndome el alma, como huelen mejor las hierbas y las flores de la selva cuando el villano al pasar las ofende y las pisa. PRATYAPATY.--Perdóname, ”oh enamorada mujer! Bien presumķa yo que le amabas; pero querķa medir la energķa de tu amor. La he negado, para cerciorarme de ella, oyendo tus palabras. Todavķa tienes que pasar por un amargo trance, y ansiaba yo conocer el brķo que hay en ti para sufrirle. GOPA.--Antes de su abandono, antes de que esta desgracia me hubiese herido el alma, la imaginación medrosa me fingķa mayor la pena que iba a sobrevenir, y me menguaba los medios de consuelo. Ahora nada hay ya que me aterre. El bien que he gozado y perdido mitiga y aun endulza con sus dejos toda la amargura del mal presente. Mi corazón es cual vaso que ha contenido un licor oloroso y de sabor gratķsimo. El licor se ha derramado, pero lo mįs sustancial y rico que en él habķa quedarį para siempre en el fondo del vaso e incrustado en sus paredes interiores, y trocarį en miel el acķbar que en él se ponga, y en bįlsamo el veneno. PRATYAPATY.--Me tranquilizo al notar que el amor que tienes a Sidarta te da energķa para sufrirlo todo. Sabe, pues, que fue en vano que el Rey enviase en su persecución a sus mįs fieles servidores. No han podido dar con él. Sidarta se ha perdido en el seno de impenetrable y sombrķa floresta. Allķ no es ya el prķncipe Sidarta, sino el įspero penitente Sakiamśni. Su elegante traje le trocó por el traje de un mendigo. La negra y rizada cabellera que ceńķa sus cįndidas sienes, formando undosos y perfumados bucles, se la cortó él mismo, y te la envķa como śltimo presente. El escudero Chandac tiene el encargo de entregįrtela, y ya se adelanta a cumplirle, si le dejas penetrar hasta aquķ. (Gopa hace seńa de que entre, y entra Chandac, trayendo en un plato de oro la cabellera de su tenor.) GOPA (tomando en sus manos el plato de oro y colocįndole sobre el tįlamo.)--”Cuįntas veces, amados cabellos, cuando estabais aśn prendidos en su cabeza, os besaron mis labios y os acariciaron mis manos! Ya estįis muertos y separados de él. Estįis muertos porque no tenéis memoria y no le recordįis. Yo también, separada de él como vosotros, arrancada de él como la flor de su tallo, carecerķa de vida, si mi vida no fuese su recuerdo. PRATYAPATY.--æY por qué no también la esperanza de que volverįs a verle? GOPA.--Porque el recuerdo es verdadero y leal, y la esperanza falsa y engańosa; porque el recuerdo evoca para mķ a Sidarta, enamorado, tierno, humano conmigo; todo él para mķ, y toda yo para él; mientras que la esperanza me niega para siempre a Sidarta, y sólo me ofrece ahora a Sakiamśni, y mįs tarde, cuando Sakiamśni alcance su śltima victoria, a un ser incomprensible, mįs luminoso que los astros, y mayor en poder que los dioses, pero inferior a Sidarta, joven, hermoso y enamorado. PRATYAPATI.--”Pero Sidarta serį el Buda libertador de los hombres! GOPA.--Jamįs el Buda valdrį para mķ lo que Sidarta valķa. Reniego de la libertad que el Buda me dé, y la trueco mil veces por la esclavitud con que Sidarta me esclavizaba. Doy la frķa calma que la doctrina del Buda me proporcione por la agitación y la guerra amorosa que, con las caricias, los rendimientos, los celos, la ausencia y hasta los desdenes de Sidarta, me han perturbado y atormentado. CUADRO III. La escena es en la ciudad de Francfort sobre el Mein, 1866 ańos después de Cristo, y 2488 después de Buda. Habitación del doctor Seelenführer. Es de noche. Una lįmpara de petróleo ilumina la estancia, donde hay mucho librote. El doctor SEELENFÜHRER y el AUTOR. AUTOR.