The Project Gutenberg EBook of Cuentos y diįlogos, by Juan Valera
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Title: Cuentos y diįlogos
Author: Juan Valera
Release Date: November 9, 2008 [EBook #27214]
Language: Spanish
Character set encoding: ISO-8859-1
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JUAN VALERA
CUENTOS Y DIĮLOGOS
SEVILLA: 1882
FRANCISCO ALVAREZ Y C.Ŗ, EDITORES Tetuįn 24.
AL EXCMO. SR.
D. ENRIQUE R. DE SAAVEDRA,
DUQUE DE RIVAS.
Mi querido amigo: Bien hubiera querido yo escribir algo nuevo
expresamente para dedicįrselo a V., pero mi pobre ingenio estį marchito
y seco desde hace dos o tres ańos, y empiezo a perder toda esperanza de
que reverdezca y vuelva a florecer algśn dķa.
En tan desengańada situación y urgiéndome pagar la deuda de la lindķsima
_fantasķa_ que tuvo V. la bondad de dedicarme, me decido a dedicar a V.
esta colección de CUENTOS Y DIĮLOGOS, que, si bien publicados antes
aisladamente, salen hoy por vez primera reunidos en un tomo.
Ahķ van _Parsondes_, que V. tanto celebra; _El pįjaro verde_, cuento
vulgar que me contó con singular talento su seńora madre de usted y que
yo no he hecho sino poner por escrito, procurando competir con Perrault,
Andersen y Musaus; _El bermejino prehistórico_, que yo encuentro
gracioso en fuerza de ser disparatado; y los diįlogos de _Asclepigenia y
Gopa_, el primero de los cuales sigo creyendo que es lo mįs elegante y
discreto, o si se quiere lo menos tonto, que he escrito en mi vida.
Acoja V. con benignidad estas obrillas ligeras, sobre las cuales nada
mįs se me ocurre que decir, pues las escribķ sin intención de enseńar y
sólo con el fin de pasar el tiempo y de ver si lograba divertirme yo y
divertir también a quien me leyese.
Lo primero lo he conseguido. æPor qué no confesarlo? Como me quiero
bien, me rķo a mķ mismo las gracias. Asķ es que CUENTOS Y DIĮLOGOS me
han encantado al escribirlos y aun al leerlos y releerlos después de
escritos. Ya esto es bastante triunfo, aunque el encanto de la
diversión no pase de mķ ni se transmita a otros. Harto lo sentiré, pero
me consolaré imaginando, porque el amor propio es muy sutil inventor,
que si no me rķen las gracias los demįs es porque las tales gracias
estįn disimuladas y escondidas en el texto, y asķ no las ve quien no le
penetra y ahonda. Yo procuraré, en otra ocasión, poner las gracias, si
las tengo, algo mįs superficiales. Entretanto, conténtese V. o mejor
dicho no se disguste con esto que le dedico, pues bien sé yo que, si
vale algo y si tiene chiste, V. habrį de hallarle, sin que tenga yo
necesidad de indicar dónde estį lo chistoso para que V. lo rķa.
Créame V. siempre su buen amigo
_J. Valera_.
Lisboa 20 de Febrero de 1882.
ĶNDICE
El pįjaro verde
Parsondes
El bermejino prehistórico o las salamandras azules
Asclepigenia
Gopa
Santa
EL PĮJARO VERDE.
I.
Hubo, en época muy remota de esta en que vivimos, un poderoso Rey, amado
con extremo de sus vasallos, y poseedor de un fertilķsimo, dilatado y
populoso reino, allį en las regiones de Oriente. Tenķa este Rey inmensos
tesoros y daba fiestas espléndidas. Asistķan en su corte las mįs
gentiles damas y los mįs discretos y valientes caballeros que entonces
habķa en el mundo. Su ejército era numeroso y aguerrido. Sus naves
recorrķan como en triunfo el Océano. Los parques y jardines, donde solķa
cazar y holgarse, eran maravillosos por su grandeza y frondosidad, y por
la copia de alimańas y de aves que en ellos se alimentaban y vivķan.
Pero æqué diremos de sus palacios y de lo que en sus palacios se
encerraba, cuya magnificencia excede a toda ponderación? Allķ muebles
riquķsimos, tronos de oro y de plata, y vajillas de porcelana, que era
entonces menos comśn que ahora; allķ enanos, jigantes, bufones y otros
monstruos para solaz y entretenimiento de S. M.; allķ cocineros y
reposteros profundos y eminentes, que cuidaban de su alimento corporal,
y allķ no menos profundos y eminentes filósofos, poetas y
jurisconsultos, que cuidaban de dar pasto a su espķritu, que concurrķan
a su consejo privado, que decidķan las cuestiones mįs arduas de derecho,
que aguzaban y ejercitaban el ingenio con charadas y logogrifos, y que
cantaban las glorias de la dinastķa en colosales epopeyas.
Los vasallos de este Rey le llamaban con razón _el Venturoso_. Todo iba
de bien en mejor durante su reinado. Su vida habķa sido un tejido de
felicidades, cuya brillantez empańaba solamente con negra sombra de
dolor la temprana muerte de la seńora Reina, persona muy cabal y hermosa
a quien S. M. habķa querido con todo su corazón. Imagķnate, lector, lo
que la llorarķa, y mįs habiendo sido él, por el mismo acendrado carińo
que le tenķa, causa inocente de su muerte.
Cuentan las historias de aquel paķs que ya llevaba el Rey siete ańos de
matrimonio sin lograr sucesión, aunque vehementemente la deseaba, cuando
ocurrieron unas guerras en paķs vecino. El Rey partió con sus tropas;
pero antes se despidió de la seńora Reina con mucho afecto. Esta,
dįndole un abrazo, le dijo al oķdo:--No se lo digas a nadie para que no
se rķan si mis esperanzas no se logran, pero me parece que estoy en
cinta.
La alegrķa del Rey con esta nueva no tuvo lķmites, y como todo le sale
bien al que estį alegre, él triunfó de sus enemigos en la guerra, mató
por su propia mano a tres o cuatro reyes que le habķan hecho no sabemos
qué mala pasada, asoló ciudades, hizo cautivos, y volvió cargado de
botķn y de gloria a la hermosa capital de su monarquķa.
Habķan pasado en esto algunos meses; asķ es que al atravesar el Rey con
gran pompa la ciudad, entre las aclamaciones y el aplauso de la multitud
y el repiqueteo de las campanas, la Reina estaba pariendo, y parió con
felicidad y facilidad, a pesar del ruido y agitación y aunque era
primeriza.
”Qué gusto tan pasmoso no tendrķa S. M. cuando, al entrar en la real
cįmara, el comadrón mayor del reino le presentó a una hermosa princesa
que acababa de nacer! El Rey dio un beso a su hija y se dirigió lleno de
jśbilo, de amor y de satisfacción, al cuarto de la seńora Reina, que
estaba en la cama tan colorada, tan fresca y tan bonita como una rosa de
Mayo.
--”Esposa mķa!--exclamó el Rey, y la estrechó entre sus brazos. Pero el
Rey era tan robusto y era tan viva la efusión de su ternura, que sin mįs
ni menos ahogó sin querer a la Reina. Entonces fueron los gritos, la
desesperación y el llamarse a sķ propio animal, con otras elocuentes
muestras de doloroso sentimiento. Mas no por esto resucitó la Reina, la
cual, aunque muerta, estaba divina. Una sonrisa de inefable deleite se
dirķa que aśn vagaba sobre sus labios. Por ellos, sin duda, habķa volado
el alma envuelta en un suspiro de amor, y orgullosa de haber sabido
inspirar carińo bastante para producir aquel abrazo. ”Qué mujer
verdaderamente enamorada no envidiarį la suerte de esta Reina!
El Rey probó el mucho carińo que le tenķa, no sólo en vida de ella, sino
después de su muerte. Hizo voto de viudez y de castidad perpetuas, y
supo cumplirle. Mandó componer a los poetas una corona fśnebre, que aun
dicen que se tiene en aquel reino como la mįs preciosa joya de la
literatura nacional. La corte estuvo tres ańos de luto. Del mausoleo que
se levantó a la Reina sólo fue posteriormente el de Caria un mezquino
remedo.
Pero como, segśn dice el refrįn, no hay mal que dure cien ańos, el Rey,
al cabo de un par de ellos, sacudió la melancolķa, y se creyó tan
venturoso o mįs venturoso que antes. La Reina se le aparecķa en sueńos,
y le decķa que estaba gozando de Dios, y la Princesita crecķa y se
desarrollaba que era un contento.
Al cumplir la Princesita los quince ańos, era, por su hermosura,
entendimiento y buen trato, la admiración de cuantos la miraban y el
asombro de cuantos la oķan. El Rey la hizo jurar heredera del trono, y
trató luego de casarla.
Mįs de quinientos correos de gabinete, caballeros en sendas cebras de
posta, salieron a la vez de la capital del reino con despachos para
otras tantas cortes, invitando a todos los prķncipes a que viniesen a
pretender la mano de la Princesa, la cual habķa de escoger entre ellos
al que mįs le gustase.
La fama de su portentosa hermosura habķa recorrido ya el mundo todo; de
suerte que, apenas fueron llegando los correos a las diferentes cortes,
no habķa prķncipe, por ruin y para poco que fuese, que no se decidiera a
ir a la capital del _Rey Venturoso_, a competir en justos, torneos y
ejercicios de ingenio por la mano de la Princesa. Cada cual pedķa al Rey
su padre armas, caballos, su bendición y algśn dinero, con lo cual al
frente de una brillante comitiva, se ponķa en camino.
Era de ver cómo iban llegando a la corte de la Princesita todos estos
altos seńores. Eran de ver los saraos que habķa entonces en los palacios
reales. Eran de admirar, por śltimo, los enigmas que los prķncipes se
proponķan para mostrar la respectiva agudeza; los versos que escribķan;
las serenatas que daban; los combates del arco, del pugilato y de la
lucha, y las carreras de carros y de caballos, en que procuraba cada
cual salir vencedor de los otros y ganarse el amor de la pretendida
novia.
Pero ésta, que a pesar de su modestia y discreción, estaba dotada, sin
poderlo remediar, de una ķndole arisca, descontentadiza y desamorada,
abrumaba a los prķncipes con su desdén, y de ninguno de ellos se le
importaba un ardite. Sus discreciones le parecķan frialdades, simplezas
sus enigmas, arrogancia sus rendimientos y vanidad o codicia de sus
riquezas el amor que le mostraban. Apenas se dignaba mirar sus
ejercicios caballerescos, ni oķr sus serenatas, ni sonreķr agradecida a
sus versos de amor. Los magnķficos regalos, que cada cual le habķa
traķdo de su tierra, estaban arrinconados en un zaquizamķ del regio
alcįzar.
La indiferencia de la Princesa era glacial para todos los pretendientes.
Sólo uno, el hijo del Kan de Tartaria, habķa logrado salvarse de su
indiferencia para incurrir en su odio. Este Prķncipe adolecķa de una
fealdad sublime. Sus ojos eran oblicuos, las mejillas y la barba
salientes, crespo y enmarańado el pelo, rechoncho y pequeńo el cuerpo,
aunque de titįnica pujanza, y el genio intranquilo, mofador y orgulloso.
Ni las personas mįs inofensivas estaban libres de sus burlas, siendo
principal blanco de ellas el Ministro de Negocios extranjeros del _Rey
Venturoso_, cuya gravedad, entono y cortas luces, asķ como lo
detestablemente que hablaba el _sanscrito_, lengua diplomįtica de
entonces, se prestaban algo al escarnio y a los chistes.
Asķ andaban las cosas, y las fiestas de la corte eran mįs brillantes
cada dķa. Los Prķncipes, sin embargo, se desesperaban de no ser
queridos; el _Rey Venturoso_ rabiaba al ver que su hija no acababa de
decidirse; y ésta continuaba erre que erre en no hacer caso de ninguno,
salvo del Prķncipe tįrtaro, de quien sus pullas y declarado
aborrecimiento vengaban con usura al famoso ministro de su padre.
II
Aconteció, pues, que la Princesa, en una hermosa mańana de primavera,
estaba en su tocador. La doncella favorita peinaba sus dorados, largos y
suavķsimos cabellos. Las puertas de un balcón, que daba al jardķn,
estaban abiertas para dejar entrar el vientecillo fresco y con él el
aroma de las flores.
Parecķa la Princesa melancólica y pensativa y no dirigķa ni una palabra
a su sierva.
Ésta tenķa ya entre sus manos el cordón con que se disponķa a enlazar la
įurea crencha de su ama, cuando a deshora entró por el balcón un
preciosķsimo pįjaro, cuyas plumas parecķan de esmeralda, y cuya gracia
en el vuelo dejó absortas a la seńora y a su sirvienta. El pįjaro,
lanzįndose rįpidamente sobre esta śltima, le arrebató de las manos el
cordón, y volvió a salir volando de aquella estancia.
Todo fue tan instantįneo que la Princesa apenas tuvo tiempo de ver al
pįjaro, pero su atrevimiento y su hermosura le causaron la mįs extrańa
impresión.
Pocos dķas después, la Princesa, para distraer sus melancolķas, tejķa
una danza con sus doncellas, en presencia de los Prķncipes. Estaban
todos en los jardines y la miraban embelesados. De pronto sintió la
Princesa que se le desataba una liga, y suspendiendo el baile, se
dirigió con disimulo a un bosquecillo cercano para atįrsela de nuevo.
Descubierta tenķa ya S. A. la bien torneada pierna, habķa estirado ya la
blanca media de seda, y se preparaba a sujetarla con la liga que tenķa
en la mano, cuando oyó un ruido de alas, y vio venir hacia ella el
pįjaro verde, que le arrebató la liga en el ebśrneo pico y desapareció
al punto. La Princesa dio un grito y cayó desmayada.
Acudieron los pretendientes y su padre. Ella volvió en sķ, y lo primero
que dijo fue:--«”Que me busquen al pįjaro verde... que me le traigan
vivo... que no le maten... yo quiero poseer vivo al pįjaro verde!»
Mas en balde le buscaron los Prķncipes. En balde, a pesar de lo
mandado por la Princesa de que no se pensase en matar al pįjaro verde,
se soltaron contra él neblķes, sacres, gerifaltes y hasta įguilas
caudales, domesticadas y adiestradas en la cetrerķa. El pįjaro verde no
pareció ni vivo ni muerto.
El deseo no cumplido de poseerle atormentaba a la Princesa y acrecentaba
su mal humor. Aquella noche no pudo dormir. Lo mejor que pensaba de los
Prķncipes era que no valķan para nada.
Apenas vino el dķa, se alzó del lecho, y en ligeras ropas de levantar,
sin corsé ni mirińaque, mįs hermosa e interesante en aquel _deshabillé_,
pįlida y ojerosa, se dirigió con su doncella, favorita a lo mįs frondoso
del bosque que estaba a la espalda de palacio, y donde se alzaba el
sepulcro de su madre. Allķ se puso a llorar y a lamentar su suerte.--æDe
qué me sirven, decķa, todas mis riquezas, si las desprecio; todos los
Prķncipes del mundo, si no los amo; de qué mi reino, si no te tengo a
ti, madre mķa; y de qué todos mis primores y joyas, si no poseo el
hermoso pįjaro verde?
Con esto, y como para consolarse algo, desenlazó el cordón de su vestido
y sacó del pecho un rico guardapelo, donde guardaba un rizo de su madre,
que se puso a besar. Mas apenas empezó a besarle, cuando acudió mįs
rįpido que nunca el pįjaro verde, tocó con su ebśrneo pico los labios de
la Princesa, y arrebató el guardapelo, que durante tantos ańos habķa
reposado contra su corazón, y en tan oculto y deseado lugar habķa
permanecido. El robador desapareció en seguida, remontando el vuelo y
perdiéndose en las nubes.
Esta vez no se desmayó la Princesa; antes bien se paró muy colorada y
dijo a la doncella:--Mķrame, mķrame los labios; ese pįjaro insolente me
los ha herido, porque me arden.
La doncella los miró y no notó picadura ninguna; pero indudablemente el
pįjaro habķa puesto en ellos algo de ponzońa, porque el traidor no
volvió a aparecer en adelante, y la Princesa fue desmejorįndose por
grados, hasta caer enferma de mucho peligro. Una fiebre singular la
consumķa, y casino hablaba sino para decir:--Que no le maten... que me
le traigan vivo... yo quiero poseerle.
Los médicos estaban de acuerdo en que la śnica medicina para curar a la
Princesa, era traerle vivo el pįjaro verde. Mas ædónde hallarle? Inśtil
fue que le buscasen los mįs hįbiles cazadores. Inśtil que se ofreciesen
sumas enormes a quien le trajera.
El _Rey Venturoso_ reunió un gran congreso de sabios a fin de que
averiguasen, so pena de incurrir en su justa indignación, quién era y
dónde vivķa el pįjaro verde, cuyo recuerdo atormentaba a su hija.
Cuarenta dķas y cuarenta noches estuvieron lo sabios reunidos, sin cesar
de meditar y disertar sino para dormir un poco y alimentarse.
Pronunciaron muy doctos y elocuentes discursos, pero nada
averiguaron.--Seńor, dijeron al cabo todos ellos al Rey, postrįndose
humildemente a sus pies e hiriendo el polvo con las respetables frentes,
somos unos mentecatos; haz que nos ahorquen; nuestra ciencia es una
mentira: ignoramos quién sea el pįjaro verde, y sólo nos atrevemos a
sospechar si serį acaso el ave fénix del Arabia.
--Levantaos, contestó el Rey con notable magnanimidad, yo os perdono y
os agradezco la indicación sobre el ave fénix. Sin tardanza saldrįn
siete de vosotros con ricos presentes para la reina de Sabį, y con todos
los recursos de que yo puedo disponer para cazar pįjaros vivos. El fénix
debe de tener su nido en el paķs sabeo, y de allķ habéis de traérmele,
si no queréis que mi cólera regia os castigue aunque tratéis de evitarla
escondiéndoos en las entrańas de la tierra.
En efecto, salieron para el Arabia siete sabios de los mįs versados en
lingüķstica, y entre ellos el Ministro de Negocios extranjeros, sobre lo
cual tuvo mucho que reķr el Prķncipe tįrtaro.
Este prķncipe envió también cartas a su padre, que era el mįs famoso
encantador de aquella edad, consultįndole sobre el caso del pįjaro
verde.
La Princesa, en el ķnterin, seguķa muy mal de salud y lloraba tan
abundantes lįgrimas, que diariamente empapaba en ellas mįs de cincuenta
pańuelos. Las lavanderas de palacio estaban con esto muy afanadas, y
como entonces ni la persona mįs poderosa tenķa tanta ropa blanca como
ahora se usa, no hacķan mįs que ir a lavar al rķo.
III
Una de estas lavanderas, que era, valiéndonos de cierta expresión a la
moda, una pollita muy simpįtica, volvķa un dķa, al anochecer, de lavar
en el rķo los lacrimosos pańuelos de la Princesa.
En medio del camino, y muy distante aśn de las puertas de la ciudad, se
sintió algo cansada y se sentó al pié de un įrbol. Sacó del bolsillo una
naranja; y ya iba a mondarla para comérsela, cuando se le escapó de las
manos y empezó a rodar por aquella cuesta abajo con singular ligereza.
La muchachuela corrió en pos de su naranja; pero mientras mįs corrķa,
mįs la naranja se adelantaba, sin que jamįs se parase y sin que ella
llegase a alcanzarla en la carrera, si bien no la perdķa de vista.
Cansada de correr, y sospechando, aunque poco experimentada en las
cosas del mundo, que aquella naranja tan corredora no era del todo
natural, la pobre se detenķa a veces y pensaba en desistir de su empeńo;
pero la naranja al punto se detenķa también, como si ya hubiese cesado
en su movimiento y convidase a su dueńo a que de nuevo la cogiese.
Llegaba ella a tocarla con la mano, y la naranja se le deslizaba otra
vez y continuaba su camino.
Embelesada estaba la lavanderilla en tan inaudita persecución, cuando
notó al fin que se hallaba en un bosque intrincado, y que la noche se le
venķa encima, oscura como boca de lobo. Entonces tuvo miedo, y rompió en
desconsoladķsimo llanto. La oscuridad creció rįpidamente, y ya no le
permitió ni ver la naranja, ni orientarse, ni dar con el camino para
volverse atrįs.
Iba pues, vagando a la ventura, afligidķsima y muerta de hambre y
cansancio, cuando columbró no muy lejos unas brillantes lucecitas.
Imaginó ser las de la ciudad; dio gracias a Dios, y enderezó sus pasos
hacia aquellas luces. Pero cuįn grande no serķa su sorpresa al
encontrarse, a poco trecho y sin salir del intrincado bosque, a las
puertas de un suntuosķsimo palacio, que parecķa un ascua de oro por lo
que brillaba, y en cuya comparación pasarķa por una pobre choza el
espléndido alcįzar del _Rey Venturoso_.
No habķa guardia, ni portero, ni criados que impidiesen la entrada, y la
chica, que no era corta, y que ademįs sentķa el estķmulo de la
curiosidad y el deseo de albergarse y de comer algo, traspasó los
umbrales, subió por una ancha y lujosa escalera de bruńido jaspe, y
empezó a discurrir por los mįs ricos y elegantes salones que imaginarse
pueden, aunque siempre sin ver a nadie. Los salones estaban, sin
embargo, profusamente iluminados por mil lįmparas de oro, cuyo perfumado
aceite difundķa suavķsima fragancia. Los primorosos objetos, que en los
salones habķa, eran para espantar por su riqueza y exquisito gusto, no
ya a la lavanderilla, que poco de esto habķa disfrutado, sino a la
mismķsima reina Victoria, que hubiera confesado la relativa inferioridad
de la industria inglesa, y hubiera dado patentes y medallas a los
inventores y fabricantes de todos aquellos artķculos.
La lavandera los admiró a su sabor, y admirįndolos se fue poco a poco
hacia un sitio de donde salķa un rico olorcillo de viandas muy suculento
y delicioso. De esta suerte llegó a la cocina; pero ni jefe, ni
sota-cocineros, ni pinches, ni fregatrices habķa en ella; todo estaba
desierto, como el resto del palacio. Ardķan, no obstante, el fogón, el
horno y las hornillas, y en ellos estaban al fuego infinito nśmero de
peroles, cacerolas y otras vasijas. Levantó nuestra aventurera la
cubierta de una cacerola y vio en ella unas anguilas; levantó otra y vio
una cabeza de jabalķ desosada y rellena de pechugas de faisanes y de
trufas; en resolución, vio los manjares mįs exquisitos que se presentan
en las mesas de los reyes, emperadores y papas: y hasta vio algunos
platos, al lado de los cuales los imperiales, papales y regios, serķan
tan groseros, como al lado de estos un potaje de judķas o un gazpacho.
Animada la chica con lo que veķa y olķa, se armó de un cuchillo y de un
trinchante, y se lanzó con resolución sobre la cabeza de jabalķ. Mas
apenas hubo llegado a ella, recibió en sus manos un golpe, dado al
parecer por otra poderosa e invisible, y oyó una voz que le decķa, tan
de cerca que sintió la agitación del aire y el aliento caliente y vivo
de las palabras:
--”Tate... que es para mi seńor el Prķncipe!
Se dirigió entonces a unas truchas salmonadas, creyéndolas manjar menos
principesco y que le dejarķan comer; pero la mano invisible vino de
nuevo a castigar su atrevimiento, y la voz misteriosa a repetirle:
--”Tate... que es para mi seńor el Prķncipe!
Tentó, por śltimo, mejor fortuna en tercero, cuarto y quinto plato, pero
siempre le aconteció lo propio; asķ tuvo con harta pena que resignarse a
ayunar, y se salió despechada de la cocina.
Volvió luego a recorrer los salones, donde reinaba siempre la misma
misteriosa soledad y donde el mįs profundo silencio parecķa tener su
morada, y llegó a una alcoba lindķsima, en la cual sólo dos o tres
luces, encerradas y amortecidas en vasos de alabastro, derramaban una
claridad indecisa y voluptuosa, que estaba convidando al reposo y al
sueńo. Habķa en esta alcoba una cama tan cómoda y mullida, que nuestra
lavandera, que estaba cansadķsima, no pudo resistir a la tentación de
tenderse en ella y descansar. Iba a poner en ejecución su propósito, y
ya se habķa sentado y se disponķa a tenderse, cuando en la parte misma
de su cuerpo con que acababa de tocar la cama, sintió una dolorosa
picadura, como si con un alfiler de a ochavo la punzasen, y oyó de nuevo
una voz que decķa:
--”Tate... que es para mi seńor el Prķncipe!
No hay que decir que la lavanderilla se asustó y afligió con esto,
resignįndose a no dormir, como a no comer se habķa ya resignado; y para
distraer el hambre y el sueńo se puso a registrar cuantos objetos habķa
en la alcoba, llevando su curiosidad hasta levantar las colgaduras y los
tapices.
Detrįs de uno de éstos descubrió nuestra heroķna una primorosa
puertecilla secreta de sįndalo, con embutidos de nįcar. La empujó
suavemente, y cediendo la puerta, se encontró en una escalera de
caracol, de mįrmol blanco. Por ella bajó sin detenerse a uno como
invernįculo, donde crecķan las plantas y las flores mįs aromįticas y
extrańas, y en cuyo centro habķa una taza inmensa, hecha, al parecer, de
un solo, limpio y diįfano topacio. Se levantaba del medio de la taza un
surtidor tan gigantesco como el que hay ahora en la Puerta del Sol, pero
con la diferencia de que el agua del de la Puerta del Sol es natural y
ordinaria, y la de éste era agua de olor, y tenķa, ademįs, en sķ misma
todos las colores del iris y luz propia, lo cual, como ya calcularį el
lector, le daba un aspecto sumamente agradable.--Hasta el murmullo que
hacķa esta agua al caer tenķa algo de mįs musical y acordado que el que
producen otras, y se dirķa que aquel surtidor cantaba alguna de las mįs
enamoradas canciones de Mozart o de Bellini.
Absorta estaba la lavandera mirando aquellas bellezas y gozando de
aquella armonķa, cuando oyó un grande estrépito y vio abrirse una
ventana de cristales.
La lavandera se escondió precipitadamente detrįs de una masa de verdura,
a fin de no ser vista y poder ver a las personas o seres, que sin duda
se acercaban.