--Aseguro a V., mi querido doctor Seelenführer, que cada dķa estoy mįs encantado de haber contraķdo con usted estas relaciones amistosas. Oyendo a V. comprendo el movimiento intelectual de Alemania, en lo que tiene de mįs hondo, y por consiguiente el de toda Europa, porque (æcómo no confesarlo?) Alemania es nuestro norte en ciencias y en filosofķa, casi desde Leibnitz, y sobre todo desde Kant. Usted es un resumen vivo de cuanto ahora se sabe o se supone que se sabe: usted es un sabio a la śltima moda. Todo esto me divierte mucho, porque no puede V. figurarse lo aficionado que soy a la filosofķa; pero confieso que hay dos cosillas que me afligen. SEELENFÜHRER.--Dichoso V., a quien sólo afligen dos cosillas. ”A mķ me afligen y me desesperan todas! AUTOR.--Pues justamente es ésa una de las cosillas que me afligen: el que a V. le aflijan todas y le desesperen. De lo que antes yo gustaba mįs, en la filosofķa alemana, era del optimismo. Desde el doctor Pangloss hasta hace poco (al menos yo asķ lo entendķa) han venido siendo optimistas los grandes filósofos. El ser llorones se dejaba a los poetas exóticos, como Byron y Leopardi. En Alemania, ni los poetas siquiera eran quejumbrosos y desesperados. En el mįs grande de todos, en Goethe, celebro yo con singular contentamiento cierta alegrķa reposada y majestuosa y cierta olķmpica serenidad. Pero ”amigo mķo! ”cómo ha cambiado todo! Lo que ahora priva es la filosofķa de la desesperación. La poesķa la precedió en este camino, el cual, seguido poéticamente, confieso que me encantaba. Cuando yo era mozo y estudiante, æquién no hacķa versos desesperados? Los versos desesperados eran como blasfemias y reniegos de las personas atildadas y cultas. Habķa uno perdido al juego la mesadita de 30 ó 40 duros que le enviaba su papį; habķa estudiado tan poco, que habķa salido suspenso y le habķan dejado para el cursillo; la hija de la pupilera, o la pupilera misma, le habķa plantado y preferido a otro huésped; en cualquiera de estos casos, o de otros por el estilo, leer o hacer versos desesperados a lo Byron, a lo Leopardi o a lo Espronceda, era un desahogo, con el cual se quedaba sereno el vate o genio en agraz, y comķa luego con mįs apetito que nunca. El asunto es mil veces mįs serio en el dķa. La desesperación no se muestra en jaculatorias y raptos lķricos, mįs o menos elegantes y poco metódicos, sino que se deduce de todo un sistema dialéctica y sabiamente construido. Confiese V. que esto es lastimoso. Si el término del progreso no es la desesperación momentįnea, poética y romįntica de un poeta impresionable, sino la desesperación reducida a reglas y demostrada como una serie de teoremas de Geometrķa, convenga V. en que debemos maldecir el progreso. Aquķ tiene V., pues, las dos cosillas que me afligen. Los dos artķculos principales de mi fe filosófica quedan destruidos con la filosofķa a la moda: la fe en el optimismo y la fe en el progreso. æNo serķa puerilidad ridķcula alegar, como prueba del progreso, el que vamos ahora en ferro-carril o en tranvķa, en vez de ir a pié o a caballo; el que los retratos en fotografķa salen baratos; el que se teje con prontitud y primorosamente por medio de mįquinas de vapor, y el que envķamos a decir a escape lo que se nos antoja por medio del telégrafo, si en lo esencial estamos, de un modo sistemįtico, pertinaz y dialéctico, desesperados y dados a todos los demonios? SEELENFÜHRER.--æY por qué ha de ser puerilidad ridķcula? æQuién, que penetre en lo esencial, cree que el progreso pasa de los accidentes a la esencia? El telégrafo, el vapor, la fotografķa, los cańones rayados son, pues, el progreso. AUTOR.