Éstos eran tres pįjaros rarķsimos y lindķsimos, uno de ellos todo verde,
y brillante como una esmeralda. En él creyó ver la lavandera, con
notable contento, al que era causa, segśn todo el mundo aseguraba, de la
pertinaz dolencia de la __Princesa Venturosa__. Los otros dos pįjaros no
eran, ni con mucho, tan bellos; pero tampoco carecķan de mérito
singular. Los tres venķan con muy ligero vuelo, y los tres se abatieron
sobre la taza de topacio y se zambulleron en ella.
A poco rato vio la lavandera que del seno diįfano del agua salķan tres
mancebos tan lindos, bien formados y blancos, que parecķan estatuas
peregrinas hechas por mano maestra, con mįrmol teńido de rosas. La
chica, que en honor de la verdad se debe decir que jamįs habķa visto
hombres desnudos, y que de ver a su padre, a sus hermanos y a otros
amigos, vestidos y mal vestidos, no podķa deducir hasta dónde era capaz
de elevarse la hermosura humana masculina, se figuró que miraba a tres
genios inmortales o a tres įngeles del cielo. Asķ es, que sin
ruborizarse, los siguió mirando con bastante complacencia, como objetos
santos y nada pecaminosos. Pero los tres salieron al punto del agua, y
pronto se vistieron de elegantes ropas.
Uno de ellos, el mįs hermoso de los tres, llevaba sobre la cabeza una
diadema de esmeraldas y era acatado de los otros, como seńor soberano.
Si desnudo le pareció a la lavanderilla un įngel o un genio por la
hermosura, ya vestido la deslumbró con su majestad, y le pareció el
emperador del mundo y el prķncipe mįs adorable de la tierra.
Aquellos seńores se dirigieron en seguida al comedor y se sentaron en
una espléndida mesa, donde habķa tres cubiertos preparados. Una mśsica
sumisa e invisible les hizo salva al llegar y les regaló los oķdos
mientras comķan. Criados, invisibles también, iban trayendo los platos
y sirviendo admirablemente la mesa. Todo esto lo veķa y notaba la
lavanderilla, que sin ser vista ni oķda, habķa seguido a aquellos
seńores, y estaba escondida en el comedor detrįs de un cortinaje.
Desde allķ pudo oķr algo de la conversación, y comprender que el mįs
hermoso de los mancebos era el Prķncipe heredero del grande imperio de
la China, y los otros dos, el uno su secretario y el otro su escudero
mįs querido; los cuales estaban encantados y transformados en pįjaros
durante todo el dķa, y sólo por la noche recobraban su ser natural,
previo el bańo de la fuente.
Notó, asimismo, la curiosa lavandera que el Prķncipe de las esmeraldas
apenas comķa, aunque sus familiares le rogaban que comiese, y que se
mostraba melancólico y arrobado, exhalando a veces delo mįs hondo del
hermosķsimo pecho un ardiente suspiro.
IV.
Refieren las crónicas que vamos extractando que, terminado ya aquel
opķparo y poco alegre festķn, el Prķncipe de las esmeraldas, volviendo
en sķ como de un sueńo, alzó la voz y dijo:
--Secretario, trįeme la cajita de mis entretenimientos.
El secretario se levantó de la mesa y volvió de allķ a poco con la
cajita mįs preciosa que han visto ojos mortales. Aquella en que encerró
Alejandro la _Iliada_ era, en comparación de ésta, mįs chapucera y pobre
que una caja de turrón de Jijona.
El Prķncipe tomó la cajita en sus manos, la abrió y estuvo largo rato
contemplando con ojos amorosos lo que habķa en el fondo de ella. Metió
luego la mano en la cajita y sacó un cordón. Lo besó apasionadamente,
derramó sobre él lįgrimas de ternura y prorrumpió en estas palabras:
”Ay cordoncito de mi seńora!
”Quién la viera ahora!
Colocó de nuevo el cordón en la cajita, y sacó de ella una liga bordada
y muy limpia. La besó, la acarició también y exclamó al besarla:
”Ay linda liga de mi seńora!
”Quién la viera ahora!
Sacó, por śltimo, un precioso guardapelo, y si mucho habķa besado cordón
y liga, mįs le besó y mįs le acarició aśn, diciendo con acento
tristķsimo, que partķa los corazones y hasta las peńas:
”Ay guardapelo de mi seńora!
”Quién la viera ahora!
A poco el Prķncipe y los dos familiares se retiraron a sus alcobas, y la
lavanderilla no se atrevió a seguirlos. Viéndose sola en el comedor, se
acercó a la mesa, donde aśn estaban casi intactos los ricos manjares,
los confites, las frutas y los generosos y chispeantes vinos; pero el
recuerdo de la voz misteriosa y de la mano invisible la detenķan, y la
obligaban a contentarse con mirar y oler.
Para gozar de este incompleto deleite, se acercó tanto a los manjares,
que vino a ponerse entre la mesa y la silla del Prķncipe. Entonces
sintió, no ya una, sino dos manos invisibles que le caķan sobre los
hombros oprimiéndola. La voz misteriosa le dijo:
--Siéntate y come.
En efecto, se bailó sentada en la misma silla del Prķncipe; y, ya
autorizada por la voz, se puso a comer con un apetito extraordinario,
que la novedad y lo exquisito de la comida hacķan mayor aśn, y comiendo
se quedó profundamente dormida.
Cuando despertó, era muy de dķa. Abrió los ojos, y se encontró en medio
del campo, tendida al pié del įrbol donde habķa querido comerse la
naranja. Allķ estaba la ropa que habķa traķdo del rķo, y hasta la
naranja corredora estaba allķ también.
--æSi habrį sido todo un sueńo? dijo para sķ la lavanderilla. Quisiera
volver al palacio del Prķncipe de la China para cerciorarme de que
aquellas magnificencias son reales y no sońadas.
Diciendo esto, tiró al suelo la naranja para ver si le mostraba
nuevamente el camino; pero la naranja rodaba un poco, y luego se detenķa
en cualquiera hoyo o tropiezo, o cuando el impulso con que se movķa
dejaba de ser eficaz. En suma, la naranja hacķa lo que hacen de
ordinario, en idénticas circunstancias, todas las naranjas naturales. Su
conducta no tenķa nada de extrańo ni de maravilloso.
Despechada entonces la muchacha, partió la naranja y vio que por dentro
era como las demįs. Se la comió, y le supo a lo mismo que cuantas
naranjas habķa comido antes.
Ya apenas dudó de que habķa sońado.--Ningśn objeto tengo, ańadió, con
que convencerme a mķ propia de la realidad de lo que he visto; mas iré a
ver a la Princesa y se lo contaré todo, por lo que pueda importarle.
V.
Mientras acontecķan, en sueńo o en realidad los poco ordinarios sucesos
que quedan referidos, la __Princesa Venturosa__, fatigada de tanto llorar,
estaba durmiendo tranquilamente, y aunque eran ya las ocho de la mańana,
hora en que todo el mundo solķa estar levantado y aun almorzado en
aquella época, la Princesita, sin dar acuerdo de su persona, seguķa en
la cama.
Muy interesante juzgó, sin duda, su doncella favorita las nuevas que le
traķa, cuando se atrevió a despertarla. Entró en su alcoba, abrió la
ventana y exclamó con alborozo:
--Seńora, seńora, despertad y alegraos, que ya hay quien os traiga
nuevas del pįjaro verde.
La Princesa se despertó, se restregó los ojos, se incorporó y dijo:
--æHan vuelto los siete sabios que fueron al paķs sabeo?
--Nada de eso, contestó la doncella; quien trae las nuevas es una de las
lavanderillas que lavan los lacrimosos pańuelos de V. A.
--Pues hazla entrar al momento.
Entró la lavanderilla, que estaba ya detrįs de una puerta aguardando
este permiso, y empezó a referir con gran puntualidad y despejo cuanto
le habķa pasado.
Al oķr la aparición del pįjaro verde, la Princesa se llenó de jśbilo, y
al escuchar su salida del agua convertido en hermoso Prķncipe, se puso
encendida como la grana, una celestial y amorosa sonrisa vagó sobre sus
labios, y sus ojos se cerraron blandamente como para reconcentrarse ella
en sķ misma y ver al Prķncipe con los ojos del alma. Por śltimo, al
saber la mucha estima, veneración y afecto que el Prķncipe le tenķa, y
el amor y cuidado con que guardaba las tres prendas robadas en la
preciosa cajita de sus entretenimientos, la Princesita, a pesar de su
modestia, no pudo contenerse, abrazó y besó a la lavanderilla y a la
doncella, e hizo otros extremos no menos disculpables, inocentes y
delicados.
--Ahora sķ, decķa, que puedo llamarme propiamente la Princesa
Venturosa. Este capricho de poseer el pįjaro verde no era capricho, era
amor. Era, y es un amor, que por oculto y no acostumbrado camino, ha
penetrado en mi corazón. No he visto al Prķncipe, y creo que es hermoso.
No le he hablado, y presumo que es discreto. No sé de los sucesos de su
vida, sino que estį encantado y que me tiene encantada, y doy por cierto
que es valiente, generoso y leal.
--Seńora, dijo la lavanderilla, yo puedo asegurar a V. A. que el
Prķncipe, si mi visión no es un sueńo vano, parece un pino de oro, y
tiene una cara tan bondadosa y dulce que da gloria verla. El secretario
no es mal mozo tampoco; pero al que yo, no sé por qué, le he tomado
afición, es al escudero.
--Tś te casarįs con el escudero, replicó la Princesa. Mi doncella, si
gusta, se casarį con el secretario, y ambas seréis mandarinas y damas de
mi corte. Tu sueńo no ha sido sueńo, sino realidad. El corazón me lo
dice. Lo que importa ahora es desencantar a los tres pįjaros mancebos.
--æY cómo podremos desencantarlos? dijo la doncella favorita.
--Yo misma, contestó la Princesa, iré al palacio en que viven y allķ
veremos. Tś me guiarįs, lavanderilla.
Ésta, que no habķa terminado su narración, la terminó entonces, e hizo
ver que no podķa servir de guķa.
La Princesa la escuchó con mucha atención, estuvo meditando un rato, y
dijo luego a la doncella.
--Ve a mi biblioteca y trįeme el libro de _Los Reyes contemporįneos_ y el
_Almanaque astronómico_.
Venidos que fueron estos volśmenes, hojeó la Princesa el de Los Reyes, y
leyó en alta voz los siguientes renglones:
«El mismo dķa en que murió el Emperador chinesco, su śnico hijo, que
debķa heredarle, desapareció de la corte y de todo el imperio. Sus
sśbditos, creyéndole muerto, han tenido que someterse al Kan de
Tartaria.»
--æQué deducķs de eso, seńora? dijo la doncella.
--æQué he de deducir, respondió la __Princesa Venturosa__, sino que el Kan
de Tartaria es quien tiene encantado a mi Prķncipe para usurparle la
corona? He ahķ por qué aborrezco yo tanto al Prķncipe tįrtaro. Ahora me
lo explico todo.
--Pero no basta explicarlo; menester es remediarlo, dijo la lavandera.
--De ello trato--ańadió la Princesa--y para ello conviene que al
instante se manden hombres armados, que inspiren la mayor confianza, a
todos los caminos y encrucijadas por donde puedan venir los correos que
envió el Prķncipe tįrtaro al Rey su padre, para consultarle sobre el
caso del pįjaro verde. Las cartas que trajeren les serįn arrebatadas y
se me entregarįn. Si los mensajeros se resisten, serįn muertos; si
ceden, serįn aprisionados e incomunicados, a fin de que nadie sepa lo
que acontece. Ni el Rey mi padre ha de saberlo. Todo lo dispondremos
entre las tres con el mayor sigilo. Aquķ tenéis dinero bastante para
comprar el silencio, la fidelidad y la energķa de los hombres que han de
ejecutar mi proyecto.
Y efectivamente, la Princesa, que ya se habķa levantado y estaba de bata
y en babuchas, sacó de un escaparate dos grandes bolsas llenas de oro, y
se las dio a sus confidentas.
Éstas partieron sin tardanza a poner en ejecución lo convenido, y la
__Princesa Venturosa__ se quedó estudiando profundamente el _Almanaque
astronómico_.
VI.
Cinco dķas habķan pasado desde el momento en que tuvo lugar la escena
anterior. La Princesa no habķa llorado en todo ese tiempo, causando no
poco asombro y placer al Rey su padre. La Princesa habķa estado hasta
jovial y bromista, dando leves esperanzas a los Prķncipes pretendientes
de que al fin se decidirķa por uno de ellos, porque los pretendientes se
las prometen siempre felices.
Nadie habķa sospechado la causa de tan repentina mudanza y de tan
inesperado alivio en la Princesa.
Sólo el Prķncipe tįrtaro, que era diabólicamente sagaz, recelaba, aunque
de una manera muy vaga, que la Princesa habķa recibido alguna noticia
del pįjaro verde. Tenķa, ademįs, el Prķncipe tįrtaro el misterioso
presentimiento de una gran desgracia, y habķa adivinado por el arte
mįgica, que su padre le enseńara, que en el pįjaro verde debķa mirar un
enemigo. Calculando, ademįs, como sabedor del camino y del tiempo que en
él debe emplearse, que aquel dķa debķan llegar los mensajeros que envió
a su padre, y ansioso de saber lo que respondķa éste a la consulta que
le hizo, montó a caballo al amanecer, y con cuarenta de los suyos, todos
bien armados, salió en busca de los mensajeros referidos.
Mas aunque el Prķncipe tįrtaro salió con gran secreto, la Princesa
Venturosa, que tenķa espķas, y estaba, como vulgarmente se dice, con la
barba sobre el hombro, supo al instante su partida, y llamó a consejo a
la lavanderilla y a la doncella.
Luego que las tuvo presentes, les dijo muy angustiada:
--Mi situación es terrible. Tres veces he ido inśtilmente a tirar la
naranja debajo del įrbol, desde donde la tiró la lavanderilla; pero la
naranja no ha querido guiarme al alcįzar de mi amante. Ni le he visto,
ni he podido averiguar el modo de desencantarle. Sólo he averiguado, por
el _Almanaque astronómico_, que la noche en que la lavanderilla le vio,
era el equinoccio de primavera. Acaso no sea posible volver a verle
hasta el próximo equinoccio de la misma estación, y ya para entonces el
Prķncipe tįrtaro me le habrį muerto. El Prķncipe tįrtaro le matarį en
cuanto reciba la carta de su padre, y ya ha salido a buscarla con
cuarenta de los suyos.
--No os aflijįis, hermosa Princesa--dijo la doncella favorita;--tres
partidas de cien hombres estįn esperando a los mensajeros en diferentes
puntos para arrebatarles la carta y traérosla. Los trescientos son
briosos, llevan armas de finķsimo temple, y no se dejarįn vencer por el
Prķncipe tįrtaro a pesar de sus artes mįgicas.
--Sin embargo, yo soy de opinión--ańadió la lavandera--de que se envķen
mįs hombres contra el Prķncipe tįrtaro. Aunque éste, a la verdad, sólo
lleva cuarenta consigo, todos ellos, segśn se dice, tienen corazas y
flechas encantadas, que a cada uno le hacen valer por diez.
El prudente consejo de la lavandera fue adoptado en seguida. La Princesa
hizo venir secretamente a su estancia al mįs bizarro y entendido general
de su padre. Le contó todo lo que pasaba, le confió sus penas, y le
pidió su apoyo. Éste se le otorgó, y reuniendo apresuradamente un
numeroso escuadrón de soldados, salió de la capital decidido a morir en
la demanda o traer a la Princesa la carta del Kan de Tartaria y al hijo
del Kan, vivo o muerto.
Después de la partida del general, la Princesa juzgó conveniente
informar al _Rey Venturoso_ de cuanto habķa acontecido. El Rey se puso
fuera de sķ. Dijo que toda la historia del pįjaro verde era un sueńo
ridķculo de su hija y de la lavandera, y se lamentó de que, fundada su
hija en un sueńo, enviase a tantos asesinos contra un Prķncipe ilustre,
faltando a las leyes de la hospitalidad, al derecho de gentes y a todos
los preceptos morales.
--”Ay hija!--exclamaba--tś has echado un sangriento borrón sobre mi
claro nombre, si esto no se remedia.
La Princesa se acongojó también, y se arrepintió de lo que habķa hecho.
A pesar de su vehemente amor al Prķncipe de la China, preferķa ya
dejarle eternamente encantado a que por su amor se derramase una sola
gota de sangre.
Asķ es que enviaron despachos al general para que no empeńase una
batalla; pero todo fue inśtil. El general habķa ido tan veloz, que no
hubo medio de alcanzarle. Entonces aśn no habķa telégrafos, y los
despachos no pudieron entregarse. Cuando llegaron los correos donde
estaba el general, vieron venir huyendo a todos los soldados del Rey y
los imitaron. Los cuarenta de la escolta tįrtara, que eran otros tantos
genios, corrķan en su persecución trasformados en espantosos vestiglos,
que arrojaban fuego por la boca.
Sólo el general, cuya bizarrķa, serenidad y destreza en las armas rayaba
en lo sobrehumano, permaneció impįvido en medio de aquel terror harto
disculpable. El general se fue hacia el Prķncipe, śnico enemigo no
fantįstico con quien podķa habérselas, y empezó a reńir con él la mįs
brava y descomunal pelea. Pero las armas del Prķncipe tįrtaro estaban
encantadas, y el general no podķa herirle. Conociendo entonces que era
imposible acabar con él si no recurrķa a una estratajema, se apartó un
buen trecho de su contrario, se desató rįpidamente una larga y fuerte
faja de seda que le ceńķa el talle, hizo con ella, sin ser notado, un
lazo escurridizo, y revolviendo sobre el Prķncipe con inaudita
velocidad, le echó al cuello el lazo, y siguió con su caballo a todo
correr, haciendo caer al Prķncipe y arrastrįndole en la carrera.
De esta suerte ahogó el general al Prķncipe tįrtaro. No bien murió, los
genios desaparecieron, y los soldados del _Rey Venturoso_ se rehicieron
y reunieron a su jefe. Este esperó con ellos a los enviados que traķan
la carta del Kan de Tartaria, y que no se hicieron esperar mucho tiempo.
Al anochecer de aquel mismo dķa volvió a entrar el general en el palacio
del _Rey Venturoso_ con la carta del Kan de Tartaria entre las manos.
Haciendo un gentil y respetuoso saludo, se la entregó a la Princesa.
Rompió ésta el sello y se puso a leer, pero inśtilmente: no entendió una
palabra. Al _Rey Venturoso_ le sucedió lo mismo. Llamaron a todos los
empleados en la interpretación de lenguas, que no descifraron tampoco
aquella escritura. Los individuos de las doce reales academias vinieron
luego y no se mostraron mįs hįbiles.
Los siete sabios, tan profundos en lingüķstica, que acababan de llegar
sin el ave fénix, y que _por ende_ estaban condenados a morir, acudieron
también; mas, aunque se les prometió el perdón si leķan aquella carta,
no acertaron a leerla, ni pudieron decir en qué lengua estaba escrita.
El _Rey Venturoso_ se creyó entonces el mįs desventurado de todos los
reyes; se lamentó de haber sido cómplice en un crimen inśtil, y temió la
venganza del poderoso Kan de Tartaria. Aquella noche no pudo pegar los
ojos hasta muy tarde.
Su dolor fue, con todo, mucho mįs desesperado, cuando al despertarse al
otro dķa muy de mańana supo que la Princesa habķa desaparecido,
dejįndole escritas las siguientes palabras:
«Padre, ni me busques, ni pretendas averiguar adonde voy, si no quieres
verme muerta. Bįstete saber que vivo y que estoy bien de salud, aunque
no volverįs a verme hasta que tenga descifrada la carta misteriosa del
Kan y desencantado a mi querido Prķncipe. Adiós.»
VII.
La __Princesa Venturosa__ habķa ido con sus dos amigas a pié, y en
romerķa, a visitar a un santo ermitańo que vivķa en las soledades y
asperezas de unas montańas altķsimas que a corta distancia de la capital
se parecķan.
Aunque la Princesa y sus amigas hubiesen querido ir caballeras hasta la
ermita, no hubiera sido posible. El camino era mįs propio de cabras que
de camellos, elefantes, caballos, mulos y asnos, que, con perdón sea
dicho, eran los cuadrśpedos en que se solķa cabalgar en aquel reino. Por
esto y por devoción fue la Princesa a pió y sin otra comitiva que sus
dos confidentas.
El ermitańo que iban a visitar era un varón muy penitente y estaba en
olor de santidad. El vulgo pretendķa también que el ermitańo era
inmortal, y no dejaba de tener razonables fundamentos para esta
pretensión. En toda la comarca no habķa memoria de cuįndo fue el
ermitańo a establecerse en lo recóndito de aquella sierra, en la cual
raras veces se dejaba ver de ojos humanos.
La Princesa y sus amigas, atraķdas por la fama de su virtud y de su
ciencia anduvieron buscįndole siete dķas por aquellos vericuetos y
andurriales. Durante el dķa caminaban en su busca entre breńas y
malezas. Por la noche se guarecķan en las concavidades de los peńascos.
Nadie habķa que las guiase, asķ por lo fragoso del sitio, ni de los
cabrerizos frecuentado, como por el temor que inspiraba la maldición del
ermitańo, pronto a echarla a quien invadķa su dominio temporal, o a
quien le perturbaba en sus oraciones. Ya se entiende que este ermitańo,
tan maldiciente, era pagano. A pesar de la natural bondad de su alma, su
religión sombrķa y terrible le obligaba a maldecir y a lanzar anatemas.
Pero las tres amigas, imaginando, como por inspiración, que sólo el
ermitańo podķa descifrarles la carta, se decidieron a arrostrar sus
maldiciones y le buscaron, segśn queda dicho, por espacio de siete
dķas.
En la noche del séptimo iban ya las tres peregrinas a guarecerse en una
caverna para reposar, cuando descubrieron al ermitańo mismo, orando en
el fondo. Una lįmpara iluminaba con luz incierta y melancólica aquel
misterioso retiro.
Las tres temblaron de ser maldecidas, y casi se arrepintieron de haber
ido hasta allķ. Pero el ermitańo, cuya barba era mįs blanca que la
nieve, cuya piel estaba mįs arrugada que una pasa, y cuyo cuerpo se
asemejaba a un consunto esqueleto, echó sobre ellas una mirada
penetrante con unos ojos, aunque hundidos, relucientes como dos acuas, y
dijo con voz entera, alegre y suave:
--Gracias al cielo que al fin estįis aquķ. Cien ańos ha que os espero.
Deseaba la muerte, y no podķa morir hasta cumplir con vosotras un deber
que me ha impuesto el rey de los genios. Yo soy el śnico sabio que habla
aśn y entiende la lengua riquķsima que se hablaba en Babel antes de la
confusión. Cada palabra de esta lengua es un conjuro eficaz que fuerza y
mueve a las potestades infernales a servir a quien le pronuncia. Las
palabras de esta lengua tienen la virtud de atar y desatar todos los
lazos y leyes que unen y gobiernan las cosas naturales. La cabala no es
sino un remedo groserķsimo de esta lengua incomunicable y fecunda.
Dialectos pobrķsimos e imperfectķsimos de ella son los mįs hermosos y
completos idiomas del dķa. La ciencia de ahora, mentira y charlatanerķa,
en comparación de la ciencia que aquella lengua llevaba en sķ misma.
Cada nombre de esta lengua contiene en sus letras la esencia de la cosa
nombrada y sus ocultas calidades. Las cosas todas, al oķrse llamar por
su verdadero nombre, obedecen a quien las llama. Era tal el poder del
linaje humano cuando poseķa esta lengua, que pretendió escalar el cielo,
y lo hubiera indudablemente conseguido, si el cielo no hubiese dispuesto
que la lengua primitiva se olvidase.
Sólo tres sabios bien intencionados, de los cuales han muerto ya dos,
guardaron en la memoria aquel idioma. Le guardaron asimismo, por
especial privilegio de los diablos, Nembrot y sus descendientes. El
śltimo, de éstos murió, una semana ha, por disposición tuya, ”oh
__Princesa Venturosa__! y ya no queda en el mundo sino una sola persona
que pueda descifrarte la carta del Kan de Tartaria. Esa persona soy yo;
y para hacerte ese servicio, el rey de los genios ha conservado siglos
mi vida.
--Pues aquķ tienes la carta, ”oh venerable y profundo sabio! dijo la
Princesa, poniendo en manos del ermitańo el misterioso escrito.
--Al punto voy a descifrįrtela, contestó el ermitańo, y se caló los
espejuelos, y se acercó a la lįmpara para leer. Has de dos horas estuvo
leyendo en alta voz en la lengua en que la carta estaba escrita. A cada
palabra que pronunciaba, el universo se conmovķa, las estrellas se
cubrķan de mortal palidez, la luna temblaba en el cielo, como tiembla su
imagen entre las olas del Océano, y la Princesa y sus amigas tenķan que
cerrar los ojos y que taparse los oķdos para no ver los espectros que se
mostraban, y para no oķr las voces portentosas, terribles o dolientes,
que partķan de las entrańas mismas de la conturbada naturaleza.
Acabada la lectura, se quitó el ermitańo los espejuelos, y dijo con voz
reposada:
--No es justo, ni conveniente, ni posible ”oh _Princesa Venturosa_! que
sepas todo lo que en esta abominable carta se encierra. No es justo ni
conveniente, porque hay en ella tremebundos y endemoniados misterios. No
es posible, porque en cuantas lenguas humanas se hablan en el dķa son
estos misterios inefables, inenarrables y hasta inexplicables. El linaje
humano por medio de su incompleta y enfermiza razón llegarį a conocer,
cuando pasen millares de ańos, algunos accidentes de las cosas; pero
siempre ignorarį la sustancia que yo conozco, que conoce el Kan de
Tartaria y que han conocido los sabios primitivos que se valieron, para
sus _elocubraciones_, de esta lengua perfectķsima e intransmisible ya por
nuestros pecados.
--Pues estamos frescas, dijo la lavanderilla; si después de lo que hemos
pasado para encontraros, y siendo vos el śnico que podéis traducir esa
enmarańada carta, salķs ahora con que no queréis traducirla.
--Ni quiero ni debo, replicó el vetusto y secular ermitańo; pero sķ os
diré lo que la carta contiene de interesante para vosotras, y os lo diré
en brevķsimas palabras, sin pararme en dibujos, porque los momentos de
mi vida estįn contados y mi muerte se acerca.