--Yo entendķa, sin embargo, que el objeto y fin de la filosofķa era la bienaventuranza, y el término del progreso la perfección del hombre hasta llegar a la bienaventaranza deseada: a su ideal, en el sentido mįs lato. Asķ, pues, no puedo convencerme de que caminamos hacia la bienaventuranza, cuando veo que, no sólo estamos desesperados, sino que es tonto probadķsimo, hombre ajeno a la filosofķa, acéfalo o microcéfalo insipiente, el que no se desespera. SEELENFÜHRER.--Esa desesperación, hoy mįs vivamente sentida que en otras edades, es la prueba mįs clara del progreso. Cuando el viandante va acercįndose al fin de su jornada pica y da de espuelas a su caballo para acabarla pronto y descansar. Asķ el progreso, que va caballero en la humanidad, la pica y la espolea para que llegue y se repose cuanto antes. AUTOR.--æY cuįl es la posada a donde el progreso nos lleva? SEELENFÜHRER.--Nos lleva a la nada; al fin del Universo y de toda la vida; a la extinción del egoķsmo y al triunfo del amor, que es la muerte. No le quepa a V. la menor duda: la ciencia llegarį a poder destruir toda esta pesadilla horrible del Universo, que es lo que nos conviene. En el no ser nos aquietaremos todos y cesarį esta lucha incesante por la vida que traemos ahora, ya valiéndonos de la fuerza, ya de la astucia. ”Cesarį el dolor y se extinguirį el deseo! ”Qué paz tan hermosa! AUTOR.--Guįrdesela V. para sķ; que yo no la quiero. SEELENFÜHRER.--Pues no hay otro remedio. Para todos vendrį. Es el śnico fin de nuestros males. La _idea_ de Hegel, después de llegar a su total desenvolvimiento, por medio de mil y mil evoluciones y determinaciones, se replegarį sobre sķ misma con toda la plenitud del ser, sin algo que la lķmite y determine, y serį el no ser. La esencia de los krausistas se realizarį toda, y la realización de la esencia serį la nada. La _voluntad_ de Schopenhauer, este prurito, este amor primogenio, que lo ha sacado todo de sķ, como representación y fantasmagorķa, darį fin a la representación trįgica de la vida, y lo volverį a encerrar todo en sķ. Mientras llega este dķa dichoso, en que ha de acabar la vida, crea usted que los adelantamientos cientķficos sirven de mucho para hacerla menos intolerable. AUTOR.--Póngame V. algśn caso. SEELENFÜHRER.--Pondré uno o dos de los mįs capitales, pero serį menester cierta explicación previa. AUTOR.--Pues dé V. la explicación. SEELENFÜHRER.--Ya V. sabe que pasó la edad de la fe. AUTOR.--Sea, pues V. lo asegura. SEELENFÜHRER.--Los hombres, en esta edad de la razón, no pueden dejarse llevar para sus actos del temor ni de la esperanza de premios o de castigos ultramundanos. Los hombres son autonómicos. Ellos mismos se imponen las leyes que quieren, las derogan cuando gustan, y se absuelven cuando las infringen. No hay ser superior al hombre, que legisle y juzgue, salvo un fantasma que tal vez crea la conciencia y proyecta fuera de sķ, agrandįndole, como la figurilla pintada en el vidrio de una linterna mįgica se agranda al proyectarse en la pared, a causa de la oscuridad. Traiga V. una luz clara, y la figura grande que habķa en la pared desaparece, y sólo queda la figura pequeńa dentro de la linterna. Asķ la proyección del fantasma que habķa en nuestra mente, y que nos fingķamos en lo exterior, inmenso, infinito, se borra, se desvanece del todo, ante las claras luces del siglo en que vivimos. AUTOR.--Enhorabuena. æY qué? SEELENFÜHRER.