El Prķncipe de la China es por sus virtudes, talento y hermosura, el
favorito del rey de los genios, el cual le ha salvado mil veces de las
asechanzas que el Kan de Tartaria ponķa contra su vida. Viendo el Kan
que le era imposible matarle, determinó valerse de un encanto para
tenerle lejos de sus sśbditos y reinar en lugar suyo en el celeste
imperio. Bien hubiera querido el Kan que este encanto fuera
indestructible y eterno, mas no pudo lograrlo a pesar de sus
maravillosos conocimientos en la magia. El rey de los genios se opuso a
su mal deseo, y si bien no pudo hacer completamente ineficaces sus
encantamentos y conjuros, supo despojarlos de gran parte de su malicia.
Al Prķncipe, aunque convertido en pįjaro, se le dio facultad para
recobrar por la noche su verdadera figura. Tuvo también el Prķncipe un
palacio, donde vivir y ser tratado con todo el miramiento, honores y
regalo debidos a su augusta categorķa. Se acordó, por śltimo, su
desencanto, si se cumplķan las siguientes condiciones, que el Kan, asķ
por la mala opinión que tienen de las mujeres, como por lo pervertida y
viciosa qué estį la raza humana en general, juzgó imposibles de cumplir.
Fue la primera condición, ya cumplida, que una mujer de veinte ańos,
discreta, briosa y apasionada y de la mįs baja clase del pueblo, viese a
los tres mancebos encantados, que son los mįs hermosos que hay en el
mundo, salir desnudos del bańo, y que la limpieza y castidad de su alma
fuesen tales que no se turbasen ni empańasen con el mįs ligero estķmulo
de liviandad. Esta prueba habķa de hacerse en el equinoccio de
primavera, cuando la naturaleza toda excita al amor. La mujer debķa
sentirle por la hermosura y admirarla vivamente; pero de un modo
espiritual y santķsimo.
Fue la segunda condición, ya cumplida también, que el Prķncipe sin poder
mostrarse sino tres instantes, y esto bajo la forma de pįjaro verde,
inspirase un amor tan vehemente y casto, cuanto invencible, a una
Princesa de su clase.
La tercera condición, que ahora se estį acabando de cumplir, fue que la
Princesa se apoderase de esta carta, y que yo la interpretara.
La cuarta y śltima condición, en cuyo cumplimiento habéis de intervenir
las tres doncellas que me estįis oyendo, es como sigue. Sólo me quedan
dos minutos de vida, mas antes de morir os pondré en el palacio del
Prķncipe al lado de la taza de topacio. Allķ irįn los pįjaros y se
zambullirįn y se transformarįn en hermosķsimos mancebos. Vosotras tres
los veréis; mas habéis de conservar, viéndolos, toda la castidad de
vuestros pensamientos, y toda la virginidad de vuestras almas, amando,
empero, cada una a uno de los tres, con un amor santo e inocente. La
Princesa ama ya al Prķncipe de la China y la lavanderilla al escudero, y
ambas han mostrado la inocencia de su amor: ahora falta que la doncella
favorita de la Princesa se enamore del secretario por idéntico estilo.
Cuando los tres mancebos encantados vayan al comedor, los seguiréis sin
ser vistas, y allķ permaneceréis hasta que el Prķncipe pida la cajita de
sus entretenimientos y diga, besando el cordoncito:
”Ay, cordoncito de mi seńora!
”Quién la viera ahora!
La Princesa, entonces, y vosotras con la Princesa, os mostrareis al
punto, y cada una darį un tierno beso en la mejilla izquierda al objeto
de su amor. El encanto quedarį deshecho en el acto, el Kan de Tartaria
morirį de repente, y el Prķncipe de la China, no sólo poseerį el celeste
imperio, sino que heredarį asimismo todos los kanatos, reinos y
provincias, que por derecho propio posee aquel encantador endiablado.
Apenas el ermitańo acabó de decir estas palabras, hizo una mueca muy
rara, entreabrió la boca, estiró las piernas y se quedó muerto.
La Princesa y sus amigas se encontraron de sśbito detrįs de una masa de
verdura, al lado de la taza de topacio.
Todo se cumplió como el ermitańo habķa dicho.
Las tres estaban enamoradas; las tres eran castķsimas o inocentes. Ni
siquiera en el punto comprometido de dar el regalado y apretado beso
sintieron mįs que una profunda conmoción toda mķstica y pura.
Asķ es que inmediatamente quedaron desencantados los tres mancebos. La
China y la Tartaria fueron dichosas bajo el cetro del Prķncipe. La
Princesa y sus amigas lo fueron mįs aśn casadas con aquellos hombres tan
lindos. El _Rey Venturoso_ abdicó, y se fue a vivir a la corte de su
yerno, que estaba en Pekķn. El general que mató al Prķncipe Tįrtaro
obtuvo todas las condecoraciones de China, el tķtulo de primer mandarķn
y una pensión de miles de miles para él y sus herederos.
Se cuenta, por śltimo, que la __Princesa Venturosa__ y el ya Emperador de
China vivieron largos y felices ańos, y tuvieron media docena de
chiquillos a cual mįs hermosos. La lavanderilla y la doncella, con sus
respectivos maridos, siguieron siempre gozando del favor de Sus
Majestades, y siendo los seńores mįs principales de toda aquella
tierra.
PARSONDES
Aunque se ame y se respete la virtud, no se debe creer que sea tan
vocinglera y tan espantadiza como la de ciertos censores del dķa. Si
hubiéramos de escribir a gusto de ellos, si hubiéramos de tomar su
rigidez por valedera y no fingida, y si hubiéramos de ajustar a ella
nuestros escritos, tal vez ni las _Agonķas del trįnsito de la muerte_,
de Venegas, ni los _Gritos del infierno_, del padre Boneta, serķan
edificantes modelos que imitar.
Por desgracia, la rigidez es sólo aparente. La rigidez no tiene otro
resultado que el de exasperar los įnimos, haciéndoles dudar y burlarse,
aunque sólo sea en sueńos, de la hipocresķa farisaica que ahora se usa.
Véase, si no, el sueńo que ha tenido un amigo nuestro, y que trasladamos
aquķ ķntegro, cuando no para recreo, para instrucción de los lectores.
Nuestro amigo sońó lo que sigue:
--Mįs de dos mil seiscientos ańos ha, era yo en Susa un sįtrapa muy
querido del gran Rey Arteo, y el mįs rķgido, grave y moral de todos los
sįtrapas. El santo varón Parsondes habķa sido mi maestro, y me habķa
comunicado todo lo comunicable de la ciencia y de la virtud del primer
Zoroastro.
Siete ańos hacķa ya que Parsondes, después de iluminar el mundo con su
doctrina, y de formar varios discķpulos dignos de él, habķa
desaparecido, sin que le volviese a ver nadie, ni vivo ni muerto. Los
buenos creyentes daban, pues, por seguro que Parsondes habķa subido a la
región de la luz increada, cerca de Ahura-Mazda, donde brillaba casi
tanto como los Amschaspandes y los Izeds, y donde eclipsaba, a su propio
_feruer_ con beatķficos resplandores. Allķ militaba aśn en el ejército
de los espķritus luminosos contra el prķncipe de las tinieblas
Ahrimanes, cuya soberbia habķa humillado en esta vida terrenal, y cuyo
imperio contribuķa, poderosamente a destruir en la otra vida,
procurando, que se realizase la santa esperanza del triunfo definitivo
del bien sobre el mal. Los sectarios de la religión de Ahura-Mazda
creķan, pues, a puńo cerrado, que Parsondes debķa contarse en el nśmero
de los veinte o treinta grandes profetas, precursores y continuadores de
Zoroastro hasta la consumación de los siglos. Aunque en Susa y en todo
el imperio de los medos, con los reinos tributarios, habķa hombres de
otras varias religiones y creencias, todos respetaban y casi divinizaban
igualmente a Parsondes, si bien por diversos estilos. Unos decķan que
habķa encontrado la flecha de Abaris y se habķa ido por el aire, montado
en ella; otros, que se habķa elevado al empķreo en el trono flotante de
Salomón o en un carro de fuego; otros, que el dragón Musaros, que en la
antigüedad mįs remota civilizó a los asirios, y que tenķa cuerpo de pez,
cabeza de hombre y piernas de mujer, se le habķa llevado consigo a su
palacio submarino, en el fondo del golfo pérsico. En resolución, aunque
por distinta manera, todos convenķan en que Parsondes, el virtuoso y el
sabio, estaba viviendo con los dioses. En las plazas pśblicas de Susa se
veneraba su imagen, coronada la cabeza de una mitra con quince cuernos,
en razón de las quince virtudes capitales que resplandecieron en él, y
vestido el cuerpo de un ropaje talar lleno de otros sķmbolos mįs
extrańos aśn en nuestros dķas, aunque entonces no lo fuesen.
Entre tanto, las malas costumbres, el lujo, la disipación, los galanteos
y las fiestas dispendiosas iban en aumento desde la muerte o
desaparición de Parsondes, el cual, mientras vivió entre nosotros, no
hizo mįs que condenar aquellos abusos.
El Rey de Babilonia, Nanar, tributario de mi augusto amo Arteo, Rey de
Media, habķa roto todo freno y corrķa desbocado por el camino de los
deleites. Nosotros acusįbamos a Nanar, como Parsondes le habķa acusado
antes; pero nuestra voz, menos autorizada que la suya, no tocaba el
corazón de Arteo, ni le decidķa a destronar a Nanar, y a poner otro Rey
mįs morigerado en Babilonia. Nanar era mįs descreķdo y libertino que
Sardanįpalo, y en Babilonia no se adoraba ya a otro dios que al interés
y a Milita, o como si dijéramos, a Venus. En vano mis camaradas y yo
predicįbamos contra la corrupción. El vulgo y la nobleza se nos reķan en
las narices. Nosotros nos vengįbamos con hablar de la santa vida de
Parsondes y con ponerla en contraposición de la vida que ellos llevaban.
Asķ iban las cosas, cuando una mańanita Arteo me hizo llamar muy
temprano a su presencia.
--Hay esperanzas, me dijo, de que Parsondes viva aśn; pero, si ha
muerto, es menester vengarle y castigar a su matador, que no puede ser
otro que el rey Nanar.
--Tu sabidurķa, seńor, le contesté, es como la luz, que lo penetra y
descubre todo. Vences al cocodrilo en prudencia y al lince en
perspicacia; pero, æcómo has sabido que Parsondes puede vivir aśn, y
que, si ha muerto, Nanar ha sido su asesino? æNo han asegurado los magos
que Parsondes estį en el cielo? æNo han descubierto los astrólogos en la
bóveda azul una estrella, antes nunca vista, y no han reconocido en esa
estrella el alma de Parsondes?
--Asķ es la verdad, replicó el Rey, pero yo he llegado a averiguar, por
revelación de algunos caballeros babilonios descontentos de Nanar, que
éste, furioso de lo que Parsondes clamaba contra él, envió siete ańos ha
emisarios por todas partes para que ocultamente le prendiesen y llevasen
a su alcįzar; y allķ debe de estar Parsondes, o muerto, o padeciendo
tormentos horribles.
--”Ah, seńor! exclamé yo al punto, postrįndome a los pies del Rey, justo
es vengar una maldad tan espantosa. Permite que yo sea el instrumento
de tu venganza, y que salve a mi querido maestro del cautiverio en que,
si no ha muerto, se halla.
El Rey me dijo que con ese fin me habķa llamado, y que al instante me
preparase a partir con el acompańamiento debido, y órdenes terminantes
suyas para que Nanar me respondiese con su vida de la del santo varón, o
le pusiese en libertad.
Aquel mismo dķa, que era uno de los mįs calurosos del estķo, salķ de
Susa en un magnķfico carro tirado por cuatro caballos įrabes. Un hįbil
cochero iba dirigiéndole, y dos esclavos etķopes me acompańaban también
en el carro, haciendo aire el uno con un abanico de plumas de avestruz,
y sosteniendo el otro, sobre rico varal de marfil, prolijamente labrado,
el ancho parasol de seda. Cuatrocientos jinetes, todos con aljabas,
arcos y flechas, vestidos de malla y cubierta la cabeza con sendos
capacetes de bronce, nielado de refulgentes colores, me seguķan y me
daban mayor autoridad y decoro. Seis batidores, montados en rayadas y
velocķsimas cebras, iban delante de mķ, a fin de anunciarme en las
diversas poblaciones. Las vituallas y refrescos que traķamos para suplir
las faltas del camino, venķan sobre los lomos de veinte poderosos
elefantes.
Por no pecar de prolijo, no refiero aquķ menudamente los sucesos de mi
viaje. Baste saber que el décimo dķa descubrimos a lo lejos los muros
ingentes de Babilonia, obra de Nabucodonosor y de Nitócris. Tenķan
treinta varas de espesor, circundaban la ciudad, formando una zona de
veintidós leguas de bojeo, y se elevaban, por la parte mįs baja, ciento
veinte varas sobre la tierra; tanto como los campanarios de las
catedrales de ahora. Un copete de verdura coronaba los muros. Eran los
jardines pensiles. Sobre los muros y sobre los jardines descollaban
algunos edificios, como los palacios reales, el templo de Belo y la
famosa torre de Nemrod, que constaba de ocho pisos, de mįs de doscientas
varas de alto el primero. Desde la cima de esta torre, que parecķa tocar
la bóveda celeste, presumķan tratar los sabios antiguos con los dioses,
secretas inteligencias o genios que mueven los astros. Aunque tan
distantes aśn, y de un modo confuso, creķamos ya percibir las colosales
figuras esculpidas y pintadas en las paredes exteriores de palacios y
templos; aquellos toros con cabeza de hombre y aquellos hombres con
cabeza de león; aquellos próceres y aquellos guerreros, ceńidos los
rińones de talabartes, de que se enamoraron Oala y Oliba. El sol
reflejaba desde Oriente sobre los gigantescos edificios y sobre las cien
puertas enormes de la ciudad, que eran de bronce dorado. El resplandor
que despedķan deslumbraba los ojos. El Eufrates y el Tķgris,
serpenteando y heridos también por los rayos del sol que rielaba en sus
ondas, se asemejaban a dos cintas de oro en fusión que formaban un lazo.
Los batidores se habķan adelantado a anunciar mi llegada. De repente
vimos levantarse en la extensa y fértil llanura, entre las huertas,
jardines y verdes sotos, por donde estaba abierto el camino, una
nubecilla blanca que se iba agrandando. Luego vimos una mancha oscura
que se movķa hacia nosotros. Poco después llegó a todo correr uno de mis
batidores a decirme que Nanar se acercaba a recibirme con numerosa
comitiva. En esto la mancha oscura se habķa agrandado en extremo, y
empezamos a oķr distintamente el son de los instrumentos mśsicos, el
relinchar de los caballos y el resonar de las armas. Notamos, por
śltimo, el resplandor del oro y de la plata, el lujo de las vestiduras y
la magnificencia de los que a recibirnos venķan.
Hice entonces que el cochero aguijase los caballos, y pronto estuve
cerca del Rey Nanar, que venķa en un soberbio palanquķ de bambś, sįndalo
y nįcar, sostenido por doce gallardos mancebos. El Rey bajó del
palanquķn y yo del carro, y nos saludamos y abrazamos con mutua
cordialidad.
La tśnica del Rey era de tisś de oro, bordada de seda de mil colores. En
el bordado se representaban todas las flores del campo y todos los
pįjaros del aire y todas las estrellas del éter. Llevaba el Rey una
tiara no menos estupenda, ajorcas y brazaletes, y por zarcillos dos
redondas perlas, del tamańo cada una de un huevo de perdiz.
Su cabellera le caķa en bucles perfumados sobre la espalda, y la barba
formaba menudķsimos rizos, artķstica y simétricamente ordenados. Su
vestido y su persona despedķan delicada fragancia. A pesar de mi
severidad, no pude menos de admirarme de la finura del Rey Nanar, y
confesé, allį en mis adentros, que era la persona mįs _comm'il faut_ que
habķa yo tratado en mi vida.
El Rey me alojó en su alcįzar, me dio fiestas espléndidas, y me distrajo
de tal suerte que casi me hizo olvidar el objeto de mi misión. Ya
tenķamos un concierto, ya un baile, ya una cena por el estilo de la que
dio Baltasar muchos ańos después. Yo no me atrevķa a preguntar al Rey
qué habķa hecho de Parsondes. Yo no comprendķa que un seńor tan
excelente, que agasajaba y regalaba a los huéspedes con aquella
elegancia y cortesanķa, hubiese dado muerte o tuviese en duro cautiverio
a mi querido maestro.
Por śltimo, una noche me armé de toda mi austeridad y resolución, y dije
a Nanar, en nombre del Rey mi amo, que en el momento mismo iba a decir
dónde estaba el virtuoso Parsondes, si no querķa perder el reino y la
vida. Nanar, en vez de contestarme, hizo venir al punto a todas las
bayaderas y cantatrices que habķa en el alcįzar: se entiende que fuera
del recinto, harén o como quiera llamarse, reservado a sus mujeres. Las
tales sacerdotisas de Milita pasaban de novecientas, y eran de lo mįs
bello y habilidoso que a duras penas pudiera encontrarse en toda el
Asia. Las muchachas llegaron bailando, cantando y tocando flautas,
crótalos y salterios, que era cosa de gusto el verlas y el oķrlas. Yo me
quedé absorto. Nanar me dijo, y aquķ fue mayor mi estupefacción:
--Ahķ tienes al santo Parsondes en medio de esas mujeres. Parsondes,
ven acį y saluda a tu antiguo discķpulo.
Salió entonces del centro de aquella turba femenina uno que, a no ser
por la barba, hubiera podido confundirse con las mujeres. Traķa pintadas
las cejas de negro, de azul los pįrpados, a fin de que brillasen mįs los
ojos, y las mejillas cubiertas de colorete. Estaba todo perfumado, su
traje era casi tan rico como el del Rey, su andar afeminado y lįnguido;
de sus orejas pendķan zarcillos primorosos; de su garganta un collar de
perlas; ceńķa su frente una guirnalda de flores. Era el mismo Parsondes,
que me echó los brazos al cuello.
--Yo soy, me dijo, muy otro del que antes era. Vuélvete, si quieres, a
Susa, pero no digas que vivo aśn, para que no se escandalicen los magos,
y para que sigan teniendo un ejemplo reciente de santidad a que
recurrir. Nanar se vengó de mi ruda y desalińada virtud haciéndome
prisionero y mandando que me enjabonasen y fregasen con un estropajo.
Después han seguido lavįndome y perfumįndome dos veces al dķa,
regalįndome a pedir de boca, y obligįndome a estar en compańķa de todas
estas alegres seńoritas, donde he acabado por olvidarme de Zoroastro y
de mis austeras predicaciones, y por convencerme de que en esta vida se
ha de procurar pasarlo lo mejor posible, sin ocuparse en la vida de los
otros. Cuidados agenos matan al asno, y nadie lo es mįs que quien se
mezcla en censurar los vicios de los otros, cuando sólo le ha faltado la
ocasión para caer en ellos, o cuando, si en ellos no ha caķdo, se lo
debe a su ignorancia, mal gusto y rustiqueza.
Las manos me puse en los oķdos para no oķr semejantes blasfemias en boca
de aquel sabio admirable. Desesperado y rabioso estaba yo de verle
convertido en _bon vivant_, con sus puntas y collar de bribón
desvergonzado; mas para evitar habladurķas escandalosas, determiné
aconsejar al colegio de los magos que siguiese sosteniendo que Parsondes
habķa subido al empķreo, y que siguiese venerando su imagen, sin
descubrir nunca, antes negando rotundamente, que Parsondes vivķa con las
bailarinas de Babilonia, en el alcįzar de Nanar.
En esto desperté de mi sueńo y me volvķ a encontrar en mi pobre casita
de esta corte.
--Creo, ańadķa nuestro amigo al terminar su cuento, que con menos
riqueza y a menos costa pueden los Nanares del dķa seducir a los
Parsondes que zahieren su inmoralidad y sus vicios, movidos, no de la
caridad, sino de la envidia. Los que no estén seguros de la propia
virtud y entereza de įnimo han de ser, pues, mįs indulgentes con los
Nanares. ”Desdichado aquel que hace alarde de virtud sin tenerla
probadķsima!
”Dichoso aquel que la practica y calla!
EL BERMEJINO PREHISTÓRICO
O LAS SALAMANDRAS AZULES
I
Siempre he sido aficionado a las ciencias. Cuando mozo, tenķa yo otras
mil aficiones; pero como ya soy viejo, la afición cientķfica prevalece y
triunfa en mi alma. Por desgracia o por fortuna me sucede algo de muy
singular. Las ciencias me gustan en razón inversa delas verdades que van
demostrando con exactitud. Asķ es que apenas me interesan las ciencias
exactas, y las inexactas me enamoran. De aquķ mi inclinación a la
filosofķa.
No es la verdad lo que me seduce, sino el esfuerzo de discurso, de
sutileza y de imaginación que se emplea en descubrir la verdad, aunque
no se descubra. Una vez la verdad descubierta, bien demostrada y
patente, suele dejarme frķo. Asķ, un mancebo galante, cuando va por la
calle en pos de una mujer, cuyo andar airoso y cuyo talle le
entusiasman, y luego se adelanta, la mira el rostro, y ve que es vieja,
o tuerta, o tiene hocico de mona.
El hombre ademįs serķa un mueble si conociera la verdad, aunque la
verdad fuese bonita. Se aquietarla en su posesión y goce y se volverķa
tonto. Mejores, pues, que sepamos pocas cosas. Lo que importa es saber
lo bastante para que aparezca o se columbre el misterio, y nunca lo
bastante para que se explique o se aclare. De esta suerte se excita la
curiosidad, se aviva la fantasķa y se inventan teorķas, dogmas y otras
ingeniosidades, que nos entretienen y consuelan durante nuestra
existencia terrestre; de todo lo cual carecerķamos, siendo mil veces mįs
infelices, si de puro rudos no se nos presentase el misterio, o si de
puro hįbiles llegįsemos a desentrańar su hondo y verdadero significado.
Entre estas ciencias inexactas, que tanto me deleitan, hay una, muy en
moda ahora, que es objeto de mi predilección. Hablo de la prehistoria.
Yo, sin saber si hago bien, divido en dos partes esta ciencia. Una, que
me atreverķa a llamar prehistoria geológica, estį fundada en el
descubrimiento de calaveras, canillas, flechas y lanzas, pucheretes y
otros cacharros, que suponen los sabios que son de una edad remotķsima,
que llaman de piedra. Esta prehistoria me divierte menos, y tiene, a mi
ver muchķsimos menos lances que oirį prehistoria que llamaremos
filológica, fundada en el estudio de los primitivos idiomas y en los
documentos que en ellos se conservan escritos. Esta es la prehistoria
que a mķ me hace mįs gracia.
”Qué variedad de opiniones! ”Qué agudas conjeturas! ”Con qué arte se
disponen y ordenan los hechos conocidos para que se adapten al sistema
que forja cada sabio! Ya toda la civilización nace de Egipto; ya de los
acadies en el centro del Asia; ya viene de la India; ya de un continente
que llaman Lemuria, hundido en el seno del mar, al Sur, entre Įfrica y
Asia; ya de otro continente, que hubo entre Europa y América, y que se
llamó la Atlįntida.
Sobre el idioma primitivo, asķ como sobre la primitiva civilización, se
sigue disputando. Hasta se disputa sobre si fue uno o fueron varios los
idiomas: esto es, sobre si los hombres empezaron a dispersarse por el
mundo _alalos_, o digamos, sin habla aśn, y en manadas, y luego fueron
inventando diversos idiomas en diversos puntos, o sobre si antes de la
dispersión hablaban ya todos una sola lengua.
Mi prurito de curiosear me induce a leer cuantos libros nuevos van
saliendo sobre esta materia, que no son pocos; y mientras mįs
desatinados son, miradas las cosas por el vulgo de los timoratos, mįs me
divierten los tales libros.
En estos śltimos dķas los libros que he leķdo van en contra de los
arios, de los egipcios, de los semitas y de otras naciones y castas, que
antes pasaban por las civilizadoras en grado superior. Si los libros
antiguos han sostenido que la civilización, como la luz solar, se
difundió de Oriente hacia Occidente, estos nuevos libros afirman que se
difundió en sentido inverso, de Occidente hacia Oriente. Todo el saber
de los magos de Irįn y de Caldea, de los brahmanes de las orillas del
Ganges, de los sacerdotes de Isis y Osiris, de los iniciados en
Samotracia y de los pueblos de Fenicia y Frigia, no vale un pito,
comparado al saber de ciertos galos primitivos, cuyo centro de luz
estuvo en un Parķs prehistórico.
Los galos y sus bardos y druidas, poetas y sacerdotes, lo enseńaron
todo; pero su misma, ciencia era ya reflejo confuso y recuerdo no
completo de la ciencia que poseyeron, en el centro del paķs fértil y
hermoso que hoy se llama Francia, antes de la venida de los celtas,
otros hombres mįs primitivos y excelentes que llamaremos hiperbóreos o
protoscitas.
Pero æqué lengua hablaban estos protoscitas o hiperbóreos, cuyo centro y
foco civilizador fue un Parķs de hace seis o siete mil ańos lo menos?
Hablaban la lengua euskara, vulgo vascuence. æDe dónde habķan venido?
Habķan venido de la Atlįntida, que se hundió. æQué conocimientos tenķan?
Tenķan todos los conocimientos que hoy poseemos y muchos mįs que se han
ofuscado por medio de fįbulas y de otras nińerķas. Asķ, pues, los
arimaspes, que tenķan un ojo solo y miraban al cielo, eran los
astrónomos de entonces, que ya conocķan el telescopio; y la flecha en
que Abaris iba cabalgando de un extremo a otro de la tierra, era el
globo aerostįtico o un artificio para volar con dirección y brśjula,
etc., etc., etc. Ya se entiende que la época de los arimaspes y la de
Abaris son de decadencia para la civilización hiperbórea.
Confieso que todo este sistema me encantó. No es mi propósito exponerle
aquķ. Paso volando sobre él y voy a mi asunto.
Digo, no obstante, que me encantó por dos razones. Es la primera lo
mucho que Francia me agrada. æCuanto mįs natural es que el germen de la
civilización europea haya nacido y florecido, desde antiguo, en aquel
feraz y riquķsimo jardķn, en aquel suelo privilegiado, que no en la
Mesopotamia o en las orillas del Nilo? Y es la segunda razón, la de que
tengo amigos guipuzcoanos, que habrįn de alegrarse mucho, si se prueba
bien que su lengua y su casta fueron el instrumento de que se valió la
Providencia para acabar con la barbarie, iluminar el mundo y adoctrinar
a las demįs naciones.
”Cuįnto se holgarį de esto, si vive aśn, como deseo, mi docto y querido
amigo D. Joaquķn de Irizar y Moya, que ha escrito obras tan notables
sobre la lengua vascuence, echando la zancadilla a los Erros,
Larramendis y Astarloas! Algo aprovecharį él de las flamantes
invenciones para dar mįs vigor a su sistema, arreglįndole de suerte que
se ajuste y cuadre con la mįs perfecta ortodoxia católica.
Sea como sea, para mķ es evidente que antes de que penetraran en Espańa
los celtas, los fenicios, los griegos y otras gentes, hubo en Espańa un
pueblo civilizado, que llamaremos los iberos. Este pueblo se extendķa
por toda nuestra penķnsula, y aun tenķa colonias en Cerdeńa, en Italia y
en otras partes, como Guillermo Humbolt lo ha demostrado. Eran vascos y
hablaban la lengua euskara. La nación y estado mįs culto e ilustre
entre ellos fue la repśblica de los turdetanos, quienes, segśn
testimonio de Estrabon, tuvieron letras y leyes y lindos poemas en
verso, que contaban seis mil ańos de antigüedad. Ahora bien, los
alfabetos celtibérico y turdetano, que ha reconstruido y publica don
Luis José Velįzquez, son muy modernos en comparación de la fecha
anteriormente citada. Dichos alfabetos son un trasunto del fenicio o del
griego, y debe suponerse, por lo tanto, que antes de la venida a Espańa
de griegos y de fenicios, los turdetanos tuvieron alfabeto propio, con
el cual escribieron sus poemas y demįs obras.
A mi ver, el Sr. D. Manuel de Góngora y Martinez ha tenido la gloria de
descubrir este alfabeto. Véanse las inscripciones que Osiris en sus
_Antigüedades prehistóricas de Andalucķa_, de la _Cueva de los letreros_
y de otras cuevas y escondites, algunos de los cuales se hallan cerca
del lugar de Villabermeja, lugar que yo he tratado de hacer famoso, asķ
como a su mįs conspicuo habitante el Sr. D. Juan Fresco.
A corta distancia de Villabermeja hay un sitio, que apellidan el
Laderon, donde cada dķa se descubren vestigios y reliquias de una
antiquķsima y floreciente ciudad.
El erudito y sagaz anticuario D. Aureliano Fernandez Guerra prueba que
allķ estuvo Favencia, en tiempo de los romanos, ciudad que desde época
muy anterior se llamaba Vesci.
Don Juan Fresco, excitada su curiosidad y estimulada su actividad
infatigable, desde que el Sr. Góngora, publicando en 1868 sus
_Antigüedades_, le puso sobre la pista, se ha dado a buscar letreros en
_Cuevas escritas_ y en otros monumentos que hay cerca de Vesci, y los ha
hallado y reunido en mucha copia.
Emulo de Champollion Figeac, Anquetil Duperron, Burnouf, Grotefend,
Oppert y Lassen, mi referido amigo D. Juan Fresco cree haber descifrado
estos garrapatos ibéricos primitivos, como aquellos otros sabios, los
hieroglķficos, la escritura cuneiforme y demįs reconditeces.
Yo no intento abogar aquķ por el descubrimiento de mi tocayo y paisano y
demostrar que es evidente. Esto ya lo harį él en su dķa. Yo voy a
limitarme a referir una historia que Don Juan Fresco dice haber leķdo en
ciertas inscripciones semejantes a las de la _Cueva de los letreros_.
Entendidas las letras, parece que lo demįs es llano, pues el idioma
ibero primitivo es casi el vascuence de ahora.
Me pesa de no dar aquķ la traducción exacta del texto original. Don
Juan Fresco no ha querido comunicįrmela. Haré, pues, la narración con
las pausas, explicaciones y comentarios intercalados que él la ha hecho.
De otro modo no se comprenderķa.
La historia es relativamente moderna; pues, segśn mi amigo, todavķa han
de descubrirse leyendas e historias en lengua proto-ibérica, mįs
antiguas y venerables que el poema egipcio de Pentaur sobre una hazańa
de Sesóstris o Ransés II, y que los poemas hallados por nuestro conocido
el diplomįtico Sr. Layard en la biblioteca de Asurbanipal en Nķnive:
poemas ya arcaicos ocho siglos antes de Cristo, y traducidos los mįs de
la lengua sagrada de los acadies, entonces tan muerta como el latķn
ahora entre nosotros.
Y esto no debe maravillarnos, porque segśn Roisel, en _Los Atlantes_,
toda cultura viene de éstos, antes de que la hubiera en Caldea, en
Asiria, en Egipto o en punto alguno de Oriente.
Es una lįstima que no tengamos aśn documentos del siglo de oro o de los
siglos de oro de la literatura atlįntica parisina, de harį unos ocho mil
ańos, ni de la emanación bética de aquella cultura, implantada a orillas
del Guadalquivir por los turdetanos.
El documento hallado, descifrado, explicado y comentado por Don Juan
Fresco es de época relativamente fresca: como si dijéramos de ayer de
mańana. Ya la cultura ibérica indķgena habķa decaķdo, y Espańa se veķa
llena de colonias fenicias y aun griegas. Los de Zazinto habķan ya
fundado a Sagunto, y hacķa mįs de un siglo que habķan fundado los tirios
a Mįlaga, Abdera, Hispalis y Gades. Era por los ańos de 1000, antes de
nuestra era vulgar, sobre poco mįs o menos.
II
Vesci era una ciudad importante de la confederación de los tśrdulos. En
el tiempo a que nos referimos, los vescianos tenķan ya la misma calidad
que a sus descendientes del dķa les ha valido el dictado de bermejinos:
casi todos eran rubios como unas candelas. Descollaba entre todos, asķ
por lo rubio como por lo buen mozo y gallardo, el elegante y noble
mancebo Mutileder. Disparaba la honda con habilidad extraordinaria y
mataba a pedradas los aviones que pasaban volando; montaba bien a
caballo; guiaba como pocos un carro de guerra; sabķa de memoria los
mejores versos turdetanos y los componķa también muy regulares; con un
garrote en la poderosa diestra era un hombre tremendo; con las mujeres
era mįs dulce que una arropķa y mįs sin hiel que una paloma; corrķa
como un gamo; luchaba a brazo partido como los osos, y poseķa otra
multitud de prendas que le hacķan recomendable. Casi se puede asegurar
que su śnico defecto era el de ser pobre.
Mutileder, huérfano de padre y madre, no tenķa predios urbanos ni
rśsticos, vivķa como de caridad en casa de unos tķos suyos, y en Vesci
no sabķa en qué emplearse para ganarse la vida. Era un seńor, como
vulgarmente se dice, sin oficio ni beneficio.
Frisaba ya en los veinticuatro ańos, y harto de aquella vida, y ansiando
ver mundo, pidió la bendición a sus tķos, quienes se la dieron
acompańada de algśn dinero, y tomando ademįs armas y caballo, salió de
Vesci a buscar aventuras y modo de mejorar de condición.
Como Mutileder tenķa tan hermosa presencia, y era ademįs simpįtico y
alegre, por todas partes iba agradando mucho. Los sugetos de suposición
y campanillas le convidaban a bailes y fiestas, y las damas mįs
graciosas y encopetadas le ponķan ojos amorosos; pero él era bueno,
pudibundo e inocentón, y nada śtil sacaba de todo esto. El dinero que le
dieron sus tķos se iba consumiendo, y no acudķa nuevo dinero a
reemplazarle.
Asķ, deteniéndose en diferentes poblaciones, como, por ejemplo, en
Igįbron; pasando luego el Sķngilis, hoy Genil; entrando en la tierra de
los turdetanos, y parando también en Ventipo, llegó a un lugar de los
bįstulos que se llamaba entonces Aratispi, y que yo sospecho que ha de
ser la Alora de nuestros tiempos, tan famosa por sus _juegos llanos_.
Allķ tenķa Mutileder una prima, que era un sol de belleza, con diez y
ocho ańos de edad, y mįs rubia que él, si cabe. Esta prima se llamaba
Echelorķa. Su padre, viudo y muy rico, la idolatraba.
Mutileder y Echelorķa eran de casta ibera purķsima, sin mezcla alguna de
celtas ni de fenicios. Sus familias, o mejor diré su familia, pues era
una misma la de ambos, se jactaba, no sin fundamento, de descender de
los primitivos atlantes, que habķan emigrado muchos siglos hacķa, cuando
se hundió en el mar la Atlįntida, y que, yendo unos por mar siempre,
habķan llevado a Egipto la cultura, mucho antes de la civilizadora
expedición de Osiris, mientras que otros, conocidos después con el
nombre de hiperbóreos, desembarcando en Francia, habķan difundido la luz
y fundado florecientes Estados, caminando hacia Oriente hasta mįs allį
de las montańas Rifeas, e influyendo, por śltimo, en el despertar a la
vida polķtica y culta de los arios y de los semitas.
En suma, Echelorķa y Mutileder eran dos personas ilustres y dignas de
serlo por su mérito.
Apenas se vieron, se amaron... æQué digo se amaron? Se enamoraron
perdidamente el uno de la otra y el otro de la una.
El padre de Echelorķa, que no tenķa nada de lerdo, notó en seguida el
amor de la muchacha y procuró acabar con él, porque el primito no poseķa
otro patrimonio que su apasionado corazón; pero Echelorķa estaba
prendada de veras, y el padre, que en el fondo era un bendito, se avino
y se resignó al cabo a que Mutileder aspirase a ser su yerno.
Ambos amantes se juraron eterna fidelidad. «Antes morir que ser de
otro», dijo ella. «Antes morir que ser de otra», respondió él. Y esta
promesa se hizo repetidas veces y se solemnizó y corroboró con los
juramentos mįs terribles.
Después de esto, æqué remedio habķa sino casar cuanto antes a los primos
novios? Asķ lo resolvió el padre, y se empezaron a hacer los
preparativos para la boda, que debķa verificarse en el próximo otońo.
Era ya el fin de la primavera, y en aquellas edades antiquķsimas
sucedķa lo propio que ahora que a la primavera seguķa el verano.
Aratispi era lugar mįs bonito que lo es Alora al presente. En torno
habķa, como hay aśn, fértiles huertas y frondosos y siempre verdes
bosques de naranjos y limoneros; pero los cerros que limitaban aquel
valle amenķsimo, en vez de estar pelados, como ahora, estaban cubiertos
de encinas, alcornoques, algarrobos, castańos y otros įrboles, entre
cuyos troncos y a cuya sombra crecķan brezos, helechos, tomillo,
mejorana, mastranzo y otras plantas y hierbas olorosas.
Era tal entonces la generosidad de aquel suelo, que las palmas enanas,
que hoy suelen cubrirle y que apenas sirven para mįs que para hacer
escobas y esportillas, se alzaban a grande altura, mientras que las
crestas mįs empinadas de los montes, calvas ahora, se veķan cubiertas de
una verde diadema de abetos, de pinos y de cipreses.
A pesar de todo, fuerza es confesar que en verano hacķa entonces en
Aratispi un calor de todos los demonios.
Echelorķa quiso, con razón, tomar algunos bańos de mar, y su padre la
llevó a un puerto muy bonito, cerca de Mįlaga, que D. Juan Fresco y yo
calculamos que debió de ser Churriana.
Naturalmente Mutileder fue a Churriana también, acompańando a su futura.
Los primos estaban como dos tortolitas, arrullįndose siempre. Mientras
mįs miraba él a Echelorķa, mįs linda y angelical la encontraba y mįs
melifluo se ponķa con ella. Y mientras mįs miraba Echelorķa a Mutileder,
mayor nśmero de perfecciones y de excelencias hallaba en él.
Pues no digamos nada, porque serķa cuento de nunca acabar, de la mutua
admiración que nacķa en ambas almas al considerar el talento o la
habilidad del objeto de su amor. Cada pedrada que tiraba Mutileder
mataba un pajarillo y partķa el corazón de Echelorķa, a fuerza de
entusiasmo. Y Echelorķa, por su parte, a mįs de encantar a Mutileder con
los cantares que sabķa entonar, le habķa hecho una honda de pita, tan
llena de sutiles y primorosas labores, que él se quedaba horas enteras
embobado contemplando la honda.
Los dos enamorados gozaban de la mįs completa libertad y se iban solos
de paseo por aquellos vericuetos y andurriales; ya por la orilla del
resonante mar; ya por los encinares y olivares que vestķan aquellos
alcores; ya por los verjeles, sotos y alamedas del valle, regado por un
riachuelo cristalino. Pero uno y otro eran tan como Dios manda, que a
pesar de lo mucho que se querķan, no se propasaron nunca a otra cosa
sino a estrecharse afectuosamente las manos, y una o dos veces a lo mįs,
a consentir ella en recibir un casto beso en la tersa y cįndida frente,
y a lograr él estamparle.
La suma virtud y exquisita delicadeza de estos primos lo ponķa todo en
reserva para el dķa dichoso en que la religión y las leyes consagrasen
su unión indisoluble.
Entre tanto se decķan doscientas mil ternuras a cada momento. «Tu nombre
es un sello que he puesto sobre mi corazón», exclamaba Echelorķa. «Mi
corazón es tuyo para siempre: antes dejarį de latir que de amarte a ti
sola», contestaba Mutileder.
En estos coloquios se pasaban las horas, y de continuo estaban juntos
ambos amantes, menos cuando Echelorķa se retiraba a dormir al lado de su
anciana nodriza y en estancia muy resguardada, o bien cuando iba a la
playa a bańarse; pues entonces, a fin de evitar el qué dirįn y las
murmuraciones, Mutileder no se bańaba con ella, tal vez por no usarse
aśn trajes de bańo, tan complicados y encubridores de las formas como
los que se llevan ahora en Biarritz y en otros sitios.
III
Mįlaga era ciudad fenicia de mucho comercio. Casi competķa con Cįdiz. Su
puerto estaba lleno de naves tirias, pelasgas, griegas y etruscas. En
sus tiendas se vendķan mil primores traķdos de lejanos paķses: telas de
lana, teńidas de pśrpura en Tiro; joyas de oro, hechas en Ménfis, en
Sais y en otras ciudades egipcias; piedras preciosas y tejidos de
algodón del Indostįn; alfombras de Persia, y hasta sederķa del casi
ignorado paķs de los Seras.
Echelorķa fue a Mįlaga varias veces, con su padre y con su novio, a
recorrer dichas tiendas y a comprar galas para el suspirado dķa del
casamiento.
Hallįbase a la sazón en Mįlaga uno de los mįs audaces y sabios marinos
que habķa entonces en el mundo: el célebre Adherbal.
Acababa de hacer una navegación felicķsima, y su nave se parecķa,
anclada en el puerto, cargada de estańo, įmbar, hierro, pieles de
armińos y de castores, y otros objetos de valor que él habķa ido a
buscar a las costas de Francia, Inglaterra y otras regiones del Norte de
Europa, a donde sólo los fenicios se aventuraban a llegar en aquella
época.
Adherbal pensaba volver pronto a Tiro; pero antes debķa tomar en Mįlaga
cobre, vino, azogue y oro en polvo de las arenas de nuestros rķos,
dejando allķ en cambio parte de su cargamento.
Paseando un dķa por el muelle vio Adherbal a Echelorķa, y al verla juró
por Melcart y por Astoret, como si dijéramos por Hércules y por Venus,
que jamįs habķa visto criatura mįs linda y salada. Ganas tuvo de
llegarse de sśbito a la muchacha y de soltarle el pavo, esto es, de
decirle sin ceremonia sus atrevidos pensamientos: pero Mutileder iba al
lado de ella, mirando receloso a todas partes, con la barba sobre el
hombro, en actitud desconfiada y hostil, y blandiendo un enorme y fiero
garrote.
La prudencia refrenó los ķmpetus del marino fenicio. Bastaba ver de
refilón a Mutileder para hacerse cargo de que era capaz de deslomar a
cualquiera de un garrotazo, si llegaba a descomponerse un poco con la
hermosa y cįndida Echelorķa.
Adherbal, como queda dicho, era prudente, pero era obstinado también,
emprendedor y ladino. Echelorķa no produjo en él una impresión fugaz y
ligera, sino profunda y durable. Asķ fue que determinó averiguar quién
era y dónde vivķa, y lo consiguió con discreción y recato.
Dos o tres veces fue después a caballo a Churriana con disimulo, y
volvió a ver a la nińa, quedando cautivo de su singular donaire.
Por śltimo, por medio de personas listas del paķs, se informó de la vida
de Echelorķa, supo que iba a casarse con Mutileder, y no quedó pormenor
de que no llegase a tener cabal noticia.
Con estos elementos formó Adherbal un plan diabólico, el cual le salió
bien, como por desgracia salen bien casi todos los planes diabólicos.
Una mańana muy temprano levó anclas su nave y zarpó del puerto de
Mįlaga, después de despedirse él para Tiro. Fuera ya la nave del puerto,
se quedó, muy cerca de la costa, hacia el Oeste, dando bordeadas como
para ganar mejor viento. Asķ trascurrieron algunas horas, hasta que
llegó aquélla en que la gentil Echelorķa bajaba a bańarse en la mar.
Entonces saltó Adherbal en una lancha ligerķsima con ocho remeros
pujantes y otros dos hombres de la tripulación, grandes nadadores y
buzos, y de los mįs įgiles y devotos a su persona. Con la lancha se
acercó cautelosamente, ocultįndose en las sinuosidades de la costa y al
abrigo de las peńas y montecillos, hasta que llegó cerca del lugar donde
Echelorķa se bańaba, creyéndose segura y con el mįs completo descuido.
Los nadadores se echaron entonces al agua, zambulleron, surgieron de
improviso donde Echelorķa estaba bańįndose, se apoderaron de ella a
pesar de sus gritos, que pronto terminaron en desmayo causado por el
suato, y en aquella disposición, hermosa e interesante como una ondina,
se la llevaron a la lancha, donde Adherbal la recibió en sus brazos, y
luego la condujo a bordo de su nave. Ésta desplegó al punto todas sus
velas, y aprovechįndose de un viento fresco de Poniente, que acababa de
levantarse, no corrķa, sino que volaba sobre las ondas azules del
Mediterrįneo.
Varias muchachas, que se bańaban con Echelorķa, huyeron con espanto de
aquella zalagarda, y, saltando en tierra, alarmaron con sus gemidos y
sollozos a la nodriza, que estaba en éxtasis y de nada se habķa
percatado. En cambio, apenas se enteró de lo ocurrido, se extremó en
hacer muestras de su dolor. Allķ fue el mesarse las venerables canas, el
revolcarse por el suelo, y el dar tan formidables chillidos, que
Mutileder, aunque estaba lejos, acudió al sitio, oyéndolos. El infeliz
amante supo entonces toda la enormidad de su infortunio, mas demasiado
tarde por desgracia. La nave del raptor se percibķa aśn, pero lejos, y
navegando con tal rapidez que pronto iba a perderse detrįs de la comba
que forma el mar, marcando una curva de azul profundo en el cielo mįs
claro.
El furor de Mutileder fue indescriptible, aunque a nada conducķa. Ni
siquiera supo a punto fijo el infeliz amante quién habķa sido el raptor,
por mįs que sospechase de aquel marino que en Mįlaga habķa puesto en
Echelorķa los lascivos y codiciosos ojos.
Estos raptos de mujeres eran frecuentķsimos en aquellas edades heroicas,
y habķan dado ya y debķan seguir dando ocasión a no pocos disturbios y
guerras. Los fenicios habķan robado a Io, hija de Inaco; los griegos
habķan robado a Europa de Fenicia, a Medea de Coicos, y a Ariadna de
Creta; y por śltimo, un prķncipe frigio habķa robado a la bella Helena,
mujer del rey de Esparta, Menelao, motivando asķ una lucha larga y
mortķfera, y al cabo la destrucción de Troya.
Don Juan Fresco explica, a mi ver, de un modo satisfactorio estos raptos
de mujeres. Supone que la mujer, por lo mismo que su belleza es tan
delicada, no se crķa naturalmente. Lo śnico que se crķa es la hembra del
hombre. La verdadera mujer es producto artificial, que resulta de grande
esmero y cuidado y de exquisito y alambicado cultivo. De aquķ la rareza
entonces de la verdadera mujer y el mįgico y portentoso efecto que
producķa en el alma de guerreros bįrbaros y briosos, avezados a ver
hembras solamente.
Cuando los hombres se recobraban de su pasmo volvķan a hacer a la mujer
de peor condición que al esclavo mįs humilde; pero, en ocasiones, una
mujer bien lavada, cuidada y compuesta, infundķa amor ferviente,
frenético entusiasmo y cierta adoración como si fuese algo divino. De
aquķ las patrańas o _mitos_ de las hadas y encantadoras como Circe y
Calipso, que convertķan a los hombres en bestias; la _ginecocracia_,
esto es, el imperio de la mujer, establecido en muchas partes, como en
el paķs de las Amazonas y en la Arabia Feliz; y el omnķmodo influjo, ora
funesto, ora śtil, que ejercieron algunas damas en los varones mįs
crudos y valerosos, como Onfale en Hércules, Dįlila en Sansón, Betzabé
en David, Egeria en Numa, y Judit en Holofernes. De aquķ, por śltimo,
que ganasen tanto crédito las sibilas, las pitonisas y las druidisas;
todo ello, sin duda, porque cuidaban mįs de sus personas, y lograban
pulir y descubrir la escondida hermosura, invisible por lo general en la
hembra por falta de pulimento y aseo.
Ademįs, el entender la hermosura y el afanarse por lograrla hacķan
hermosa a la mujer. Hoy, mucho de esta cualidad, domeńada ya la
naturaleza rebelde, suele trasmitirse por herencia; pero en los tiempos
heroicos, la hermosura era como inspirada creación que la mujer artista
realizaba en su propio cuerpo, a fuerza de esmerarse. Todavķa, cinco
siglos después de la época en que ocurre nuestra historia, asombran el
estudio, la prolijidad y los preparativos minuciosos de que se valķan
las mujeres para presentarse de una manera digna. A fin de agradar al
rey Asnero, que buscaba reina, después de repudiada Vastķ, se pasaban
las chicas un ańo entero frotįndose con linimentos y pomadas,
saumįndose, lavįndose, perfilįndose y acicalįndose. En el dķa, con una
hora de preparación bastarla para presentar ante el sibarita mįs
refinado a la mįs ruda de las campesinas: prueba irrefragable de que lo
adquirido por arte y educación se trasmite de madres a hijas. Verdad es
que, en cambio, la naturaleza es menos dśctil ahora, y la hotentota,
aunque se friegue y se adobe mįs que las que iban a presentarse a
Asuero, hotentota permanece; de donde, sin duda, el refrįn que dice:
«Aunque la mona se vista de seda mona se queda.»
Dejemos, no obstante, refranes y digresiones a un lado, y prosigamos
nuestro cuento.
Echelorķa, por naturaleza y por arte, por herencia y por conquista, era
un primor. Y Mutileder, que con razón la adoraba, no la lloró perdida,
con femenil amargura, sino que, agitando su garrote y haciendo crujir la
honda con chasquidos estruendosos, juró buscar a su amada, librarla del
raptor, y vengarse de éste descalabrįndole de una buena pedrada o
moliéndole a palos.
Cuenta la historia que Mutileder, en el instante de hacer aquel
juramento, estaba tan hermoso que no podķa ser mįs. Sus ojos azules,
dulces de ordinario, lanzaban centellas luminosas; su afilada y recta
nariz, hinchada por la cólera, mostraba muy dilatadas las ventanillas;
las cejas, frunciéndose en el centro, daban mayor majestad a su frente;
la boca entreabierta dejaba ver unos dientes blancos, iguales y firmes,
y sana frescura y vivo color de carmķn en encķas y lengua. Su cabeza,
echada atrįs con arrogancia, y destocada, lucķa copiosa y rubia
cabellera, que flotaba en rizos graciosos a merced de la brisa; sus
piernas y sus brazos desnudos, contraķda entonces la musculatura por la
energķa de la actitud, daban envidia a los de Hércules mancebo. Todo en
Mutileder era beldad, elegancia, brķo y donosura. Su voz, alterada por
la pasión, penetraba en los corazones, aunque sus palabras no se
entendiesen.
En aquel instante ”oh fuerza del destino! acertó a pasar por allķ la
graciosa y distinguida Chemed, que en fenicio significa _belleza_, la
viuda mįs coqueta y caprichosa que habķa en Mįlaga. Su marido la habķa
dejado joven y con muchos bienes de fortuna. Ella seguķa con la casa de
comercio de su marido, bajo la razón insocial de _la viuda Chemed_. En
aquella ocasión volvķa de solazarse de una quinta que tenķa en
Churriana.
Seis atezados etķopes la llevaban en silla de manos, y dos escuderos,
una dueńa y cuatro pajecillos egipcios la acompańaban también para mįs
autoridad y decoro.
Chemed oyó a Mutileder, le miró y se maravilló; volvió a mirarle y se
quedó mįs maravillada. Entonces dijo para sķ: «Divinos cielos, æqué es
lo que miro? æSerį éste dios o serį mortal? æResplandecerķa mįs Adonis
cuando Astoret se prendó de él?»
Pero, prosiguiendo su soliloquio de preguntas, Chemed prosiguió también
su camino, sin interrogar al mancebo, que parecķa estar furioso, y sin
atreverse siquiera a pararse y a bajar de la silla de manos, en medio de
gente extrańa, cuya lengua no entendķa, porque hablaban el ibero, que,
como ya queda dicho, era lo que se llama hoy el vascuence. Si Chemed
hubiera sabido que Mutileder hablaba corrientemente el fenicio, como en
efecto le hablaba, sin duda que se hubiera detenido; pero, no sabiéndolo
ni sospechįndolo, Chemed pasó de largo.
IV.
Luego que Mutileder echó sapos y culebras por la boca y se desahogó
cuanto pudo, acudió a dar a su presunto suegro la mala noticia del
rapto, y a consolarle, si cabķa consuelo en tamańo dolor.