--Los hombres, pues, no tienen para sus actos sino dos móviles, o, mejor dicho, uno solo, que se bifurca: lo que los positivistas ramplones llaman la utilidad. La bifurcación consiste en que unos buscan la utilidad exclusiva de ellos, y otros, los menos, la utilidad de todos. Esto no implica mérito ni demérito en el hombre: todo estį predeterminado: todo es fatal: todo es obra de esa voluntad inconsciente, de ese prurito que creó el mundo, y que se agita en nosotros y nos impulsa: a unos a la devoción, al sacrificio, negando al individuo por amor al todo; a otros al egoķsmo, procurando la conservación, el deleite y el bienestar del individuo, a despecho y tal vez en perjuicio de la totalidad. Nace de aquķ que no poca gente de la mįs ruda, menesterosa y fiera, alentada y capitaneada por espķritus inquietos, trate de subvertirlo todo por envidia o por codicia, en virtud de teorķas que se llaman, por ejemplo, socialismo, comunismo y nihilismo. æCuįl es el mejor modo de evitar esto? Aquķ de la sabidurķa, ha dicho mi docto amigo Ernesto Renan; y ha discurrido un medio, que pronto ofrecerį a los sabios en un libro precioso. Consiste su medio en que los sabios se reśnan en corporación o cofradķa; se comuniquen sus inventos sin que el pśblico los trasluzca, volviendo a la época de las ciencias ocultas y de la magia; y, no bien chiste la plebe, se alborote o no los deje en paz, reciba su merecido, produciendo los sabios contra ella, ya un buen terremoto, ya una inundación o un diluvio, ya una epidemia, ya un par de volcanes en actividad, ya otra plaga por el estilo. Asķ llegarį al cabo el gobierno de los sabios: todos los que no lo sean nos obedecerįn y temblarįn, y el mundo estarį lo menos mal posible. Seguirį entre tanto progresando la ciencia, y no bien logremos poseerla del todo, acabaremos este drama del Universo y de la historia con un suicidio colosal, o mejor expresado, con un _totalicidio_ y aniquilamiento de cuanto existe. El otro caso de ventajas que ha de traernos la ciencia es el de dar una nueva religión a la plebe ignorante. La ciencia y la filosofķa niegan a Dios; pero los que no son cientķficos ni filósofos es menester que le tengan. Esto nos conviene. La religión serį, pues, nuestra misma filosofķa, expuesta, no ya en términos dialécticos y con método, sino en imįgenes, sķmbolos, alegorķas y otras figuras retóricas, cada una de las cuales tomarį consistencia en la fantasķa del vulgo y serį una persona divina, un ente mitológico, Dios en suma. Ya varios amigos mķos andan por esta manera confeccionando la religión del porvenir. Difķcil es la empresa; pero æqué no puede la ciencia novķsima? Yo creo que acabarį por salirse con la suya. AUTOR.--Y dķgame V.: æse va ya entreviendo a cuįl de las religiones positivas, existentes hasta hoy, se parecerį mįs la religión del porvenir? SEELENFÜHRER.--Vaya si se entreve. Se parecerį, al budismo. AUTOR.--Hombre, me alegro. Buen lazo de fraternidad, asķ que seamos budistas, vamos a tener con mįs de doscientos millones de ellos que hay en Asia y en Oceanķa. Pero me alegro también por otra razón. SEELENFÜHRER.--æPor cuįl? AUTOR.--Porque estoy escribiendo un diįlogo, donde Gopa, la mujer de Buda, es la heroķna, y no sé cómo terminarle. Usted, que ya es casi budista, debe de tener vara alta con Gopa. æPodrį V. evocarla y hacer que yo hable con ella? SEELENFÜHRER.--No hay nada mįs llano. Antes de todo, quiero que sepa V. que yo no soy un espiritista adocenado, sino el mįs ilustre de los espiritistas. Yo he hecho dar un paso gigantesco al espiritismo. En primer lugar, le he conciliado con mis ideas a lo Schopenhauer. Mi escepticismo, a fuerza de negarlo todo, nada niega. La misma duda cabe en que V. sea ilusión o realidad, que en que Gopa, aparecida ahora ante nosotros después de cerca de veinticinco siglos de muerta, sea realidad o ilusión. Los puros materialistas son necios. Por medio de combinaciones y operaciones fķsicas y quķmicas de lo que llaman materia, y donde sólo ven o pretenden ver la realidad, se jactan de explicar el espķritu, la voluntad, la inteligencia y el deseo, que ellos creen cualidades o resultados; y la verdad es que el resultado, tal vez aparente, es la materia, y que de la voluntad y del entendimiento, śnica cosa real, si hay algo real, es de donde procede todo. Asķ, pues, no hay fundamento alguno para negar que existan aśn la mente y la voluntad individuales de Gopa, aunque los órganos que esta voluntad y esta mente se proporcionaron o se crearon para su uso, en cierta época dada, hayan desaparecido. AUTOR.