Para evitar prolijidad no se ponen aquķ las lamentaciones que hicieron
ambos a dśo. Lo que importa saber es que Mutileder y su suegro, después
de maduro examen, reconocieron que era inśtil quejarse del rapto a las
autoridades de Mįlaga, las cuales no les harķan caso, o si les hacķan
caso, nada podrķan contra un marino tan mimado en Tiro, como Adherbal lo
era. A cualquiera exhorto, que los sufetes o jueces de Mįlaga enviasen
contra Adherbal, era evidente que los sufetes tirios habķan de dar
carpetazo, haciendo la vista gorda. No habķa mįs recurso que resignarse
y aguantarse, o tomar la venganza y la satisfacción por la propia mano.
Esto śltimo fue lo que decidió Mutileder con varonil energķa.
Se despidió de su presunto suegro, y sin pensar en recursos pecuniarios
ni en nada que lo valiese, se fue a Mįlaga a tomar lenguas, a
cerciorarse de que era Adherbal el raptor, como ya lo sospechaba, y a
buscar modo de irse a Tiro en la primera nave que para Tiro saliese, a
fin de arrancar a Echelorķa del cautiverio o secuestro en que estaba y
de hacer en Adherbal un ejemplar y justo castigo.
En medio de todo, Mutileder sentķa cierto consuelo. Pensaba en que
Echelorķa habķa jurado serle fiel o morir, y daba por seguro que morirķa
antes que faltar a su promesa. Él mismo habķa hecho igual juramento, y
se sentķa con la suficiente firmeza para cumplirle.
Con estas ideas en la mente y con el bizarro propósito de irse a Tiro
cuanto antes, recorrió Mutileder las calles de Mįlaga hasta que empezó a
anochecer. Todas las noticias que adquirió le confirmaron en que era
Adherbal el raptor de Echelorķa. En lo que no adelantó mucho fue en
concertarse con algśn patrón de buque que saliese pronto y le llevase
para Fenicia.
Llegó la noche, como queda apuntado, y ya Mutileder se retiraba a su
posada, cuando sintió que le tiraban suavemente de la capa por detrįs.
Volvió el rostro, y vio a un pajecillo egipcio que le dijo:
--Seńor Mutileder, sķgame vuestra merced, que hay persona que desea
hablarle sobre asuntos que le interesan.
--æY quién puede ser esa persona? contestó él. Yo, en Mįlaga, no conozco
a nadie.
Entonces replicó el pajecillo:
--Aunque vuestra merced no conozca a esta persona, esta persona le
conoce. Hoy, de mańana, pasó junto al lugar del rapto protervo, y oyó y
vio a vuestra merced cuando de él se lamentaba. La persona es compasiva
y excelente, y se enterneció. Ha tomado informes sobre todo lo ocurrido,
y su enternecimiento se ha hecho mayor. Desea remediar el mal de vuestra
merced, con quien le importa conferenciar en seguida. æQuiere vuestra
merced seguirme?
Mutileder no halló motivo razonable para decir que no, y siguió al
pajecillo.
Siguiéndole por calles y callejuelas, que atravesaron rįpidamente, llegó
nuestro héroe protobermejino a una puertecilla falsa y cerrada, en el
extremo de un callejón sin salida.
El paje aplicó una llave a la cerradura, le dio dos vueltas, y la puerta
se abrió sin ruido. Entró el paje, y le siguió Mutileder.
Cerró el paje la puerta de nuevo, y quedaron él y nuestro amigo en la
mįs completa oscuridad. El paje asió de la mano a Mutileder, y le guió
por las tinieblas. Al cabo de poco tiempo vieron luz y una linterna que
estaba en el suelo. La tomó el paje, y, ya con ella, alumbró a
Mutileder, y mostrįndole el camino, le dijo que le siguiera. Subieron
ambos por una estrecha y larga escalera de caracol: llegaron luego a
otra puertecilla; la abrió el paje; levantó un tapiz que habķa detrįs, y
él y Mutileder penetraron en una sala espaciosa y bien iluminada.
El paje entonces se escabulló sin saber cómo, y Mutileder se encontró
frente a frente de una anciana y venerable dueńa, la cual, con voz
meliflua, le dijo:
--Sķgueme, hermoso.
Y Mutileder la siguió, algo ruborizado del intempestivo requiebro.
No refiero aquķ, porque estoy de prisa, y no debo ni puedo pararme en
dibujos, los primores estupendos, las alhajas rarķsimas, los lindos
objetos de arte y los cómodos asientos y divanes que habķa en varias
salas por donde iban pasando la dueńa y nuestro héroe, que atortolado
la seguķa. Baste saber que allķ se veķa reunido de cuanto habķa podido
inventar el lujo asiįtico de entonces y de cuanto la activa solicitud de
los navegantes fenicios habķa podido traer de todas las comarcas a que
solķan ellos aportar, desde las bocas del Indo hasta las bocas del Rhin,
puntos extremos de sus _periplos_ o navegaciones.
Lo que sķ diré, es que si una sala era lujosa, otra lo era mįs, y que el
primor iba en aumento conforme se pasaban salas. Maravilloso silencio y
sosiego apacible reinaban en todas ellas. No se veķa ni un alma. Soledad
y dulce misterio. Rica y leve fragancia de perfumes sabeos impregnaba el
tibio ambiente.
«--æQué serį esto? decķa Mutileder para su coleto. æDónde me llevarį
esta buena seńora?»
Y la admiración y la duda se pintaban en su candoroso y bello semblante.
Por śltimo, la dueńa tocó a una puerta, que no estaba abierta como las
demįs que habķan dado paso de un salón a otro salón, sino que estaba
cerrada. La dueńa la abrió un poco, lo suficiente para que cupiese por
ella una persona, empujó a Mutileder, le hizo entrar, y quedįndose
fuera, cerró otra vez la puerta, dejįndole solo.
Mutileder, que venķa de salones donde habķa mucha luz, nada veķa al
principio, e imaginó que el salón en que acababa de entrar estaba a
oscuras; pero sus pupilas se dilataron muy pronto, y notó que una luz
velada y dulce iluminaba aquella estancia, difundiéndose desde el seno
de tres lįmparas de alabastro.
Aun no habķa tenido vagar para ver todo lo que le circundaba, cuando oyó
Mutileder una voz blanda y argentina, que parecķa salir de una garganta
humana nueva y de una boca fresca, colorada y sana, porque todo esto se
conoce en la voz, la cual le decķa:
--Perdóname, amigo, que te haya hecho venir hasta aquķ, deseosa de
hablarte.
Dirigió Mutileder la vista hacia el punto de donde la voz procedķa, y
vio recostada lįnguidamente en un ancho sofį a una dama morena y
majestuosa como una emperatriz, vestida de blanca y flotante vestidura,
con una cabellera abundante, lustrosa y negra como la endrina, y con
unos ojos que parecķan dos soles de luto, asķ por el fuego y los rayos
que despedķan, como por su oscuro color y por el color, no menos oscuro,
de las cejas, de las largas y rizadas pestańas, y aun de los pįrpados
suaves, cuyas sombras acrecentaban el resplandor fulmķneo de los
referidos ojos. En los brazos desnudos, casi junto al hombro, tenķa la
dama brazaletes de oro de prolija y costosa labor; sobre el pecho y en
las orejas, collar y zarcillos de esmeraldas; y sendas ajorcas, por el
estilo de los brazaletes, en las gargantas de sus pequeńos pies,
calzados por coturnos de seda roja. Lazos de idéntica seda adornaban la
falda y el corpińo y ceńķan el airoso talle. Sobre el negrķsimo cabello
lucķa, prendido con gracia, un ramo de flores de granado.
En todo esto reparó en conjunto Mutileder, pero sin analizar, como
nosotros, porque estaba algo cortado y sin saber lo que le sucedķa. La
cosa no era para menos; sobre todo, tratįndose de un mozuelo que, si
bien despejado y audaz, carecķa de experiencia y jamįs se habķa visto en
lances de aquel género.
Absorto, mudo, con la boca abierta, estaba Mutileder, cuando la dama se
levantó y mostró de pié su gallarda estatura, esbelta y cimbreante como
las palmas de Tadmor; y vino a él, y tomįndole la mano, en la que él
sintió como una conmoción eléctrica, le llevó a sķ y le dijo:
--Siéntate. æQué te asusta?
Y Mutileder se sentó, al lado de la dama, en un taburete bajito.
Luego que Mutileder se hubo serenado, oyó a la dama con la debida
atención, y le respondió con concierto.
Ella le dijo que se llamaba Chemed, que era viuda y rica y natural de
Tiro, que habķa sabido su dolor, que se interesaba por él, a causa de
una sśbita e irresistible simpatķa, y que anhelaba dar consuelo y
remedio a sus males.
Aunque Chemed lo habķa averiguado todo, quiso que Mutileder le refiriese
su historia. Mutileder la refirió con elocuencia. Al hablar de
Echelorķa, aunque era hombre recio, se le saltaron las lįgrimas. Con las
lįgrimas sobre sus mejillas y velando sus ojos azules, estaba el
muchacho lo mįs bonito que puede imaginarse. Chemed no se hartaba de
mirarle; pero ”con qué miradas! Vamos, no es posible explicar cómo eran.
Chemed tenķa cerca de treinta y cinco ańos. Mutileder no habķa conocido
a su madre. No sabķa lo que era la amistad y el carińo de la mujer.
--”Pobrecito mķo! exclamaba Chemed. ”Pķcaro Adherbal! No paga con la
vida el mal que te ha hecho. Haces bien en querer vengarte y salvar a
Echelorķa de las garras de ese monstruo. Mira, Mutileder: dentro de
cuatro dķas debo yo salir para Tiro, donde tengo que arreglar mis
asuntos, muy desordenados desde que mi marido murió. Tś vendrįs en mi
compańķa. Considérame como a tu amiga mįs leal.
Y sencillamente Chemed tomaba la mano del inocente mozo, y la estrechaba
entre las suyas y la retenķa en cautividad, equilibrando el calor
superior que habķa en las de ella con el calor que él tenķa en su mano.
Todavķa se puso mįs interesante y bonito Mutileder cuando habló con
efusión del eterno amor y de la fidelidad que él y Echelorķa se habķan
jurado. Chemed celebraba todo esto, y lo hallaba muy a su gusto.
--Sķ, hijo mķo, decķa a Mutileder, asķ debe ser. Dichosa Echelorķa, que
encontró en ti un modelo de amantes. No suelen ser como tś los demįs
hombres, sino volubles y perjuros. Todas mis riquezas, toda mi posición
darķa yo si hubiese encontrado un amante tan resuelto y fino como tś.
En suma, esta conversación siguió largo rato, y yo tengo notas y apuntes
que me ha suministrado D. Juan Fresco y que me harķan muy fįcil
referirla con todos sus pormenores; pero, como mi historia tiene que ir
en un ALMANAQUE sin excitar a nadie a que los haga, y no puede
extenderse mucho, sino ser a modo de breve compendio, me limitaré a lo
mįs esencial, deslizįndome algunas veces, con rapidez y como quien
patina, en aquellos pasajes que mįs se presten a ello por lo
resbaladizos.
V.
Cuatro dķas después de la conferencia primera entre Chemed y Mutileder,
salķan ambos de Mįlaga para Tiro en una magnķfica nave. Mutileder iba en
calidad de secretario privado de la dama para llevarle la
correspondencia en lengua ibérica.
La amistad de ambos era ķntima, y Mutileder, siempre que se veķa en
presencia de Chemed, estaba contento y como orgulloso de tener tan
elegante y discreta amiga. Chemed tenķa ademįs mucho chiste y
felicķsimas ocurrencias: decķa mil graciosos disparates; y Mutileder se
regocijaba y reķa sin poderlo remediar; pero, cuando estaba sólo, amarga
melancolķa se apoderaba de su alma, pensamientos crueles le
atormentaban, y algo parecido a remordimientos le arańaba el corazón,
como si fueran las uńas de un gato, o digamos mejor, de un tigre.
Mutileder hablaba entre dientes, lanzaba desconsolados suspiros,
manoteaba y hasta se golpeaba y pellizcaba sin compasión, y solķa
exclamar:
«”Qué diablura! ”Qué diablura!»
En presencia de Chemed o se olvidaba de su dolor o le refrenaba y
disimulaba. Ésta, a no dudarlo, era la diablura, a que su exclamación
aludķa.
Mutileder habķa tenido ya tiempo para meditar, reflexionar y hacer
severo examen de conciencia, y no se absolvķa, sino que se condenaba por
débil, perjuro y desleal, en grado superlativo.
A veces querķa disculparse consigo mismo, y no lo lograba.
«Yo, decķa, sigo amando a Echelorķa, y Chemed no obsta para ello. Voy a
buscar a Echelorķa, a libertarla y a vengarla, y Chemed me ayuda en mi
empresa. El carińo de Chemed tiene algo de maternal. ”Es tan buena
conmigo!--”Es tan alegre y chistosa! ”Qué tonterķas tan saladas se le
ocurren! æCómo no he de reķrme al oķrlas? æHe de estar siempre llorando?
No: no es menester llorar: no es menester negarse a todo consuelo, como
una bestia feroz, para demostrar que es uno fiel y consecuente. Ya
veremos cuando me encuentre con Adherbal si amo a Echelorķa o si no la
amo.»
Estas y otras sutilezas y quintas esencias alambicaba, fraguaba y se
representaba Mutileder para justificarse; pero, como hemos dicho, no lo
lograba nunca.
De aquķ su pena cuando estaba solo: y no sé de dónde, el olvido de su
pena cuando de Chemed estaba acompańado. ”Contradicciones inexplicables,
raras antinomias de los corazones de los mortales!
De esta suerte, en soliloquios romįnticos, acerbos y dignos de Hamlet,
siempre que estaba sin Chemed; y en coloquios amenos, en plįticas
tiernas, y en juegos y risas, cuando Chemed aparecķa, vivió Mutileder; y
asķ se pasó el tiempo, caminó la nave, se detuvo en varios puntos de
Įfrica y en algunas islas del archipiélago de Grecia, y llegó al fin a
Tiro, capital entonces de Fenicia desde la ruina de Sidon, cuando los
filisteos, rubios descendientes de Jafet, vinieron de Creta por mar,
mientras que del lado del desierto de Arabia entraban los israelitas en
la tierra de Canaan y lo llevaban todo a sangre y fuego. Tiro habķa
hecho después renacer el poder cananeo o fenicio y estaba en toda su
gloria y florecimiento. Sobre el trono de Tiro resplandecķa el rey
Hiram, amigo de Salomón, hijo de David. Israelitas y fenicios eran
estrechos y felices aliados.
Muy largo serķa describir aquķ la grandeza de Tiro. Dejémoslo para mejor
ocasión. Lo que importa es decir que Mutileder buscó a Adherbal en
seguida y no le halló. Pronto supo con rabia que el infatigable marino,
sin reposar casi, se habķa encargado del mando de la flota, que Hiram y
Salomón expedķan con frecuencia a la India, desde el puerto de
Aziongaber en el mar Rojo. Tres dķas antes de la llegada de Mutileder y
de Chemed, Adherbal se habķa puesto en marcha para tomar el mando
referido.
Adherbal debķa pasar por Jerusalén. Mutileder no pensó mįs que en
perseguirle y alcanzarle, antes de que se embarcara para tan larga
navegación, de la que sabe Dios cuįndo volverķa.
Temiendo que le faltasen las fuerzas y el valor para despedirse de
Chemed, Mutileder preparó su viaje con el mayor sigilo, aprovechando la
salida de una caravana; y, montado en un ligero dromedario, salió para
Jerusalén, cuando Chemed menos lo sospechaba.
Chemed lo supo y lo lloró al leer una carta que él escribió antes de
partir y que entregó a Chemed una persona de toda confianza. La carta
decķa como sigue:
«Mi querida Chemed: Yo soy el mįs débil y el mįs malvado de los hombres.
Debķ huir de ti desde el primer momento y no entregarte nunca un corazón
que no te pertenecķa, que era de otra mujer y que jamįs podķa ser tuyo.
Todo el afecto, toda la ternura que te he dado, ha sido falsķa, perjurio
e infamia. Y no porque yo fingiese esa ternura y ese afecto, que al
contrario brotaban a borbotones, con toda sinceridad y con vehemente
efusión, del fondo de mi pecho, sino porque, al consagrįrtelos, faltaba
a la fe jurada, rompķa el sello de la fidelidad que habķa puesto
Echelorķa sobre mi alma, y me rebajaba hasta la vileza. De aquķ mi lucha
interior; de aquķ mis contradicciones y extravagancias. A veces reķa yo,
jugaba y me deleitaba contigo; pero, cuando mįs contento estaba, surgķa
como espectro, como aterrador fantasma, de las profundidades de mi ser,
el mismo amor ultrajado, el cual me azotaba rudamente con el azote de
los remordimientos. Otros amantes, mientras mįs aman, se hacen mįs
dignos del amor, porque el amor hermosea y sublima los espķritus; pero
yo, amįndote, me degradaba en vez de elevarme, porque pisoteaba
juramentos y promesas, y no amįndote, me degradaba también, porque
recibķa de ti inmensos e inestimables tesoros de carińo que no acertaba
a pagar. Si olvidaba a Echelorķa para amarte era yo un perjuro, y si no
te amaba, para seguir amando a Echelorķa, un falso, un estafador y un
ingrato. Situación tan horrible y poco digna no podķa durar. El cielo ha
estado benigno conmigo, aunque no lo merezco, proporcionįndome ocasión
de dejarte con razonable motivo, sin que puedas tś tildarme de galįn sin
entrańas. Adherbal no estį en Tiro. Mi deber es perseguirle. La ofensa
que me ha hecho no puede quedar impune. Tś misma me tendrķas por vil y
cobarde si yo no me vengara. No extrańes, pues, que te deje para cumplir
con esta obligación.--Adiós; adiós para siempre, ”oh generosa y dulce
amiga!»
Tal era la carta que escribió Mutileder, en buen fenicio, sin ninguna
falta de gramįtica ni de ortografķa. Chemed la leyó con lįgrimas en los
ojos y haciendo otros mil extremos de amoroso sentimiento.
Mutileder, entre tanto, caballero en su dromedario y lleno de
impaciencia, iba trotando y galopando hacia Jerusalén. Harto de la pausa
con que la caravana marchaba, tomó un guķa, poseedor de otro dromedario
tan ligero como el suyo, y se adelantó al resto de sus compańeros de
viaje. Asķ llegó en pocas jornadas a la ciudad que casi habķa creado
David, y que Salomón acababa de fortificar y hermosear con admirables
monumentos. La habķa ceńido de altas torres almenadas y de fuertes y
gruesos muros; habķa edificado, sobre gigantescos sillares, en la cumbre
del monte Moria, donde fue el sacrificio de Abraham, el maravilloso y
śnico templo del Dios śnico, y habķa coronado las alturas de Sion con
inexpugnable ciudadela y con alcįzar suntuoso.
Dilatando Salomón sus conquistas al Sur del mar Muerto, domeńando a los
hijos de Edom, de Amalec y de Madian, y enseńoreįndose de Elath y de
Aziongaber, abrió puertos para comerciar con el Hadramauth y el Yemen,
con el alto Egipto, con la Nubia y con las Indias orientales. Cortando
luego las corpulentas hayas y los pinos y cedros seculares del Lķbano,
haciéndolos llevar en hombros de los mįs robustos varones de las
naciones vencidas, como de los _refaim_, por ejemplo, raza descomedida
de gigantes, que casi ladraban en vez de hablar; y trabando entre sķ los
leńos con arte y maestrķa, hizo formar Salomón flotantes castillos que
resistiesen el ķmpetu de los huracanes y el furor de las olas. En medio
del desierto, Salomón habķa fundado a Tadmor, célebre después con el
nombre de Palmira, en un oasis lleno de palmas, a fin de que fuese
emporio riquķsimo y lugar de reposo de las caravanas que iban desde las
orillas del Jordan a las del Eufrates y del Tķgris; a Damasco, a Nķnive
y a Babilonia. Estaba, por śltimo, interesado Salomón en el comercio de
los fenicios con Tįrsis o Iberia, patria de Mutileder, y aun de mįs
allį, hacia el Occidente y Norte del mundo; bastante mįs allį, porque
las naves tirias llegaban hasta el Bįltico. Por todo lo cual refluķa
sobre Jerusalén cuanto Dios crió de bienes temporales. La plata era tan
comśn, que se miraba con desprecio. Todo se fabricaba de oro purķsimo,
hasta los trastos de cocina. De Arabia venķan perfumes; de Egipto, telas
de lino, caballos y carros; esclavos negros y marfil, de Nubia; y
especierķas y madera de sįndalo, y perlas, y diamantes, y papagayos y
jimios y pavos reales, y telas de algodón y de seda, de allį de la
desembocadura del Indo. Oro venķa de todas partes, ya de Tķbar, ya de
Ofir; įmbar y estańo, del Norte de Europa; cobre y hierro, de Espańa. De
esta suerte abundaba todo en Jerusalén. La fama del rey volaba por el
mundo, porque el rey excedió a los demįs reyes, habidos y por haber, en
ciencia y en riqueza; y no habķa persona de buen gusto que no desease
ver su cara, y sobre todo, los hijos de Israel, a quienes las naciones
extranjeras respetaban y temķan, por donde vivieron ellos tranquilos y
venturosos, a la sombra de sus parras y de sus higueras, desde Dan hasta
Beersebį, durante todos los dķas de aquel reinado.
Pues, como ķbamos diciendo, a esta espléndida ciudad de Jerusalén llegó
nuestro bermejino prehistórico, acompańado de su guķa, pero mįs confiado
en su fiero garrote y en la primorosa honda que le habķa regalado
Echelorķa, y con la cual, segśn suele decirse, no se le cocķa el pan
hasta que vengase a su primer amor, descalabrando al raptor injusto de
una violenta y certera pedrada.
Preocupado con estos pensamientos de venganza, y como hombre que va a su
negocio y que no viaja a lo _touriste_, Mutileder no quiso visitar las
curiosidades de Jerusalén ni enterarse de nada de lo que allķ sucedķa, a
no ser del paradero de Adherbal.
Imagine el pķo lector qué desesperación no serķa la de Mutileder cuando
en seguida supo de buena tinta que Adherbal, viendo que urgķa darse a
la vela, y llegar pronto al Océano, para no desperdiciar la monzón,
favorable entonces a los que iban a la India, habķa salido en posta, con
dromedarios que de trecho en trecho estaban ya preparados y escalonados
en el camino, a fin de verse cuanto antes en el puerto de Aziongaber,
orillas del mar Bermejo.
Imposible de toda imposibilidad era ya que Mutileder llegase a donde
estaba el marino fenicio, quien se sustraķa asķ a su venganza. Tiempo
habķa de pasar, pampanitos habķa de haber, antes de que dicho marino se
pusiese a tiro de su honda o al alcance de su garrote.
Creyó entonces Mutileder que Adherbal se habķa llevado consigo a
Echelorķa para que fuese ornamento principal de la nave capitana, desde
donde habķa de mandar la flota; y su rabia rayó en tal extremo, que
pateó, juró, bufó, blasfemó, y hasta hubo de arrancarse a tirones
algunos de los rizos hermosos y rubios que coronaban su cabeza.
En medio de todo, fue grande su consolación cuando logró saber que el
pķcaro y cortesano marino, rastrero adulador de prķncipes, habķa hecho
presente a Salomón de la preciosa Echelorķa.
VI
æCómo resistir aquķ a la tentación de encarecer lo mucho que D. Juan
Fresco se ensoberbece y ufana, y lo orondo que se pone, y lo por bien
pagado que se da de haberse pelado las cejas descifrando y leyendo las
inscripciones y papiros manuscritos de donde estį sacada esta historia?
Por ella consta que un bermejino, pues al cabo bermejino era Mutileder,
ya que Vesci era la Villabermeja de entonces, rivaliza con Salomón y
viene a hacer el brillante y extraordinario papel que verį el que
siguiere leyendo.
Mutileder no se amilanó al saber que Echelorķa estaba en el harén
salomónico; antes dispuso quedarse en Jerusalén, espiar ocasión
oportuna, y, no bien se presentase, asirla por el copete, arrebatando a
la linda moza de entre las manos del Rey Sabio. No por eso pensó en
hacer el mįs leve dańo a Salomón. Mutileder era muy monįrquico, y el
Rey, por ser rey y por su ciencia infusa y demįs virtudes, le infundķa
respeto. Salomón, ademįs, no tenķa culpa ninguna ni habķa ofendido a
Mutileder. Habķa aceptado el presente que le habķan traķdo, y habķa dado
prueba de buen gusto al aceptarle y guardarle.
A veces concebķa Mutileder cierta halagüeńa esperanza. Imaginaba que
Echelorķa habķa de llorar por él y habķa de decir a Salomón, con todo
miramiento y finura, que no le amaba porque amaba a otro; y daba por
cierto que Salomón, que era benigno con las mujeres, y tan galante y
condescendiente que las consentķa tener ķdolos de la tierra de cada una
de ellas no debķa de ser feroz con Echelorķa, sino que, no bien supiese
que su ķdolo era Mutileder, habķa de ceder en sus pretensiones.
Mutileder llegaba a columbrar como probable que el Rey le hiciera buscar
para entregarle a la muchacha, y hasta que quizį se allanase a ser
padrino de la boda.
La entereza, constancia y resistencia de Echelorķa habķan de mover a
todo esto, y a mįs, el įnimo generoso de Salomón. æQué le importaba a
este gran Rey una mujer mįs o menos, cuando tenķa en su harén
setecientas reinas, ochocientas concubinas e infinito nśmero de
princesas? Asķ, pues, lo natural era que, viendo Salomón a Echelorķa
enamorada de otro, afligida y llorosa, y rechazįndole por estilo arisco
y montaraz, habķa de mostrarse desprendido.
Al hacer esta suposición, muy plausible, Mutileder se ponķa colorado de
vergüenza. Se presentaba en su imaginación lo bien que se portaba
Echelorķa, hurańa como un gato y firme como una roca, veķa el
desprendimiento regio y la nobilķsima conducta de Salomón, y se
consideraba indigno, y querķa, al recordar sus infidelidades con Chemed,
que se abriese la tierra y le tragase.
Estos remordimientos, esta compunción y este sonrojo por la culpa
tenķan, sin embargo, bastante de sabroso y de dulce. ”Ay, cuįn pronto se
trocó todo ello en amargura cuando oyó Mutileder lo que en Jerusalén se
decķa de pśblico en calles y plazas!
Para saber lo que se decķa conviene tomar las cosas de atrįs y entrar en
algunas explicaciones.
El palacio de Salomón era inmenso, y la sociedad en él muy amena.
Multitud de poetas y de tocadores de arpas, tķmpanos y salterios, le
regocijaban de continuo. Allķ habķa diestras bailarinas, artistas
ingeniosos que hacķan muebles elegantes y otras obras de extremado
primor, y los mejores cocineros que entonces se conocķan. Aquello era,
en grado superlativo, en elevación a la quinta potencia, perpetua boda,
de Camacho. Salomón y sus mujeres y servidumbre devoraban cada dķa
treinta bueyes cebados, cien ovejas y multitud de ciervos, bśfalos,
gacelas y aves. Y no se crea que porque comiesen poco pan. El consumo
diario de harina empleada en hacer pan, tortas, bollos y pasta _frolla o
flora_, era de noventa coros, o sea cuarenta y cinco cahķces, de doce
fanegas se entiende.
Asķ es que en el palacio de Salomón hasta el śltimo pinche se regalaba a
pedir de boca y estaba gordo y lucio.
Las mujeres, tanto por naturaleza cuanto por los afeites que usaban,
parecķan celestiales y de variadķsimo mérito. En aquella época no
llevaban nombres puestos a la ventura, sino nombres significativos de
sus mįs egregias cualidades, por donde sólo con mentarlas se puede
colegir, lo que valķan. Entonces no se llamaba Dońa Sol una fea, ni
Blanca una negra, ni Dolores una regocijada, ni Rosa la que olķa mal o
era įspera como cardo ajonjero.
Las favoritas de Salomón lo habķan sido y llevaban los nombres que
llevaban porque lo merecķan. La hija del Faraón, que fue, a no dudarlo,
Meneftį II, se llamaba Uom-anhet, esto es, Destroza-corazones. Ella
inspiró a Salomón el primer amor, profundo y suave. Salomón era muy
muchacho cuando se casó con ella, y ella le trajo en dote a Gezer y doce
mil caballos para la remonta de su caballerķa. Después amó Salomón con
locura a Anahid, Lucero de la mańana, hija del Rey de Armenia. Se
refiere que, repudiada ésta, hubo de volver a su patria, donde tuvo un
hijo de Salomón, de quien procede el famoso Abagaro, a quien Cristo
escribió una carta y envió su efigie. Después amó Salomón con no menor
locura a Leliti, la Noche, princesa de Etiopķa. Luego amó
apasionadamente a Vahar, a quien trajeron de la India las primeras naves
tirio-hebreas que fueron por allķ. Esta Vahar, o dķgase Primavera, era
de la familia de los Sakias, reyes de Kapilavastu, y por consiguiente,
parienta del ilustre Sakiamśni, que habķa de ser Buda, y fundar una
religión en que creyese cerca de la mitad del humano linaje.
Por śltimo, pasión mįs durable que todas habķa concebido, alimentado y
guardado Salomón por la Sulamita, en cuya alabanza dejó compuestas las
poesķas amatorias mįs bellas que habķan sonado hasta entonces en lengua
humana.
Pero Salomón, en medio de tantos deleites y triunfos, estaba hastiado.
Nada le satisfacķa. Todo era para él vanidad de vanidades y aflicción de
espķritu. Ni siquiera tenķa el goce del amor propio y del orgullo,
porque sostenķa que su grandeza se debķa al acaso y no a su carįcter ni
a su entendimiento y prudencia. Salomón habķa recapacitado y habķa visto
que, debajo del sol, ni la carrera era de los ligeros, ni la guerra era
de los fuertes, ni el bienestar de los listos, ni de los prudentes la
riqueza, ni de los elocuentes el favor, sino que todo era caprichoso
resultado de la ciega fortuna.
Y hallįndose su alma en tan doloroso estado, fue cuando Adherbal le
presentó a Echelorķa.
Y el pueblo de Jerusalén afirmaba que Salomón la habķa conocido y la
habķa amado. Y que la habķa hallado rosa de Saron y lirio de los valles.
Y que habķa comparado su cabeza rubia, por la majestad, con el Carmelo,
y el olor de sus vestidos al olor del almizcle y al de las silvestres
flores que crecen en el Lķbano.
La ternura de Salomón por Echelorķa se aseguraba que excedķa a la de
Jacob por Raquel y a la de Isaac por Rebeca. Se daba por cierto que la
amaba mil veces mįs que habķa amado a las otras mujeres: que sentķa por
ella todo género de afecto; que con el espķritu puro la estimaba y
querķa como su padre David habķa estimado y querido a Jonatįs, muerto en
las alturas de Gelboé por los filisteos; y que de un modo tempestuoso la
idolatraba como el prķncipe de Siquen habķa idolatrado a Dina.
Todos estos rumores llegaban cada vez con mįs consistencia a los oķdos
de Mutileder y le iban dando mucho que sentir y no poco que sospechar:
le iban dando, permķtaseme lo vulgar de la frase en gracia de lo
grįfico, muy mala espina.
æCómo era posible que Echelorķa resistiese a tantas seducciones? æCómo
habķa de entenderse el amor de Salomón, si la muchacha, en vez de estar
amable, estuviese zahareńa y cogotuda?
En vista de estas y de otras reflexiones, y de no pocos indicios y
pruebas que vinieron después, el pobre Mutileder tuvo al fin que abrir
los ojos, y que reconocer que Echelorķa se habķa dejado querer, y hasta
que pagaba a Salomón su carińo, queriéndole y siendo infiel y perjura a
su Mutileder y a los juramentos hechos en Aratispi y en Churriana.
Por falta de elocuencia dejo de pintar aquķ el furor de Mutileder cuando
de esto se hubo cerciorado. Ni Otelo ni el Tetrarca estuvieron después
mįs celosos y furiosos.
Pero nuestro bermejino no se limitaba a lamentos estériles. Siempre
tomaba resoluciones y procuraba darles cima. La que ahora tomó fue la de
matar a puńaladas a Echelorķa y matarse él a renglón seguido con el
propio puńal. Lo difķcil era ver a Echelorķa para matarla.
Chemed, ocupada en Tiro con sus asuntos, se habķa consolado de la
ausencia de Mutileder, pero le conservaba buena amistad, y le habķa
enviado cartas de recomendación para Adoniram, que era el mayordomo de
Salomón, y para otros personajes de la Córte. Con estas cartas y con su
hermoso rostro, gentil presencia y gallardo cuerpo, que mįs que nada le
recomendaban, Mutileder pretendió y consiguió sin dificultad entrar en
la guardia personal del rey.
Componķase dicha guardia de sugetos de no poco fuste; de seńores y hasta
de prķncipes de las dinastķas destronadas, cuyos reinos se habķan
anexionado Salomón y su padre, y de cuyos bienes habķan ido
incautįndose. Allķ habķa heteos, amorreos y jebuseos; caballeros de la
casa de Abinadab, rey de Kiriath-Yarin; dos sobrinitos de Og, rey de
Basan, a quienes apenas apuntaba el bozo y tenķan ocho codos de
estatura; varios nietos de Hamnon, rey de los Amonitas; y _para
complemento de hermosura_, como dice Ezequiel, hablando de los pigmeos
de Tiro, una pequeńa tropa de idénticos pigmeos, que no se levantaban un
codo de la tierra, pero que eran certeros y terribles disparando
ponzońosos dardos.
Encubriendo siempre en los abismos oscuros del alma su terrible
propósito de matar a Echelorķa y de matarse él, Mutileder se ingenió de
suerte que se ganó la voluntad de sus jefes inmediatos y hasta del
General Benaya, tan įgil para cortar cabezas, segśn lo demostró a
principios de aquel reinado, enviando al otro mundo, a fin de cimentar
bien el trono, a Adonia, hermano mayor del rey, y a otros personajes.
Con este favor, pronto subió Mutileder a capitįn de una compańķa de
filisteos, rubios casi tanto como él, y que formaban parte de la guardia
real.
Lo que no pudo conseguir fue ver a Echelorķa. Lo que no pudo inspirar
fue la absoluta e indispensable confianza para llegar a ser uno de
aquellos sesenta valientes, los mįs probados y selectos, que rodeaban el
tįlamo de Salomón por la noche (algo parecido a nuestros Monteros de
Espinosa), y que andaban siempre con la espada sobre el muslo, por temor
de los duendes y vestiglos, que eran traviesos, traķan revuelto el
alcįzar, y no hubieran dejado, sin la citada precaución, un instante de
sosiego a las reinas y demįs seńoras.
æQuién sabe si la misma gentileza de Mutileder serķa óbice para que
entrase él en el nśmero de los sesenta, no hiciera el diablo que
inquietase a las damas en vez de aquietarlas? Lo cierto es que su
gentileza ya mencionada, su discreción, despejo y buen trato, se
hicieron notorios en Jerusalén, y que las damas le ponķan en las nubes.
Hasta un no sé qué de torvo, de melancólico y de trįgicamente distraķdo,
que habķa en su lindo semblante, le hacķa mįs grato a las damas.
Asķ las cosas, cuando ocurrió una novedad grandķsima, que contribuyó a
glorificar el reinado de Salomón mįs todavķa.
VII
Ademįs de los libros que conocemos, Salomón escribió otros muchos que se
han perdido. Compuso tres mil parįbolas y mil y cinco cantares, y
disertó sobre įrboles y plantas, desde el cedro hasta el hisopo que nace
en la pared, y sobre aves, cuadrśpedos, reptiles y peces. Quieren decir
que supo muchas cosas que después se olvidaron; unas han vuelto a
descubrirse; otras quizį no se descubran nunca de nuevo. Asķ, por
ejemplo, parece que atraķa por medio de pinchos de metal los rayos y las
centellas; que entendķa la lengua de los pįjaros; que conocķa la fuerza
oculta de la palabra humana y obraba por ella mil prodigios; que los
genios le obedecķan; y que era sabedor de todas las doctrinas mįgicas de
Enoch y de las que Abraham habķa aprendido en su patria, Ur de los
caldeos, y de las que estudió Moises en los colegios sacerdotales de las
orillas del Nilo.
Sea de esto lo que se quiera, no puede negarse que su fama de sabio se
extendió por todas partes.
La reina de Sabį, cuyo nombre, segśn hemos llegado a averiguar, era
Guadé, que en el idioma hymiįrico, hablado entonces en su reino,
equivale a _Amor_ o _Amistad_, oyó hablar de Salomón y quiso probarle
con preguntas y acertijos.
Embarcóse, pues, esta augusta seńora en Aden, que era el mejor puerto de
sus Estados, y con próspero viento, navegando por el mar Bermejo, aportó
a Aziongaber, y desde allķ, por Sela, Beersebį y otras poblaciones,
llegó hasta Hebron, donde el Rey Sabio salió a recibirla con mucha
cortesķa y aparato.
No entro aquķ en descripciones del viaje de esta reina, de la pompa con
que venķa, de su entrada en Jerusalén, acompańada ya de Salomón, que la
hospedó en su palacio, y de las fiestas que hubo con este motivo. Serķa
muy largo contar todo esto. Contentémonos con decir que los regalos que
dio la reina a Salomón fueron magnķficos, y no inferiores los que de
Salomón recibió ella; que ella se quedó pasmada del lujo que gastaba
Salomón; y que, como Salomón le adivinó de tenazón todos sus mįs
enmarańados acertijos, ella se quedó doblemente pasmada de su sabidurķa.
Salomón, que era fino y discreto, creyó que el mayor obsequio que podķa
hacer a Guadé, mientras morase en su alcįzar, y siendo ella de un moreno
muy subido de punto, era darle para guardia de su persona a los
filisteos que mandaba Mutileder, todos rubios, blancos y sonrosados. En
efecto, los filisteos la impresionaron agradablemente; pero Mutileder,
su capitįn, le pareció una divinidad y no un hombre cualquiera.
Era Guadé tan hermosa como las noches serenas del estķo; sus ojos
brillaban como carbunclos, y en oposición a su rostro, algo tostado,
relucķan como perlas sus dientes blanquķsimos. Sabķa mucho. Era un
Salomón con faldas. Pronto con sus miradas fulmķneas derritió la triple
placa de bronce que el empeńo de ser consecuente habķa puesto en torno
del corazón de Mutileder. Y Mutileder y Guadé se amaron, a pesar de
Chemed y de Echelorķa.
Guadé, a quien importaba desengańar por completo a Mutileder, el cual le
habķa contado toda su historia, menos su plan de tragedia; Guadé, que
hablaba en toda confianza con Salomón y sabķa los secretos del harem,
reveló y probó a su joven amigo que Echelorķa amaba a Salomón con
delirio.
Esto indujo mįs a Mutileder a amar con delirio también a Guadé, no sólo
porque ella se lo merecķa, sino para no ser menos y tomar represalias y
desquite.
Y sin embargo, y aquķ entra lo mįs patético de mi cuento, si bien era
cierto que Echelorķa y Mutileder estaban enamorados el uno de su reina y
de su rey la otra, ambos sentķan, en medio de la embriaguez del nuevo
amor, pesar tremendo, torcedor horrible en la conciencia, y pasión de
įnimo, que amenazaban matarlos.
Las mismas imaginaciones, las mismas ideas acudķan al alma de los dos,
aunque no se veķan ni se hablaban. Se sentķan rebajados y humillados.
Eran juguetes de la casualidad. La voluntad de ellos carecķa de firmeza.
æHabķa sido ensueńo infantil el amor que se tuvieron? æHabķa sido burla
ridķcula el juramento que se hicieron repetidas veces? O no habķa sido
santa y hermosa aquella primera pasión, y entonces lo mįs poético de la
vida de ambos se desvanecķa; o si la pasión habķa sido santa y hermosa,
ellos habķan sido sacrķlegos e infames, profanįndola y hollįndola.
Mutileder desistió ya de matar a Echelorķa y de matarse; pero aquel
dolor oculto iba a matar a los dos. Y mientras mįs notaban ambos que el
amor que tenķan a Salomón y a Guadé era su encanto y su delicia, mįs
culpados y viles se juzgaban y mįs ganas tenķan de morirse, porque el
sonrojo y la humillación destrozaban sus pechos, no bien dejaban de
embargarlos y cautivarlos el frenesķ y el vivo deleite que nacen de los
coloquios y caricias en el amor bien correspondido.
Salomón advirtió el mal de Echelorķa, y Guadé advirtió el mal de
Mutileder. Conferenciaron sobre ello. Se lo contaron todo. Buscaron
remedio y no pudieron hallarle. æQué hierba, qué elixir, qué talismįn
serķa poderoso contra tan rara dolencia, que designaron con el nombre de
_dolencia de los dos amores_?
Presintieron los reyes que iban a perecer sus dulces amigos y se
desconsolaron. Todo era cavilar en balde qué habķan de hacer para
salvarlos. Llegaron hasta a ser tan generosos que proyectaron ceder él a
Echelorķa y ella a Mutileder para que se casasen. Pero luego
consideraron que esto serķa peor. Al verse, se avergonzarķan de verse;
no dejarķan de amar de otro modo a Salomón y a Guadé; no podrķan amarse
entre sķ del mismo amor que los amaban, y morirķan mįs pronto y mįs
desesperadamente.
El lance no tenķa otra solución que la mįs lśgubre, a no ocurrir algo
con visos de milagro, como ocurrió en efecto.
VIII
Ańos atrįs, en los śltimos del reinado de David, habķa venido a
Jerusalén un prķncipe hiperbóreo, a quien de fama conocen sin duda mis
lectores. Hablo del sapientķsimo Abaris, que caminaba montado en una
flecha. Si era la aguja de marear aplicada a la navegación aérea o algo
por el mismo orden, no acertaré yo a decirlo en este momento. Lo que
hace al caso es saber que Abaris viajaba con facilidad prodigiosa.
David estaba viejķsimo, y los sabios de Israel resolvieron que, para
aliviar sus dolencias y hacer menos crueles los postreros ańos de su
vida, era menester casarle con una jovencita bella e inocente; la flor
de las doce tribus. Eligieron para esto los sabios a Abisag de Sunam, de
quien, por una maldita coincidencia, Abaris, muy joven entonces, andaba
perdidamente enamorado.
Abaris hizo esfuerzos inauditos para disuadir a Abisag de sacrificarse a
aquel viejo; pero ella, teniéndolo a mucha honra, y creyendo que cumplķa
con un deber en ser śtil al Rey Profeta, desdeńó a Abaris y se unió con
el Rey.
Abaris montó en su flecha y se fue de Jerusalén hecho un veneno. A fin
de vengarse del desdén de Abisag, ya que no en ella, en otras mujeres,
se convirtió en seductor desaforado, en el D. Juan Tenorio o Lovelace de
aquel siglo. Los medios de que disponķa eran enormes. Era guapķsimo,
įgil y divertido en la conversación; y desde que, siglos antes, habķa
venido su compatriota Olen a civilizar a tracios y pelasgos, no se habķa
visto hiperbóreo de mįs doctrina en el Mediodķa de Europa. Con esto, con
su astucia, con sus chistes y con su atrevimiento, Abaris iba por todas
partes haciendo estragos en los corazones femeninos.
Entre tanto, murió David, subió Salomón al trono, y Abisag quedó en
palacio como una de las reinas viudas, aunque en realidad no se podķa
decir que hubiese sido esposa del Santo Rey.
Sabido es, no obstante, que Salomón querķa que la tuviesen por tal y que
asimismo viviese ella consagrada sólo a la memoria de David, cuyo
śltimo suspiro habķa recogido. Por esto se enfadó tanto Salomón cuando
Adonia se atrevió a pedirle por mujer a Abisag. Y habiéndole perdonado
que conspirase contra él, no le perdonó aquella insolencia, e hizo que
Benaya le matase sin que pudiera valerle el haberse asido al cuerno del
altar, en el templo mismo.
Abaris, que tuvo noticia de todo esto, y que aun estaba enojado contra
Abisag, tardó en volver a Jerusalén; pero volvió al cabo y precisamente
en los dķas en que Salomón y la reina de Sabį andaban mįs afligidos con
la dolencia de Echelorķa y de Mutileder.
Ignorįbase qué proyectos traķa Abaris, pero Salomón le recibió bien,
porque Salomón apreciaba mucho la ciencia. Ademįs, como Abaris era
hombre de mundo, lo que se llama un rodaballo muy corrido, Salomón le
puso al corriente de todo, a ver si él hallaba remedio para aquel mal.
Abaris aseguró que curarķa a los dos jóvenes iberos; pero que, en
cambio, deseaba que Salomón le prometiese que habķa de otorgarle un don
que intentaba pedirle. Salomón se lo prometió.
Pasaron después tres dķas, durante los cuales Abaris pareció como que
estaba estudiando. Al terminar los tres dķas, fue Abaris al regio
alcįzar, hizo que Salomón le presentase a Echelorķa, y, no bien la hubo
visto, Abaris dio un grito y se echó en los brazos de la joven,
exclamando:
--”Gracias, gracias, benignos cielos: al fin he hallado a mi hija!
Explicó entonces Abaris que él habķa estado en Aratispi; que allķ habķa
tenido amores con la madre de Echelorķa, y que Echelorķa era el fruto de
dichos amores. Ańadió luego que como entonces era él tan peregrino
seductor, habķa tenido también amores en Vesci con la madre de
Mutileder; y que por lo tanto, Mutileder era su hijo. En prueba de esto
dio no pocos datos y razones, y la mįs sorprendente fue la de afirmar
que ambos jóvenes iberos estaban sellados por él, en la espalda, desde
el dķa en que nacieron, con una salamandra azul.
Con la alegrķa que produjo tan fausto descubrimiento, se prescindió de
la etiqueta de palacio. Vino Guadé y trajo consigo a Mutileder.
Desnudaron las espaldas de ambos jóvenes y se vieron estampadas en ellas
las salamandras. No cabķa duda; eran hijos de Abaris, y por consiguiente
hermanos.
Todo se aclaraba y se justificaba asķ. El amor que se habķan tenido era
fraternal: nacido de la fuerza del parentesco. En vez de afligirse de
haber sido ella robada por Adherbal y enamorada luego de Salomón, y él
de sus infidelidades con Chemed y con Guadé, dieron gracias a los
propicios hados que de aquella manera y por tan ocultos caminos los
habķan salvado de un crimen feķsimo, que tal le hubieran cometido si
llegan a casarse.
Se disiparon, pues, las melancolķas de Echelorķa y de Mutileder; se
abrazaron fraternalmente y mįs contentos que unas pascuas, y se
encontraron muy a gusto de ser ella favorita de Salomón y él prķncipe
consorte en el reino sabeo, para donde se fue con su Guadé, cuatro dķas
después de saber que era hijo de Abaris y de haber descubierto que tenķa
una salamandra azul en la espalda.
Echelorķa se quedó en Jerusalén, ya sin remordimientos y muy alegre.
Abaris fue a ver a Salomón y a pedirle el don que habķa prometido
otorgarle; pero como era hombre de mundo y precavido, llevaba preparada
la flecha debajo del manto filosófico, poniéndose cerca del balcón
abierto para hacer su petición, no fuera caso que Salomón se enfadase y
tuviese él que salir volando, antes de que Benaya le hiciese pasar a
mejor vida.
La petición no era otra que la mano de Abisag.
Salomón estaba de tan buen talante con la radical curación de Echelorķa,
que en seguida consintió en que Abisag se casara. Ademįs, Abisag iba ya
pasando de la juventud a la edad madura, y como la mayorķa de las
solteras algo pasadas, estaba tan jaquecosa, que Salomón no la podķa
aguantar, y se alegró de salir de ella.
Todos, pues, fueron felices.
Salomón tuvo una curiosidad y quiso que Abaris con el mayor sigilo la
satisficiese.
--æHay algo de verdad, le dijo, en lo que afirmas de que eres padre de
Echelorķa y de Mutileder?
--En mi vida estuve en Iberia, contestó riendo Abaris. Confiesa que mi
remedio ha sido ingenioso y eficaz. Sin él no se hubieran curado los
chicos y hubieran sido capaces de morirse. Para hacer mas verosķmil la
historia, puse yo mismo por arte mįgica en las espaldas de ambos las
salamandras. Todo ha sido lo que allį en los tiempos venideros, dentro
de cerca de tres mil ańos, llamarįn los sabios y pulidos un _mito_, y
los ignorantes y rudos, un _camelo_ o una _filfa_.
ASCLEPIGENIA
DIĮLOGO FILOSÓFICO-AMOROSO.
_La escena es en Constantinopla. Siglo V de la Era Cristiana._
Habitación de Proclo. Es de noche. Una lįmpara de siete mecheros, puesta
sobre un trķpode o candelabro de bronce, ilumina la estancia. Puertas al
fondo y a los lados.
ESCENA I.
PROCLO, de edad de cincuenta ańos, seco, escuįlido, consumido por
vigilias, ayunos, estudios y mortificaciones, aparece sentado en un
sitial. Su discķpulo, MARINO, estį de pié, junto a él.
MARINO.--”Maestro! æEstįs decidido a recibir esta noche?
PROCLO.--Lo estoy. En cualquiera otra ciudad podrķa yo excusarme: en
Byzancio no, que es mi patria. æCómo privar a mis paisanos del auxilio y
consuelo de la sabidurķa?
MARINO.--Difķcil es; pero debieras reposar y cuidarte. Estįs que parece
el espķritu de la golosina, de puro desmedrado. Te vas a matar con
tantos afanes.
PROCLO.--Lléveme el cuerpo donde quiero ir, y luego que muera.
MARINO.--Me afliges al decir eso. æQué haré yo sin ti en este mundo?
Pero dime, y perdona mi atrevida curiosidad; los que vienen a
consultarte hablan siempre a solas contigo: no extrańes que note una
contradicción...
PROCLO.--Di cuįl es, y te demostraré que es aparente.
MARINO.--æNo afirmas tś que se requieren largos preparativos antes de
comunicar la sabidurķa? æQué revelas entonces a los que te consultan?
PROCLO.--No toda la verdad, cuyo resplandor los cegarķa, sino algo de la
verdad, velado en sķmbolos. Asķ el sol se vela entre nubes, a fin de que
ojos mortales puedan fijarse en su disco glorioso.
MARINO.--Veo que esta noche estįs expansivo. æMe permites que te haga
vanas preguntas?
PROCLO.--Haz las que se te antojen. Si me es lķcito, contestaré.
MARINO.--Pues con tu venia: æqué nos trae aquķ desde el fondo del Asia,
donde estabas estudiando los mįs oscuros ritos y misterios del Oriente,
y desentrańando su oculto sentido? æEs capricho de tu alma o mandato de
un numen?
PROCLO.--Hace ya ańos que mi alma no tiene caprichos. Es mandato de un
numen.
MARINO.--æPuedo saber de cuįl?
PROCLO.--De Venus Urania.
MARINO.--æLa evocaste?
PROCLO.--No la evoqué. Ya sabes tś que en el dķa rara vez me tomo el
trabajo de evocar a los nśmenes. Ellos mismos bajan del Olimpo y vienen
a verme, enamorados de mi afable trato. Es verdad que en la escala de la
vida ocupo lugar inferior al de ellos. Si quiero elevarme a la
inteligencia y a la causa soberanas, a través de todas las
manifestaciones corpóreas de su omnipotencia, tengo primero que subir
por mil grados hasta llegar a dichos nśmenes, y aun después, desde los
nśmenes hasta el manantial inexhausto de lo celeste y terrenal, del
espķritu y la naturaleza, hay una peregrinación harto penosa. Por dicha,
yo tengo un atajo, una trocha, un sendero recóndito y breve, por donde
llego, no ya a la inteligencia y a la causa, sino mįs hondo: por donde
llego al Uno. Me abstraigo de todo lo exterior; echo a un lado sentidos
y potencias; borro imįgenes de la fantasķa; cubro con niebla densa todo
lo escrito en la memoria; y, hundiéndome en el abismo del alma, hallo al
que es. Allķ nos juntamos él y yo. Allķ él y yo no somos mįs que el Uno.
De este modo se explica que, siendo yo simple mortal, sea tan
considerado por los dioses. En la ligereza de carįcter, propia de la
serena beatitud de ellos, no caben estas reconcentraciones poderosas de
la mente que me llevan al Uno. Ya te lo he dicho mil veces: por el
principio vital, que gobierna mis sentidos, no valgo mįs que un perro;
por el alma racional me quedo por bajo de las divinidades olķmpicas; mas
por la inteligencia especulativa e intuitiva, llego al Uno y dejo muy
detrįs de mķ a los įngeles, a los demonios, a los genios y a los
nśmenes. Por la unidad esencial que en mķ hay, y de la cual hasta la
inteligencia es emanado atributo, soy el Uno mismo. El Uno soy yo en los
instantes dichosos de entusiasmo, de conjunción y de éxtasis.