--De eso no tiene V. que convencerme. Yo creo en la inmortalidad de las almas. Lo que se me hace duro de creer es que ni V. ni nadie las evoque. SEELENFÜHRER.--Yo no trataba de convencer a V. Querķa sólo justificarme de haber incurrido en contradicción. Por lo demįs, V. se convencerį de mi poder nigromįntico. Gopa aparecerį y hablarį con V. ahora mismo. No en vano me apellidan Seelenführer, que equivale en griego a Psicopompo o conductor de almas, epķteto dado a Hermes, tres veces grande, y a otros hįbiles taumaturgos de la antigüedad. AUTOR.--Y dķgame V., æpor qué _medio_ se comunicarį Gopa conmigo? SEELENFÜHRER.--Por la perla de los _medios_. Mi _medio_ es una paisanita de V., una lozana andaluza, cuyo nombre es Carmela, a quien hallé, cinco ańos ha, extraviada en Homburgo, haciendo sortilegios, que no le salķan bien, al rededor de una mesa de treinta y cuarenta. Desde entonces estį conmigo y se ha _mediatizado_, ejerciendo la _mediania_ de un modo que no tiene nada de _mediano_, y sķ mucho de nuevo. Yo embargo magnéticamente su espķritu, y queda su cuerpo como casa deshabitada, donde el espķritu evocado penetra, se infunde, y, valiéndose de los órganos de ella, emite la voz con sus pulmones y garganta, y articula palabras con su boca. AUTOR.--Amigo mķo, estoy encantado de oķrle. Linda invención la de V. Eso sķ que me gusta, y no aquella pesadez de los golpecitos en las mesas y de la escritura después. Vea yo cuanto antes a Carmela. SEELENFÜHRER.--Aguarde V. un momento. (Hace ciertos ademanes y pases con las manos, como quien vierte por ellas diez chorros de fluido magnético.) Ya estį Carmela dormida. Ahora evoquemos el espķritu de Gopa para que se infunda en el lindo cuerpo de Carmela. ”Gopa! ”Gopa! (Se abre la puerta que debe de haber en el fondo, y Gopa aparece, toda vestida de blanco, muy guapa moza, aunque algo morena, y con los hermosos, largos y negros cabellos, sueltos por la espalda.) GOPA.--æQué me quieres? SEELENFÜHRER.--Que respondas a lo que este caballero te pregunte. GOPA.--æQué he de responder? No: yo no quiero responder a nadie. Acabas de herirme, de emponzońarme el corazón. Hace veinticinco siglos que gozaba yo con el recuerdo de Sidarta, noble, generoso y enamorado. Su śltimo casto beso, el de la noche en que se despidió de mķ, estaba en lo ķntimo de mi ser como luz celestial que le iluminaba. Todo mi encanto se destruye ahora. Yo no he vuelto a ver a Sidarta. No he vuelto a saber de Sidarta en todo este tiempo. æConseguirķa su propósito? me he preguntado a veces. æLograrķa escaparse de la esfera de la vida y hundirse en el _nirvana_? En el mundo de los espķritus me he encontrado con muchos espķritus, y nunca con el de Sidarta. He aprendido mil verdades. He conocido el error de Sidarta, pero mi afecto tenķa razones para disculparle. En Capilavastu, allį en el centro de la India, seis siglos antes de que viniese al mundo Nuestro Seńor Jesucristo, nada sabķamos de Dios; no alcanzįbamos que hubiese un Ser omnipotente, bueno, infinitamente sabio, principio y fin de todas las cosas. Nuestros dioses eran los astros, los elementos, las fuerzas naturales personificadas; dioses ciegos, sin amor y sin inteligencia; sin libertad; esclavos del destino; inferiores a la naturaleza; muy inferiores a toda alma humana. æQué mucho que con este ateismo por deficiencia, con este desconocimiento infantil del