MARINO.--Por Hércules vivo, maestro, que me lleno de envidia siempre que
te oigo afirmar esa unión, por la cual te pones en el Uno o te
identificas con el Uno. Se me ocurre, no obstante, cierta dificultad.
PROCLO.--Explįnala y te la resolveré.
MARINO.--æPor qué, si hallas al Uno, hundiéndote en el abismo del alma,
te allanas a buscarle en la naturaleza? æPor qué no estįs siempre
reconcentrado y como viviendo en la eternidad?
PROCLO.--Para imitar al propio Uno. Porque el Uno y yo, ademįs de ser el
Uno, somos el Bien. Es nuestra ley no quedar en el centro, absortos en
el absoluto egoķsmo y en la inefable contemplación de nuestra esencia.
Tenemos que salir fuera a crear y mostrarnos activos. De él y de mķ
emanan la voluntad, la inteligencia y la palabra, y ellas crean el
mundo. Desenvuelve el Uno su idea, y van apareciendo el ser, la vida y
la armonķa y el movimiento, y cuanto es y serį. Desenvuelvo yo mi idea,
y nacen el arte, las religiones y la ciencia. Y la creación del Uno y mi
creación se compenetran y confunden y vienen a ser la misma. æMe
entiendes ahora?
MARINO.--Me pasmo de tu claridad. Con sobrada razón mereces apellidarte
el sumo pontķfice de todas las creencias, el gran ciudadano de todas las
repśblicas y el archi-metafķsico de todas las metafķsicas. No, Proclo,
tś no eres un mortal.
PROCLO.--En la esencia no lo soy. En la esencia soy eterno. Considerado
en mi unidad, vivo en la eternidad primitiva: esto es, en un punto
inmóvil, en el cual toda la duración infinita de los siglos se halla
parada, cifrada y reconcentrada. Considerado en el įpice de mi mente, en
la inteligencia, vivo en la eternidad secundaria; torrente de las
existencias sucesivas, perpetuo trįnsito, movimiento sin término,
carrera sin meta, mudanza y proceso que no acaban.
MARINO.--Y dime, maestro, el sacrificio que sin duda haces al salirte
del Uno y penetrar con la mente y con el discurso y con el afecto en
este universo visible, æqué principal propósito lleva?
PROCLO.--Lleva varios propósitos; pero el principal es de la mayor
trascendencia. La ley divina que sigue la historia me ha suscitado en el
tiempo debido para una función importantķsima. Mi espķritu toma carne
hacia el fin de la civilización antigua para comprenderla toda en
conjunto armónico. El genio de la Grecia, con sus castizas o peculiares
creaciones, con los sueńos de sus poetas desde Lino y Orfeo hasta ahora,
con su pensamiento filosófico desde Pitįgoras hasta Jįmblico, con los
descubrimientos de sus matemįticos, astrónomos y fķsicos, y con las
enseńanzas arcanas de Samotracia y de Eleusis; el genio de la Grecia,
con los despojos ópimos que trajo de Egipto, de Persia y hasta de la
India, después de las conquistas del Macedón; todo este trabajo, toda
esta aglomeración de doctrinas, experimentos y especulaciones, han
venido a fundirse en mi cabeza como en horno o crisol candente. Ya
fundido todo, he desechado la escoria por los brķos de mi virtud
crķtica, y he guardado sólo el metal limpio y puro. Por śltimo, por otra
virtud plasmante que hay en mķ he vaciado ese metal como en un molde, y
he sacado a la luz el refulgente y completo sistema de la antigua
sabidurķa. Los pueblos del Norte acabaron ya con el imperio de
Occidente. El imperio de Oriente sucumbirį también. Pronto vendrį la
barbarie. Las tinieblas de la ignorancia cubrirįn el mundo. Yo seré,
desde entonces hasta que aparezca la aurora de una nueva y tal vez mįs
rica civilización, faro luminoso que alumbre y guie al humano linaje.
MARINO.--Reconozco la importancia de tu vida y de tus obras. Pero,
concretįndonos al caso singular de tu venida a Byzancio, æqué es lo que
a ello te mueve?
PROCLO.--Muéveme amor.
MARINO.--æAmor de patria? æAmor de gloria?
PROCLO.--Amor de una mujer.
MARINO.--”De una mujer! Me dejas turulato. æQuién habķa de suponer que
pensabas en tales cosas?
PROCLO.--No hay motivo para que te quedes turulato. æQué tiene de
absurdo que yo ame a una mujer? La amo desde que la vi: desde hace
quince ańos. Ella tenķa entonces diez y siete. Hoy tiene treinta y dos.
Entonces era como capullo de rosa: hoy debe de brillar con toda la pompa
y el esplendor de la hermosura, en la plenitud de su vida. Claro estį
que si yo estuviese siempre reconcentrado en el Uno, no la amarķa; pero,
volviéndome, y no puedo menos de volverme, al mundo exterior, æqué
hallaré en todo él que represente mejor al Bien y al Uno mismo? æQué
imagen, qué trasunto, qué destello de la belleza increada descubrirį el
sabio que valga mįs que la mujer hermosa? Cuando el artista quiere
representar a la ciencia, a la poesķa, a la virtud, æno les da forma de
mujer?
MARINO.--Es cierto.
PROCLO.--No debes, pues, maravillarte de que yo ame en esta mujer a la
ciencia, a la poesķa y a la virtud con forma visible.
MARINO.--Ya no me maravillo. æY puedo saber cómo se llama tu amada?
PROCLO.--Se llama Asclepigenia. Es la hija de mi maestro Plutarco. Ya te
he dicho que la conocķ quince ańos ha. La conocķ en Atenas. Plutarco me
acabó de enseńar la filosofķa. Asclepigenia me inició en los misterios
caldeos, en los ritos de las orgķas sagradas y en los procedimientos mįs
eficaces de la teurgia. Desde entonces estamos ella y yo ligados por
amor espiritual y sublime. Su gallardo y lindo cuerpo ha sido sólo para
mķ como dorada nube, donde se me aparecķa, en reflejos fugitivos, el sol
eterno: toda la perfección del Ser.
MARINO.--Nobilķsima manera de amar fue la tuya... æY ella, cómo te
amaba?
PROCLO.--Me amaba también con el alma y andaba enamorada del alma mķa.
MARINO.--æY por qué te separaste de ella?
PROCLO.--Por mil razones. Ni ella ni yo querķamos contaminar la pureza
del amor que para siempre nos une. Ambos anhelįbamos seguir sin tropiezo
el camino ascendente que hacia el bien y hacia la luz nos encumbraba.
Éramos demasiado jóvenes. No estįbamos aśn a toda la altura a que nos
importaba estar. Decidimos, pues, separarnos por amor de nuestro mismo
amor. Prometimos reunirnos cuando ya no hubiese peligro alguno. Venus
Urania me ha revelado que ya no le hay, y por eso vengo en busca de
Asclepigenia.
MARINO.--Notable revelación estuvo. No hay mįs que verte, maestro, para
conocer que no estįs peligroso.
PROCLO.--Tienes razón que te sobra.
MARINO.--La fama ha difundido, por esta gran capital, que la honras con
tu presencia y que recibirįs en consulta a tres personas cada noche. Por
medio del senador Marciano, a fin de que la casa no se te llene de
gente, han sido repartidos los billetes de entrada. Pronto irįn llegando
por su orden los que vienen hoy a verte. Tus siervos los detendrįn en la
antesala. Yo los conduciré luego hasta ti.
PROCLO.--Aunque Marciano profesa la religión de Cristo, es muy amigo mķo
y se parece a mķ en muchas cosas. Ama a la virgen emperatriz Pulqueria,
como yo amo a la hija de Plutarco. Marciano, que pronto va a cumplir
doce lustros, dos mįs que yo, dicen que se casarį con Pulqueria, con
quien ha de compartir, en honestidad santķsima, el trono y el imperio de
Oriente. Del mismo modo, Asclepigenia compartirį conmigo el trono y el
imperio de la filosofķa. Pero oigo ruido en la antesala. Ve y mira si ha
venido alguien.
(Sale Marino y vuelve un instante después.)
MARINO.--”Maestro! el primero que acude a consultarte es un bellķsimo y
elegante mancebo, llamado Eumorfo. Nadie se viste con tanto lujo y
primor, nadie monta mejor a caballo, nadie baila con tanta gracia y
gallardķa. Por estas y otras prendas es el encanto de las damas mįs
encopetadas.
PROCLO.--æQué pretenderį de mķ ese pisaverde? Dile que pase adelante.
ESCENA II.
PROCLO y EUMORFO a quien Marino acompańa, yéndose luego.
EUMORFO.--Abismo del saber, lucero de la filosofķa, archivo de todas las
noticias divinas y humanas...
PROCLO.--Amable mancebo, déjate de lisonjas y di lo que pretendes.
EUMORFO.--Pretendo que me ilustres un poco.
PROCLO (Con cierto desdén.)--æY para qué?
EUMORFO.--No me desdeńes asķ. Confieso que no tengo por las ciencias la
vocación mįs decidida. A ti, que todo lo penetras, æcómo he de intentar
engańarte? Pero, francamente, mis chistes y agudezas, mis habilidades,
mis talentos de sociedad, todo queda deslucido sin algo de filosofķa.
La filosofķa se ha puesto en moda entre las seńoras de los cķrculos
aristocrįticos, a quienes sirvo, pretendo y tal vez enamoro. Me falta
este charol; dįmele, y seré irresistible.
PROCLO.--Aunque es vulgar, mezquino y un tanto cuanto pecaminoso el
fundamento de tu deseo, tu deseo es bueno en sķ, y me decido a
satisfacerle; pero la empresa es ardua. Por mįs que no quieras tomar
sino una ligerķsima tintura, necesitas varias lecciones: necesitas
asimismo consagrar a mi servicio y asistencia un par de horas diarias, a
fin de que vayas recogiendo sentencias de las que se escapan de mis
labios muy a menudo.
EUMORFO.--Consagraré a tu servicio y asistencia ese par de horas diarias
que dices.
ESCENA III.
DICHOS, MARINO.
MARINO.--Una dama, que, si bien envuelta en velo argentino, deja
traslucir que estį dotada de majestuosa hermosura; una dama, cuyo traje
de seda y cuyas joyas riquķsimas manifiestan lo elevado de su clase,
acaba de bajar de una silla de manos y se halla en la antesala
aguardando que la recibas. Parece una diosa por el ritmo y la nobleza de
su andar entonado y por el olor de ambrosia con que satura en torno el
ambiente. æLe digo que aguarde?
EUMORFO.--”Venerando maestro! La galanterķa exige que recibas luego a
esa dama. Yo aguardaré en otro cuarto.
PROCLO.--Bien estį. (Seńalando a Eumorfo la puerta de la izquierda.)
Entra en aquel. (A Marino.) Di a la dama que no se detenga.
(Vanse Eumorfo y Marino.)
ESCENA IV.
PROCLO, ASCLEPIGENIA.
(Eumorfo asoma la cabeza de vez en cuando, ve, escucha y hace gestos de
asombro durante toda esta escena.)
PROCLO.--”Deslumbrante aparición! æQuién eres? æEres mortal o diosa?
ASCLEPIGENIA. (Alzando el velo y descubriendo el rostro.)--æNo me
reconoces, Proclo?
PROCLO.--”Asclepigenia de mi corazón! ”Cuįn bella estįs! Como el medio
dķa vence al albor de la mańana, tu beldad de hoy vence a la beldad con
que hace quince ańos resplandeciste en Atenas. No dudo que tu alma se
habrį mejorado y hermoseado también.
ASCLEPIGENIA.--No lo dudes. También mi alma se ha mejorado y hermoseado.
PROCLO.--Sea mil veces enhorabuena. æY de quién es tu alma?
ASCLEPIGENIA.--En su unidad es del Uno. En todas sus facultades,
virtudes, potencias y demįs atributos, es siempre tuya.
PROCLO.--æConque me amas?
ASCLEPIGENIA.--Te amo. Apenas supe que estabas aquķ, he venido a
buscarte.
PROCLO.--Ya no hay peligro.
ASCLEPIGENIA.--Lo veo.
PROCLO.--æViviremos juntos?
ASCLEPIGENIA.--æY por qué no? Poseo un magnķfico palacio donde
albergarte. Serįs mi filósofo. Contigo, por medio de la contemplación,
en alas del entusiasmo y del amor sin mįcula, me arrobaré, me extasiaré
y me perderé en el Uno.
PROCLO.--Asķ sea.
ASCLEPIGENIA.--Ahora tengo que dejarte. No puedo faltar esta noche en mi
palacio, donde aguardo visitas. Ve a instalarte allķ desde mańana.
PROCLO.--No aspiro a otra cosa.
ASCLEPIGENIA.--Como supongo que no te habrįs venido sin los utensilios
de tu profesión, mis criados se presentarįn aquķ con un carromato para
la mudanza de todos los libros y trastos de hacer milagros, hablar con
los muertos y atraer a los genios y demonios.
PROCLO.--Eres mi providencia terrenal. æCómo pagar tanto cuidado?
ASCLEPIGENIA.--Amįndome.
PROCLO.--Con el alma toda.
ASCLEPIGENIA.--Para despedida, te permito que me des un casto beso en la
frente.
PROCLO. (Besįndola con timidez respetuosa.)--Es la vez primera que la
tocan mis labios. ”Cuįn regalado favor!
ASCLEPIGENIA.--”Adiós, amadķsimo Proclo!
(Vase)
ESCENA V.
PROCLO, EUMORFO.
EUMORFO.--æSabes lo que digo, maestro?
PROCLO.--Di, y lo sabré. No quiero tomarme el trabajo de adivinar tus
pensamientos.
EUMORFO.--Pues digo que se me van quitando las ganas de estudiar
filosofķa.
PROCLO.--æY por qué?
EUMORFO.--Porque la filosofķa vuelve tonto a quien la estudia.
PROCLO.--Te equivocas. Lo que hace la filosofķa es reforzar las prendas
que cada uno tiene. Al tonto no le vuelve discreto, ni al discreto
tonto; pero al discreto le hace discretķsimo, y al tonto tontķsimo.
EUMORFO.--Salvo el merecido respeto, te declararé entonces que tś propio
te condenas.
PROCLO.--æDe qué suerte?
EUMORFO.--Porque mostrįndote ahora tontķsimo con toda tu filosofķa,
debiste de ser tonto en tu vida precientķfica: tonto de nacimiento.
PROCLO.--æY qué prueba he dado yo de esa tonterķa superlativa de que me
acusas?
EUMORFO.--La prueba es tu amor sublime por Asclepigenia.
PROCLO.--æQué sabes tś de eso?
EUMORFO.--Conozco a Asclepigenia muy a fondo.
PROCLO.--Te alucinas. Quiero dar por supuesto que conoces las potencias
de su alma, las cuales, en su efusión, han creado para ella un cuerpo
tan hermoso; pero la esencia eterna de esa alma misma, que es lo que yo
amo y por lo que soy amado, estį en un punto inaccesible para ti.
EUMORFO.--æConsientes que me valga de un sķmil?
PROCLO.--Valte de cuantos sķmiles se te ocurran.
EUMORFO.--æQuién es mįs dueńo del mundo, la emperatriz Pulqueria que le
gobierna, o tś que le comprendes?
PROCLO.--Yo, que le comprendo. Aunque Pulqueria poseyese, no ya sólo
este planeta que habitamos, sino todos los demįs planetas, y los astros,
y los cielos, no poseerķa mįs que un burdo remedo del Universo, tal como
el Demiurgo le contempla en el Paradigma, antes de sacar la copia o el
traslado. Pero me inclino a sospechar que eres un majadero, y que no
entiendes ni entenderįs jamįs estas cosas.
EUMORFO.--No te sulfures, maestro. Si yo no entiendo esas cosas,
entiendo otras mįs fįciles y agradables de entender. Asclepigenia tendrį
quizį su Demiurgo y su Paradigma misteriosos que tś entiendes y posees;
pero sus cielos, sus planetas y sus estrellas, son mķos desde hace
algunos meses.
PROCLO.--æQué palabra dijiste?
EUMORFO.--Dije que Asclepigenia filosofa contigo; que contigo no quiere
ni quiso nunca peligrar; pero que conmigo no hay peligro que no
arrostre.
PROCLO.--Por las divinidades superiores e inferiores, que en larga serie
proceden del Uno, confieso que me duele lo que acabas de descubrirme.
Sin embargo, todo se explica satisfactoriamente dentro de mi sistema.
Las cosas son como son; y no pueden ser mejores de lo que son, porque,
como son, son perfectas segśn su grado.
EUMORFO.--Consuélate con ese trabalengua.
PROCLO.--æY por qué no consolarme? Asclepigenia y yo, con el libre
albedrķo de nuestras almas, dispusimos amarnos, y nos amamos y seguimos
y seguiremos amįndonos eternamente, ayudados del favor divino, que acude
a nosotros en virtud de la plegaria. Contra esto nada puedes tś; nada
pueden tus iguales. Hay, a pesar de todo, en la efusión de las potencias
del alma, algo de corporal que estį sujeto al hado. Esto es lo que he
perdido en Asclepigenia. La fatalidad me lo roba. El libre albedrķo de
ella no ha sido bastante brioso para defenderlo con heroicidad. Pero la
discordia entre el libre albedrķo y el hado serį al fin dominada por la
Providencia, la cual lo purificarį todo, reduciéndolo a la celestial y
maravillosa armonķa, que casi toca y se confunde con el Uno
_hiperhipostįtico_.
EUMORFO.--Tu discurso suena tan peregrino en mis profanas orejas, que me
induce a creer o que eres un prodigio de prudencia semi-divina, o que
estįs loco de atar.
ESCENA VI.
DICHOS, MARINO.
MARINO.--Un respetable anciano pide permiso para entrar a hablarte. Se
llama Crematurgo. Es el mįs rico capitalista del imperio. Ha hecho del
modo mįs filantrópico la mayor parte de sus riquezas. Ha traficado en
cierta clase de individuos, que ya dirigen en los alcįzares los negocios
mįs difķciles, ya sirven sin infundir recelos a los maridos celosos, ya
cantan como serafines en las iglesias. Retirado ahora de esta
fabricación y comercio, se dedica a prestar al gobierno y a los
particulares al cincuenta por ciento al ańo. Con tales virtudes,
excelencias y servicios, no debe chocarnos que haya merecido el favor de
la emperatriz y de sus ministros, los cuales le colman de distinciones.
Ya le han nombrado conde Palatino y se anuncia que van a crear para él
el tķtulo singular y nuevo de _Sebastocrįtor_.
PROCLO.--æY qué pretenderį de mķ ese tunante? Vamos, dile que entre y le
oiremos.
(Vase Marino.)
EUMORFO.--Y yo æqué hago?
PROCLO.--Escóndete de nuevo donde estabas.
(Vase Eumorfo.)
ESCENA VII.
PROCLO, CREMATURGO.
CREMATURGO.--”Oh faro de las mįs altas especulaciones! ”Oh déspota de
los genios y demįs poderes sobrenaturales!...
PROCLO.--Estį bien. No me adules. Di qué pretendes de mķ.
CREMATURGO.--Tś, que lo sabes todo, æno podrķas decirme de qué medio me
valdré para que mi amada sea mķa, solamente mķa?
PROCLO.--No llega tan lejos mi saber. Si llegara, le hubiese yo empleado
en favor mķo, que buena falta me ha hecho.
CREMATURGO.--Veo que tu saber no vale un comino. Harto me lo sospechaba
yo.
PROCLO.--Expon, no obstante, tu caso, y allį veremos si puedo remediarte
o darte al menos algśn consejo śtil.
CREMATURGO.--Yo estoy prendado de la mįs hermosa mujer que hay en
Byzancio. Por ella hago descomunales desembolsos. No hay primor, ni
refinamiento, ni objeto de arte, que ella no logre por mķ. He traķdo
para ella telas bordadas del paķs de los Seras, alfombras de Ctesifón,
perlas y diamantes, papagayos y monos de la India, perfumes y oro de
Arabia, y chales de Cachemira. Su palacio encierra muebles incrustados
de marfil y nįcar, estatuas de mįrmol de Paros, vajillas de plata, vasos
de Nola y jarrones del extremo Oriente, que tienen un barniz desconocido
en los imperios de persas y de romanos. Ella hace visitas a mi costa en
silla de manos lindķsima, o se pasea o va al circo o al hipódromo en
reluciente carroza o _harmamaxa_, tirada por cuatro blancos caballos. En
fin, nada le falta. æCómo me compondré para que ella no me falte a mķ?
PROCLO.--Lo discurriremos. Para mayor ilustración del asunto, infórmame
de quién es esa dama que tan caro te cuesta.
CREMATURGO.--Es Asclepigenia, la hija del filósofo Plutarco.
PROCLO.--”Profundos cielos! æQuién lo hubiera podido imaginar en la
vida? Tś eres mi rival.
CREMATURGO.--æTu rival? Pues qué, ætambién a ti te ama? æQué le das tś,
esqueleto pordiosero y ambulante?
PROCLO.--El alma, la esencia eterna. Pero sabe ”oh sįtiro vetusto! que
todavķa tienes otro rival. Sal, Eumorfo.
ESCENA VIII.
DICHOS, EUMORFO.
CREMATURGO.--æQué descaro es este? æCómo te atreves, Eumorfo, a
presentarte y a rivalizar conmigo? Tengo en mi poder cuatro pagarés
tuyos vencidos y archivencidos, y voy a ejecutarte mańana.
EUMORFO.--Refrena tu furor, generoso magnate. Yo ignoraba que
Asclepigenia te perteneciera.
CREMATURGO.--Sea como sea, lo cierto es que Asclepigenia nos ha burlado
a los tres galanes. El acaso, æqué digo el acaso? la diosa Minerva nos
ha reunido aquķ para desengańarnos. Vamos a ver a Asclepigenia y a
decirle lo que merece. Ella me aguarda solo. Venid en mi compańķa.
EUMORFO.--Vamos.
PROCLO.--Vamos. (Proclo toma su bįculo de filósofo, y salen juntos los
tres.)
ESCENA IX.
Estrado o parastasio rico y elegante en casa de Asclepigenia adornado
con estatuas y pinturas, e iluminado con lįmparas, unas pendientes del
techo, otras colocadas sobre mesas délficas.
ASCLEPIGENIA Y ATENAIS.
(La primera aparece reclinada, casi tendida lįnguidamente en un
_esquimpodio_ o silla-larga. Atenais, a su lado, en un taburete.)
ATENAIS.--æCon que has visto a tu primer amor?
ASCLEPIGENIA.--Sķ, le he visto. Me ha dado lįstima. Estį flaco, pįlido,
apergaminado. Y luego ”qué sucio! Doy por cierto que en los quince ańos
que ha vivido lejos de mķ no se ha lavado una vez sola ni siquiera las
manos.
ATENAIS.--Ese grave defecto tiene el espiritualismo o misticismo, que
ahora priva y cunde. Parece que las virtudes a la moda exigen que sean
puercos los virtuosos.
ASCLEPIGENIA.--Y no es eso lo peor, sino que se apodera de los įnimos
una tristeza vaga y sofķstica que los enerva; tristeza que los antiguos
apenas conocieron; un menosprecio del mundo y de las dulzuras de la
vida, que despuebla las ciudades y puebla los desiertos; un desdén del
bienestar y de la riqueza, que roba brazos a la agricultura y a la
industria; y una mansedumbre resignada, que amengua el valor del
ciudadano y del guerrero. Mįs que Atila y todos los bįrbaros, me hacen
prever estos sķntomas la total ruina de la civilización. Pero volviendo
a la suciedad y descuido en la persona, te aseguro que me ha dado grima
ver a Proclo. Ofende toda nariz medianamente delicada.
ATENAIS.--Cruel inconveniente es ese si has de vivir con Proclo.
ASCLEPIGENIA.--Yo sabré remediarle. No me meteré en discusiones ni en
consejos, sino que, a modo de broma, haré que mańana le cojan dos
esclavos antes de comer, le soplen en un bańo y me le laven y frieguen
con pasta de almendra, y me le froten con aromoso _diapasma_. Él mismo
se sentirį mejor después, y tomarį la costumbre de lavarse.
ATENAIS.--Pero, declįrate con franqueza; a pesar de estį Proclo tan
viejo, tan estropeado y tan sucio, æle amas todavķa?
ASCLEPIGENIA.--Le amo y le adoro. Se me figura que él es la śltima
encarnación del maravilloso genio de Grecia. Amįndole, se magnķfica y
ensalza todo mi ser, hasta considerarme yo misma como la ciencia, la
poesķa, la civilización griega personificada.
ATENAIS.--En efecto, Proclo es el prķncipe de los filósofos. Tu padre
Plutarco y mi padre Leoncio, notable filósofo también, le veneraban como
superior a ellos. Comprendo, pues, que ames a Proclo.
ASCLEPIGENIA.--Una doncella tan sabia, educada con esmero en Atenas; una
poetisa tan inspirada como tś, en quien veo renacer, en edad temprana,
las altas prendas de Hipatia, no podķa menos de comprender este amor mķo
que descuella sobre mis otros amores.
ATENAIS.--Es un dolor que no pueda ser el śnico.
ASCLEPIGENIA.--La culpa, hasta cierto punto, la tiene el pķcaro
misticismo. Por él nos separamos. Sin él hubiéramos vivido juntos,
hubiéramos sido humanamente amantes y esposos, y ni yo hubiera caķdo,
ni Proclo hubiera llegado a ser, con lamentable precocidad, y quedįndose
pobre, un vejestorio tan incapaz, y tan feo.
ATENAIS.--Tu propósito era difķcil. No extrańo que no hayas podido
cumplirle. El temple de alma de la emperatriz Pulqueria es rarķsimo.
ASCLEPIGENIA.--æQué temple de alma ni qué calabazas? Ella es emperatriz
y no necesita de un Crematurgo.
ATENAIS.--æTiene acaso algśn Eumorfo?
ASCLEPIGENIA.--”Vaya si le tiene! Nadie lo ignora, menos tś, que estįs
en Babia, y Marciano, que hace la vista gorda.
ATENAIS.--æY quién es ese feliz mortal?
ASCLEPIGENIA.--El lindo y gracioso Paulino.
ATENAIS.--Pues no tiene mal gusto la santa.
(Aparece una sierva.)
SIERVA.--Seńora, Crematurgo pide licencia para entrar.