Ser supremo, y movido Sidarta de caridad sublime, imaginase su absurda aunque benévola doctrina? Pero en la culta Europa, en el siglo XIX, sabiendo ya cuanto los profetas de Israel han revelado, cuanto han especulado racionalmente los filósofos de Grecia sobre Dios personal, y cuanto nos han enseńado el Evangelio y la ciencia moderna, que de él dimana, es una mala vergüenza hacerse ateos, caer en la desesperación y retroceder al budismo. Imagina, pues, cuįn hondo serį mi dolor cuando en ti, que te llamas ahora el doctor Seelenführer, acabo de reconocer a mi Sidarta, a mi Sakiamśni y a mi Bagavat, porque todos estos nombres te dįbamos. Tś no caes en ello; pero no lo dudes: tś fuiste el Buda y quieres volver a serlo. Entonces, como era en sazón oportuna, fuiste un grande hombre; hoy me pareces un charlatįn o un mentecato, y o te desprecio, o te abomino. Adiós para siempre. Para siempre acabaron ya nuestros amores. (El espķritu de Gopa abandona, a lo que puede inferirse, el cuerpo de Carmela, que cae por tierra como exįnime.) AUTOR.--æQué es esto, amigo Seelenführer? æEs verdad o mentira? Si es burla de Carmela, es burla harto pesada, y si son veras, las veras son mįs pesadas aśn. SEELENFÜHRER (atolondrado).--æSi habré sido yo el Buda? æSi estaré loco? æSi se burlarį de mķ esta muchacha? (Se acerca a Carmela para levantarla del suelo.) Estį frķa como el mįrmol. ”Qué desmayo tan horrible! æSi estarį muerta? Carmela, Carmela, vuelve en ti. CARMELA (volviendo de su desmayo y levantįndose.) ”Ay, Jesśs mķo! SEELENFÜHRER.--Muchacha, respóndeme con franqueza. æTe has estado burlando de mķ? æQué diabluras son las tuyas? CARMELA.--æQué diabluras han de ser sino las que V. hace conmigo y que al fin han de costarme caras? He tenido una pesadilla feroz; me he caķdo redonda en el suelo, y estoy segura de que tengo el cuerpo lleno de cardenales. SEELENFÜHRER.--æY no recuerdas nada de lo que has dicho? CARMELA.--Nada recuerdo. Déjeme V. ahora. Tengo necesidad de descanso. (Carmela se va.) AUTOR.--Mi querido Doctor: yo no sé qué pensar de lo que acabo de ver y oķr; pero, francamente, todos estos pesimismos, ateismos y espiritismos me parecen malsanos y disparatados. SEELENFÜHRER.--Ya sabķa yo que V. pensaba asķ V. es un metafķsico superficial, burlón y escéptico, que no sabe lo que se pesca.--Usted es un descreķdo, anticuado en mįs de cien ańos; un discķpulo de Voltaire. AUTOR.--Seré lo que a V. se le antoje. Aunque no he tomado a Voltaire por maestro, Voltaire me divierte, y los pesimistas alemanes me aburren. Voltaire, a pesar del _Cįndido_, no era un pesimista radical. Voltaire, en el fondo, era tan optimista como Leibnitz, de quien quiso burlarse. Fįcil me serķa demostrarlo, si no estuviese de priesa. Y en cuanto al descreimiento, digo que Voltaire jamįs negó con seriedad las mįs altas y consoladoras verdades, de que son fundamento la existencia de Dios, su justicia, su providencia, y la libertad y responsabilidad del hombre. Me atrevo, por śltimo, a dar por evidente que, si Voltaire hubiera previsto los abominables y desesperados sistemas de estos śltimos tiempos, en vez de hacer la guerra al cristianismo, se hubiera hecho amigo de los Padres Jesuitas, hubiera oķdo una misa diaria, hubiera ayunado una vez por semana, y se hubiera confesado cada mes un par de veces. SANTA (EPISODIO DEL MAHABHARATA) El rey de Anga, Lomapad glorioso, A un brahmįn ofendió, no dando en premio De un sacrificio lo que dar debiera. Irritados entonces los brahmanes, Salieron todos de su reino: el humo Del holocausto al cielo no subķa; Indra negaba la fecunda lluvia, Y la miseria al pueblo devoraba. Lomapad, consternado, saber quiso El parecer de los varones doctos, Y los llamó a consejo, y preguntoles Qué medio hallaban de aplacar la ira Del Dios que lanza el rayo y amontona En el cielo del agua los raudales. Mil sentencias se dieron; mas al cabo El mįs prudente de los sabios dijo: --Escucha ”oh rey! mientras brahman no haya Que sacrificio en este suelo ofrezca, Indra no saciarį la sed abriendo El lķquido tesoro de las nubes. Los brahmanes, movidos del enojo, Al sacrificio no se prestan. Oye Para cumplir el venerando rito Cómo hallar sólo sacerdote puedes. En la fértil orilla del Kausiki, En lo esquivo y recóndito del bosque, Del trato humano lejos, su vivienda Vinfandįk tiene, el hijo de Kasyapa, Brahman austero y penitente. Vive En el yermo con él su śnico hijo, El piadoso mancebo Risyaringa. No vio a mįs hombre que a su padre nunca; Sólo frutos silvestres, hierbas sólo Y licor sólo que entre rocas mana, Alimento le dieron y bebida. Tan inocente y puro es el mancebo, Que de lo qué es mujer no tiene idea. Manda, pues, rey, que una doncella hermosa Vaya al bosque, le hable, y con hechizos De amor, cautivo a la ciudad le traiga. No bien sus pies en tus sedientos campos La huella estampen, no lo dudes, Indra Darį propicio el suspirado riego. Asķ habló el sabio, y su atinado aviso Agradó mucho al rey. Dinero y honras Prometió Lomapad a la doncella Que hįbil trajese al candoroso joven: Pero todas miraban con espanto De Vifandįk la maldición horrible, Y exclamaban:--”Oh prķncipe! perdona; No llega a tal extremo nuestra audacia. En tanto, iban mostrįndose tan fieras La sequķa y el hambre, que perdieron Toda esperanza el rey y sus vasallos, Cuando Santa, del rey śnica hija, Virgen por su beldad maravillosa, Modestamente se acercó a su padre Y asķ le habló:--Si quieres, padre mķo, Yo he de intentar que venga a nuestra tierra El joven que no vio seres humanos. Con gran contento el rey escuchó a Santa, Y al instante dispuso que una nave Se aprestara, de flores y verdura Cubierta por doquier, como retiro Feraz de bienhadados penitentes. Peregrinando en ella con su hija, Fue contra la corriente del Kausiki Hasta llegar al prado y a la selva, Mansión de Vifandįk el solitario. Con discretos consejos de su padre Para tan ardua empresa apercibida, Santa desembarcó, y entró en la choza Do el mancebo por dicha estaba solo. --Dime, _muni_, le dijo, si te place La penitencia aquķ. æVives alegre En esta soledad? æTienes en ella Abundancia de frutos y raķces? --Tengo, contestó el joven; mas æquién eres Que como llama refulgente luces? Bebe del agua mķa: te suplico Que mis flores aceptes y mis frutos. --Allį en mi soledad, replicó Santa, Al otro lado de los altos montes, Nacen flores mįs bellas y olorosas, Son los frutos mįs dulces, y es mįs clara Y mįs salubre el agua de las fuentes. --”Oh huésped celestial! dijo el mancebo; Algśn ser superior eres sin duda. Yo me postro a tus plantas y te adoro Como adorar debemos a los dioses. --”Ah, no! tś eres mejor, tś eres perfecto, Y adorarme no debes: yo rechazo La no fundada adoración: permite Que te dé paz como se da en mi patria. Cediendo en parte entonces al consejo Discreto de su padre, y al impulso Del corazón también, Santa la bella Al cuello del garzon echó los brazos, Y le dio un beso, y llena de sonrojo Huyó a la nave do su padre estaba. Volvió del bosque Vifandįk en esto, Grave, terrible, penitente, todo Desde los pies a la cabeza hirsuto. --”Hijo! exclamó, æpor qué has holgado, hijo? Ni partiste la leńa, ni atizaste El fuego, ni lavaste la vajilla, Ni la vaca cuidaste ni el becerro. Mudado me pareces. æEn qué sueńas? æQué cavilas? æSabré lo que ha pasado? --Un peregrino, respondió el mancebo, Estuvo por aquķ, de negros ojos Y sonrosada y blanca faz; en trenzas Los cabellos caķan por su espalda; En sus labios brillaba la sonrisa; Gentil, gracioso, esbelto era su talle, Y en suave curva levantado el pecho. Como canta el _kokila_ en la alborada, Asķ su voz sonaba en mis oķdos, Y a su andar un aroma yo sentķa Como el del aura en grata primavera. No quiso de mis frutos, y no quiso Agua tampoco de mis fuentes: frutos Mįs sazonados me ofreció y bebida De mįs rico sabor, cuya promesa Bastó a embriagarme un tanto. Cińó luego Con sus brazos mi cuello el peregrino, Inclinó hacia la suya mi cabeza, Tocó en mi boca con su amable boca, Hizo un susurro pequeńito y blando, Y por todo mi ser discurrió al punto Un estremecimiento delicioso. Por este peregrino en vivas ansias Me consumo; do vive vivir quiero; De que se ha ido el corazón me duele; Y a hacer la misma penitencia aspiro Que me enseńó, para endiosar el alma Mįs eficaz ”oh padre! que las tuyas. Vifandįk contestó:--No te confķes, Hijo, en belleza material; a veces Van los gigantes por el bosque errando, Y toman bellas formas, con intento De seducir a los varones pķos Y perturbar su penitente vida. Para buscar a Santa salió entonces Vifandįk, ciego de furor; y apenas Hubo salido, penetró de nuevo La linda moza con furtivos pasos. La vio el mancebo, trémulo de gozo; Corrió a ella y le dijo:--No te pares; Huyamos sin tardanza do tś vives; No nos halle mi padre cuando vuelva. Asķ Santa logró que Risyaringa La siguiese a la nave. Dio a los vientos La vela entonces Lomapad, y raudo Bajó por la corriente del Kausiki. No bien puso la planta el virtuoso Mancebo en tierra, cuando abierto el cielo Vertió torrentes de fecunda lluvia. El rey, viendo sus votos ya cumplidos, A Risyaringa desposó con Santa. Volvió, entre tanto, Vifandįk del bosque A la choza, y al hijo fugitivo Buscó en balde doquier. Con sańa cruda De Anga a la capital marchó en seguida Para lanzar su maldición tremenda. Con la fatiga a reposar parose En medio del camino, y miró en torno, Y vio praderas de abundantes pastos, Y ovejas mil y lucios corderillos Y pastores alegres.--æQuién os hace Tan dichosos? les dijo, y respondieron: --El piadoso mancebo Risyaringa. Siguió su marcha Vifandįk, y hallaba Paz, opulencia, dicha en todas partes, Y cada vez que de alguien inquirķa De tanto bien la causa, mil encomios Escuchaba de nuevo de su hijo. Aduló con son grato las orejas Del austero varón tanta alabanza, Y se entibió su cólera fogosa. Llegó, por fin, a la ciudad, en donde Le colmó el rey de honores y mercedes; Vio feliz como un Dios al hijo amado; Vio tan gozosa a la gallarda nuera, Que como luz de amor resplandecķa; Y en torno vio rebańos florecientes, Y amenos, verdes sotos, y el hartura Y el deleite por huertos y jardines. No pudo entonces maldecir: las manos Elevó hacia los cielos y bendijo. End of the Project Gutenberg EBook of Cuentos y diįlogos, by Juan Valera *** END OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK CUENTOS Y DIĮLOGOS *** ***** This file should be named 27214-8.txt or 27214-8.zip ***** This and all associated files of various formats will be found in: http://www.gutenberg.org/2/7/2/1/27214/ Produced by Chuck Greif and the Online Distributed Proofreading Team at DP Europe (http://dp.rastko.net) Updated editions will replace the previous one--the old editions will be renamed. 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45,234 words • 753h 54m read

— End of Cuentos y diálogos —

Book Information

Title
Cuentos y diálogos
Author(s)
Valera, Juan
Language
Spanish
Type
Text
Release Date
November 9, 2008
Word Count
45,234 words
Library of Congress Classification
PQ
Bookshelves
Browsing: Language & Communication, Browsing: Literature, Browsing: Fiction
Rights
Public domain in the USA.