ASCLEPIGENIA.--Que entre. (Vase la sierva.)
ATENAIS.--æMe retiro?
ASCLEPIGENIA.--Retķrate. (Vase Atenais.)
ESCENA X.
ASCLEPIGENIA, CREMATURGO, PROCLO Y EUMORFO. (Asclepigenia se pone de pié
para recibirlos.)
ASCLEPIGENIA.-”Qué agradable sorpresa! æQué significa venir los tres
juntos a mi casa?
CREMATURGO.--Envidiable frescura te concedió el cielo. æCómo, al vernos
entrar juntos a los tres, no tiemblas, no te asustas, no te hundes
avergonzada en el centro de la tierra?
EUMORFO.--Eso mismo repito yo. æCómo no te hundes en el centro de la
tierra?
CREMATURGO.--”Inicua! Nos estabas engańando a todos.
EUMORFO.--Esto pasa de castańo oscuro. ”Tres al mismo tiempo!
CREMATURGO.--æQué puedes alegar en tu defensa?
EUMORFO.--Con razón enmudeces.
ASCLEPIGENIA.--Yo no enmudezco ni con razón ni sin ella. A fin de
probaros que la razón no me falta, os contaré una parįbola, si tenéis
calma para oķrla.
CREMATURGO.--Cuenta.
EUMORFO.--Te escucho.
ASCLEPIGENIA. (A Proclo, que ha estado y sigue silencioso desde que
entró.) Y tś, æqué dices?
PROCLO.--Nada. Te escucho también.
ASCLEPIGENIA.--En el jardķn de este palacio hay un rosal, que estaba
casi seco y perdido por hallarse en terreno estéril.--æQué necesita? me
dije yo al contemplarle.--Mantillo, me respondķ. Es menester que de las
sustancias corrompidas que en el mantillo hay absorba el rosal la savia
vivificante que ha de dar lozanķa, gala y primor a sus hojas y a sus
flores. Cubrķ, pues, con mantillo las raķces y el pié del rosal, y el
rosal ha reverdecido y florecido como por encanto. La verdura de sus
hojas es brillante: sus rosas son divinas. Los pétalos de estas rosas
tienen el color encendido del alba: el centro parece cįliz de oro: en el
cįliz hay miel. æQué ser delicado, elegante, ligero, bonito, en armonķa
con la rosa, podrį tocar sus pétalos sin marchitarlos, y libar la miel
del cįliz con la correspondiente suavidad y finura?--Una aérea, pintada
y alegre mariposa, pensé yo. Y apenas lo hube pensado y deseado, acudió
la mariposa mįs gentil y juguetona que he visto en mi vida; y
revoloteando en torno de la rosa, se posó en su seno, sin ladear apenas
el flexible tallo, y libó la miel del cįliz de oro. Noté, sin embargo,
que esto no bastaba. De la rosa se desprendķa exquisita fragancia, que
iba disipįndose por el ambiente y que el céfiro esparcķa en sus alas. En
la rosa habķa asimismo belleza extraordinaria, reflejo de la idea;
perfección de formas, que encierra puros pensamientos artķsticos. Esto
sólo puede comprenderlo la inteligencia. Sólo el espķritu puede gozar de
todo esto. Es asķ que la mariposa no tiene inteligencia, ni espķritu, ni
siquiera olfato: luego al rosal le faltaba lo mejor. Sus prendas de mįs
valķa quedaban sin fin y sin propósito. Entonces vi claro que, si el
mantillo y la mariposa eran indispensables para el rosal, eran mįs
indispensables aśn mente elevada, espķritu y conciencia, que le
comprendiesen y admirasen. Aplicad ahora la parįbola y reconoceréis mi
justificación. Yo soy el rosal; tś, Crematurgo, eres el mantillo; tś
Eumorfo, la mariposa; y Proclo es la nariz que aspira el aroma y la
mente que estima la beldad y goza dignamente de ella. æQué culpa
adquiere el rosal de que nada sea completo en este bajo mundo? ”Lįstima
es que no se logren mantillo, mariposa, narices y mente en un ser solo!
Como el rosal requerķa todo esto y no se hallaba reunido, he tenido que
buscarlo por separado.
CREMATURGO.--Pues yo no me avengo. No quiero ser mantillo y nada mįs.
”Adiós, ingrata! (Vase.)
EUMORFO.--Tampoco me resigno yo a ser una mariposa ininteligente, sobre
todo cuando por amor tuyo me habķa puesto ya a estudiar filosofķa.
”Adiós infame! (Vase.)
ESCENA XI.
ASCLEPIGENIA, PROCLO.
ASCLEPIGENIA.--Mantillo y mariposa me abandonan. æMe abandonarįs tś
también, Proclo mķo?
PROCLO.--Confieso que mi alma estį destrozada. Tal vez harķa yo bien en
huir de tu lado para siempre; pero hay una fuerza que me retiene cerca
de ti. En balde he querido espiritualizar, santificar la civilización
antigua, risueńa y amante de la hermosura, pero liviana. No acierto, con
todo, a divorciarme de ella. Soy de ella. Soy tuyo sin remedio. El
vergonzoso y duro desengańo no mata el amor de mi corazón al derribar
todo el edificio filosófico que con tanto afįn y arrogancia habķa yo
levantado. Se me figura que cae sobre mķ el justo castigo de la
soberbia del espķritu. El espķritu se apartó con desdén de la
naturaleza; quiso elevarse por cima de la inteligencia y de la causa;
pugnó por ir mįs allį del ser mismo; aspiró a confundirse con el
principio inmutable de todo ser. La unión mķstica, de que tanto me he
envanecido, fue sin duda ilusión malsana. El principio indefinible del
ser, con el cual yo creķa unirme, y del cual todo lo que se afirma es
negando, era el no ser: era la nada. Mi supuesta identificación con él
fue muerte egoķsta. No fue la muerte generosa de aquel que, amando la
vida, sabe darla por el triunfo de una noble idea; por su patria; por la
felicidad del objeto amado. Mi prurito de perderme en el Uno,
absorbente, impersonal, que todo lo tiene en sķ y nada tiene, es la mįs
monstruosa perversión del espķritu. Es no saber vivir y gozar en el seno
de este vario y bello Universo. Es crear un misticismo contrario al
amor. Mi misticismo reconcentra el alma: el amor la difunde. Apartado el
espķritu de la naturaleza, æqué se puede esperar sino lo que veo y
lamento ahora? O el delirio que toma la nada por el principio del ser, o
la vileza, el rebajamiento, la impura groserķa y el brutal apetito de
goces materiales, triunfantes en la naturaleza, en la sociedad y en todo
pensamiento, cuando el espķritu los abandona. En cambio, æqué vale el
espķritu que se aparta del mundo real, creyendo adorar lo divino y
adorįndose a sķ propio? Ni para resistir los golpes del infortunio mįs
vulgar conserva brķo suficiente. æQué energķa de voluntad me queda? Sólo
soy capaz de vil y cobarde resignación o de morirme aquķ de pena, como
mujercilla nerviosa. ”Qué vergüenza! No puedo mįs. ”Ay de mķ!
(Proclo cae desmayado en la silla-larga.)
ASCLEPIGENIA.--”Atenais! ”Atenais! ”Acude! ”Oh desgracia! Acude; trae un
pomo de esencias. ”Nos quedamos sin filosofķa! Ya no hay filosofķa
posible. Ya no hay mįs que ciencias positivas y prosaicas. Mi filósofo
se me muere. (Se inclina sobre él y le abraza con la mayor ternura.)
Huele mal; pero... ”es tan sabio! ”es tan bueno!
ESCENA XII.
DICHOS, ATESTAIS.
(Atenais ayuda a Asclepigenia a cuidar a Proclo, aplicando un pomo de
esencias a sus narices)
ATENAIS.--Cįlmate. No es nada. Ya vuelve en sķ.
ASCLEPIGENIA.--”Buen susto me he llevado! ”Pobrecito mķo de mi alma!
”Qué malo se me puso!
PROCLO. (Se levanta.)--Perdóname, amiga. Ha sido un momento de
debilidad. (Reparando en Atenais.) æQuién es esta gallarda doncella?
ASCLEPIGENIA.--Es Atenais, hija de Leoncio.
PROCLO.--”La hija de mi docto e ilustre amigo!... ”El cielo te bendiga,
Atenais!
ASCLEPIGENIA.--æMe perdonas, Proclo?
PROCLO.--No hablemos mįs de lo pasado: olvidémoslo.
ASCLEPIGENIA.--æVivirįs conmigo?
PROCLO.--No quiero ni puedo vivir ya sin ti. Tś serįs el lucero que
ilumine con su luz apacible la melancólica tarde de mi existencia. Estas
blancas y suaves manos (las toma entre las suyas) cerrarįn con amor mis
pįrpados cuando se junten para dormir el śltimo sueńo.
ASCLEPIGENIA.--Contigo no echaré de menos ni la riqueza, ni la hermosura
corporal... æQué mįs hermosura, que mįs riqueza que el tesoro de tu
alma? Si es menester, viviremos en la mayor estrecheza. Algo se me
estropearįn las manos de guisar y de remendarte la ropa. La elegancia,
el esmero, el perfume de aristocrįtica distinción se desvanecerįn casi
por completo cuando vivamos mķseramente. æPero qué importa? æYo poseeré
tu alma y tś la mķa?
PROCLO.--No ha de ser asķ. No consentiré que se pierda o que se
deteriore ni una chispa, ni un įtomo de toda esa beldad que te dio
naturaleza y que el arte ha completado y realzado. Yo ganaré riquezas
para ti. Para ti tendré hermosura corporal y juventud lozana.
ASCLEPIGENIA.--No te alucines, Proclo. La juventud que se fue, no vuelve
nunca. Venus Urania no te visitó sin motivo. En cuanto a la riqueza, doy
por cierto que no ganarįs jamįs un óbolo con toda tu filosofķa, a no ser
que apeles al milagro.
PROCLO.--Pues bien; al milagro apelo. Ahora vas a ver quién yo soy.
”Aquķ te quiero, oh Teurgia! Para algo me has de servir. Hasta ahora,
Asclepigenia idolatrada, has poseķdo en Eumorfo y en Crematurgo
hermosura, juventud y riquezas, contingentes, limitadas y caducas. De
hoy en adelante vas a poseer la juventud, la hermosura y la riqueza, en
absoluto y para siempre. Guardad silencio religioso. Ya empieza el
conjuro.
(Profundo silencio. Proclo, agitando su bįculo, traza en le aire
cķrculos y otras figuras mįgicas, y murmura entre dientes palabras
ininteligibles. Óyese mśsica celestial, lenta y sumisa. En el centro del
teatro se va cuajando una brillante y cįndida nube, con arreboles de
carmķn, oro y nįcar.)
ASCLEPIGENIA Y ATENAIS.--”Qué portento!
PROCLO.--Ocultos en esa nube tienes ya, a tus órdenes y para tu
servicio, en reemplazo de Eumorfo y de Crematurgo, al flechero Apolo, al
mįs elegante y bonito de los dioses, y al hijo de Jasión y de Céres, al
ciego Pluto, dispensador de las riquezas. æQuieres que salgan con
séquitos de musas, gracias, ninfas, y genios, o que salgan solos?
ASCLEPIGENIA.--Que salgan solos. Ya les iré pidiendo, en la sazón
conveniente, todo aquello que se me ocurra.
PROCLO.--”Apareced, dioses!
(Se abre la nube, y salen de ella, con mucha luz de Bengala, Pluto,
cojo, ciego y alado, y Apolo, muy bizarro y airoso, con manto de
pśrpura, corona de laurel y lira en mano.)
PROCLO.--æQué mįs tienes que pedir?
ASCLEPIGENIA.--Nada. Yo me contentaba con tu amor.
PROCLO.--Recapacita, sin embargo, si algo te falta.
ASCLEPIGENIA.--Si no me motejases de sobrado pedigüeńa y exigente, aśn
te pedirķa una cosa.
PROCLO.--æCuįl?
ASCLEPIGENIA.--Que te laves.
PROCLO.--Me lavaré.
ATENAIS.--Ya eres dichosa. Posees ciencia, hermosura, juventud, riqueza
y hasta aseo. Yo, desvalida y menesterosa, lejos de envidiarte, me
regocijo.
PROCLO.--El cielo te premiarį, generosa Atenais. Yo, que estoy ahora
inspirado, leo en el porvenir tu egregio destino. El joven Teodosio, a
quien educa muy bien su hermana Pulqueria, a fin de que brille en el
trono imperial, se casarį contigo. Asķ serįs emperatriz de Oriente.
Serįs feliz y poderosa sin acudir a la magia; pero tendrįs que hacerte
cristiana. Por śltimo, para que nuestra gloria y nuestra felicidad sean
mįs estupendas y vividoras, después que pasen troce o catorce siglos,
contando desde el dķa de la fecha, aparecerį en la risueńa y fértil
Bética, cuna de la dinastķa reinante y patria de tu abuelo polķtico el
Gran Teodosio y de otra infinidad de personas eminentķsimas, cierto
escritor ingenioso y verķdico, el cual ha de componer sobre los sucesos
de esta noche un diįlogo, donde trate de competir con el divino Platón
en lo elevado y grave, y con el satķrico Luciano en lo chistoso y
alegre.
ATENAIS.--Mucho me he de holgar si tus vaticinios se cumplen.
ASCLEPIGENIA.--Y yo también. Temo, sin embargo, que ese diįlogo, que
Proclo anuncia, sea una extravagancia sin amenidad y sin viveza, donde
nosotros figuremos, no como seres reales, sino como personajes
alegóricos: donde Proclo y yo representemos la antigua poesķa sensual y
corrompida y el antiguo saber agotado, desesperado y estéril, que para
seguir viviendo juntos se entregan a brujerķas y supersticiones.
ATENAIS.--Si esa alegorķa puede tener alguna aplicación cuando el
diįlogo se escriba, tal vez interese el diįlogo.
ASCLEPIGENIA.--Suceda lo que suceda, no debe importarnos mucho. Allį se
las haya el autor. Nosotros cinco, mortales y dioses, vįmonos al
triclinio, donde tengo preparada una suculenta y bien condimentada cena.
MORTALES Y DIOSES.--Vįmonos a cenar.
GOPA
DIĮLOGO FILOSÓFICO EN TRES CUADROS.
CUADRO I.
La escena es en la ciudad de Capilavastu: 593 ańos antes de Cristo.
Interior del magnķfico palacio del Prķncipe Sidarta. Es de noche. Cįmara
del tįlamo, iluminada por una lįmpara de oro.
GOPA.--PRATYAPATI.
PRATYAPATI.--Los mįs vigilantes siervos del rey Sudonįn rondan en torno
de este palacio. Las puertas de la ciudad estįn defendidas. No se irį.
Es menester que no se vaya. Sin él æqué serį de nosotras? Con igual
vehemencia le amamos, aunque de manera distinta. Yo le amo como si fuera
mi hijo. Cuando, a poco de darle vida, murió BU madre Maya Devi, por
encargo suyo quedó Sidarta a mi cuidado. No quisieron los dioses que
ella viviese, para que no padeciera lo que nosotras padecemos hoy.
GOPA.--Inmenso dolor nos agobia. æPor qué anubla su hermosa frente
irremediable tristeza? æPor qué desea abandonarnos? æQué falta, qué
mengua encuentra en mķ? Yo le hubiera preferido a los dioses, como
Damayanti prefirió a Nal. Mi ventura se cifra en obedecerle con humildad
y en ser toda suya. ”Ingrato! Su corazón insaciable no logra aquietarse
en mi amor. Su noble cabeza jamįs reposa tranquila sobre mi seno. Ya no
me ama. Me juzga indigna de su carińo.
PRATYAPATI.--No te atormentes, ”oh Gopa! Sidarta te ama. Para él eres tś
el ser predilecto entre todos los seres. Pero de amor nace su pena. Amor
es su martirio. Amor le devora, creando en su alma una piedad infinita,
que no consiente ni deleite, ni goce, ni paz tan sólo. Todos los males
de la vida pesan sobre su corazón, que abarca en su afecto la vida de
los tres mundos. Amor, primogénito de la naturaleza, por una fatal
expansión de su esencia divina, dio ser a cuanto vive; y con la vida
nacieron el dolor, la pobreza, la enfermedad y la muerte. Se dirķa que
Sidarta es la encarnación, el avatar de Amor, que llora y lamenta haber
creado la vida; que padece en sķ cuanto todo ser que tiene vida padece,
y que anhela retrotraer la vida a la nada para que el padecimiento
acabe.
GOPA.--Efķmera es la vida: el padecimiento que de ella nace debe de
serlo también.
PRATYAPATI.--No, Gopa; la vida no tiene término. La muerte es cambio, no
fin. Arrastrados en la perpetua corriente, mudamos de forma, pero no de
esencia, la cual renace o reaparece siempre para el dolor. En este
sentido, los dioses, los asuras y los hombres son igualmente inmortales.
GOPA.--æY no hay ningśn dichoso?
PRATYAPATI.--Ninguno. La infelicidad es la primera condición de la vida.
GOPA.--æY por qué Amor creó la vida, y la infelicidad con ella?
PRATYAPATI.--Porque Amor no fue libre. Como del sol brotan los rayos,
como el agua mana de la fuente, asķ de Amor brotó y manó la vida. Sólo
movido de compasión sublime, en virtud de un esfuerzo superior a lo
humano y a lo divino, recogiéndose en sķ con abstracción portentosa,
lograrį Amor recoger también en sķ la vida y darle quietud eterna.
GOPA.--Veo que piensas como Sidarta. Aplaudes, sin duda, su propósito,
que yo no comprendo.
PRATYAPATI.--Hasta cierto punto pienso como él; pero su propósito es
audaz, me parece irrealizable, y por audaz e irrealizable no le aplaudo.
Si él estuviese llamado, como cree, a ser el libertador de los hombres,
yo verķa y harķa con gusto cuantos sacrificios hay que hacer para
lograrlo.
GOPA.--”Oh Pratyapati! ”Cuįn encontrados sentimientos son los nuestros!
Si tś le amas como madre, yo, como esposa, como mujer enamorada le amo.
Este modo de amar es menos fuerte, por lo comśn, que el amor de madre.
En el amor de madre hay mucho que nace de las entrańas y que allķ se
arraiga. Por eso, no ya las mujeres, sino las mismas fieras aman a sus
hijuelos. La mujer enamorada de un hombre, cuando sólo le ama con el
amor de las entrańas, no le ama mįs que le ama su madre; pero cuando le
ama también con el amor del espķritu, le ama mil y mil veces mįs que la
madre mįs amorosa; le idolatra; le mira como a un dios; tiene fe en él;
le cree capaz de todo lo grande y de todo lo bueno; piensa que de la
voluntad de él, que es ley para ella, han de nacer el milagro, el bien y
la bienaventuranza para todos. No sé, no comprendo el propósito de
Sidarta; pero sé y comprendo que serį bueno su propósito, y que le
lograrį, si quiere. Si para que le logre he de hacer yo el mayor
sacrificio, pronta estoy a hacerle.
PRATYAPATI.--”Oh desventurada y débil mujer! æQué mķsera resignación es
la tuya? Tś sola puedes detener al Prķncipe con la deleitosa cadena de
tu afecto; mas la veneración que el Prķncipe te inspira te excita hasta
a romper esa cadena. La violencia no bastarį a retenerle; pero si tus
blancos y suaves brazos le cautivan, æcómo te apartarį de sķ para ir a
donde sueńa que su vocación le estį llamando? El Rey pone en ti su
esperanza. No la defraudes. Reten a Sidarta con el hechizo de tu amor y
de tu hermosura. No le dejes partir.... Siento pasos. Sidarta viene. No
quiero que me halle aquķ. Animo, ”oh Gopa!
(Se va Pratyapati.)
GOPA.--Animo.... para detenerle no me falta; no le necesito. Para
dejarle partir he menester de todo mi valor.
(Entra el Prķncipe.)
SIDARTA (abrazando a Gopa)--”Esposa mķa!
GOPA.--Dime la verdad. æMe amas aśn?
SIDARTA.--Te amo mįs que nunca.
GOPA.--æPor qué, entonces, estįs inquieto, triste y como desesperado?
æPor qué no se aquieta en mķ tu voluntad?
SIDARTA.--Si no te amase, mi voluntad no se aquietarķa en ti, porque
buscarķa mįs alto objeto de su amor. Amįndote, no se aquieta tampoco,
porque teme perderte. En breve plazo nos separarį el destino, y
renaceremos bajo nuevas formas para no volver acaso a encontrarnos
jamįs. Y no nos separaremos en la plenitud de la hermosura y de la
fuerza, jóvenes y robustos aśn, sino tal vez marchitos por la vejez y
sobrecargados de disgustos y enfermedades. Esto harį que el afecto que
hoy nos tenemos se trueque en desvķo y en horror, o dé origen a una
piedad dolorosa. Pero aunque tś y yo ”oh hija de Dandapani! logrįsemos
revestirnos de juventud perpetua y disfrutar perenne salud, viviendo
unidos y enamorados siempre, nunca serķamos felices, como no fuésemos
egoķstas. El dolor de cuanto respira, el padecer de cuanto alienta, la
muerte de cuanto vive y el espantoso espectįculo de la miseria humana
acibararķan nuestra ventura, o nos harķan indignos de gozarla por la
dureza de nuestros pechos sin compasión y por la sequedad de nuestros
ojos sin lįgrimas.
GOPA.--Tus razones son tan poderosas para mķ, que no sé cómo responder
a ellas. Si algśn engańo contienen, no seré yo quien te saque del
engańo; caeré en él contigo. Es cierto: lo sé por experiencia propia: no
hay dicha cumplida. Ni cuando tś, violentando la dulce modestia de tu
condición y prestįndote al capricho de mi padre, te presentaste a
competir con mis pretendientes, y en la lucha, en la carrera, en
disparar flechas y en esgrimir las demįs armas, los venciste; ni cuando
me revelaste que me amabas; ni cuando toda yo fui tuya; ni cuando sentķ
en mi seno agitarse viva tu imagen; ni cuando alimenté a nuestro hijo
con la leche de mis pechos; ni cuando, sentado en mi regazo, aquel claro
descendiente de Gotama respondió por vez primera a mi sonrisa con su
sonrisa y atinó a pronunciar tu nombre y el mķo; nunca dejaron de
acibarar mi contento el temor de perder el bien que le causaba y la
consideración de que nuestro contento y nuestro bien eran privilegio
odioso, eran contravención de la ley que condenó a los hombres a general
infortunio. Pero dime; si me amas, ænuestro infortunio no serį mayor
separįndonos? æPor qué, pues, me huyes? Afirman que nos quieres
abandonar a todos. æQué propósito llevas? Porque el dolor sea general y
necesario, æhemos de acrecentarle por nuestra voluntad, como lo
acrecentarįs si nos abandonas?
SIDARTA.--Bien sabes, hermosa nieta de Iksvacś, que por mi voluntad no
se ha derramado jamįs una sola lįgrima. æCómo habķa yo de darte
voluntariamente el pesar mįs pequeńo? Jamįs me apartarķa yo de tu lado,
si esto me fuera lķcito; pero no debo ocultįrtelo por mįs tiempo: un
deber imperioso me impulsa a ir lejos de ti.
GOPA.--æNo te alucina, no te extravķa ese deber?
SIDARTA.--No es posible que me alucine. Mi resolución no ha sido sśbita,
sino nacida de largas y profundas meditaciones. Yo quiero y puedo
libertar a los hombres de la miseria, del dolor y de todos los males:
mostrarles el camino de la redención, redimiéndome yo mismo. Mi
inteligencia, abstrayéndose de todo, desdeńando los deleites ilusorios
con que nos brinda el Universo, en la contemplación de sķ propia, en el
éxtasis, irį poco a poco alcanzando la suprema sabidurķa, elevįndose por
cima de los dioses y de los asuras, adquiriendo un poder mįgico que
rompa la ley fatal del encadenamiento de las causas; y, por śltimo,
llegada al colmo de su brķo, realizada toda la virtud de su esencia, se
extinguirį para siempre, como se extingue la llama cuando da al mundo
toda la luz y todo el calor que estįn en ella latentes. Mi vida serį asķ
ejemplo y dechado para los que aspiren, como yo, a salir de la esfera
tempestuosa de la vida y de las mudanzas sin fin, y busquen la paz
eterna. Obra fatal de Amor, efusión de su esencia divina fue este
Universo tan lleno de dolor. Sean obra reflexiva de Amor el
aniquilamiento, el silencio y el reposo que nos salven del tumulto y de
la guerra. Limitación y mengua son el fundamento de nuestra vida como
individuos. Rompamos el lķmite, completemos el ser para que no tenga
mengua alguna, y entonces nuestra existencia sin lķmites, y entera, sin
mengua ni falta, serį como si no fuese.
GOPA.--El fin a que caminamos es para los ojos de mi mente tenebroso
como el abismo. Como en el abismo, hay en él algo que me seduce y que me
atrae. No penetro, sin embargo, lo que puede ser este fin; pero los
móviles que a él te llevan son generosos, admirables, dignos de tu alma.
Sidarta mķo, aun cuando fuese errada la dirección que llevas, es tan
noble el impulso que por ella te ha lanzado, que, lo presiento con
orgullo, las generaciones futuras por siglos y siglos habrįn de
bendecirte y ensalzarte como al mįs glorioso de los hombres. Mil tribus,
naciones y pueblos seguirįn tus huellas y aprenderįn tu doctrina. Por mi
amor de esposa, por el amor que tengo a nuestro hijo, quisiera oponerme
a tu empresa y retenerte a mi lado; pero el amor de tu gloria, que
reflejarį en mķ y en tu hijo, me mueve a no impedir tu partida, aunque
el impedirla estuviera a mi alcance. Ve, pero llévame contigo. Déjame
primero compartir tus trabajos y después tu triunfo.
SIDARTA.--No puede ser. Debo partir solo.
GOPA.--Mi corazón se deshace de dolor; pero me resigno devotamente. æY
cuįndo, bien mķo, ha de ser tu partida?
SIDARTA.--En el instante, ”oh hermosa nieta de Iksvacś! Estamos en la
mitad de la noche. Mira al claro cielo. æVes aquella luz que brilla en
Oriente? Es mi estrella, que se levanta para iluminarme y guiarme.
Chandac, mi escudero, tiene enjaezados los caballos. Los que guardan la
puerta oriental de Capilavastu, por donde ya asoma mi estrella, estįn
ganados y me dejarįn partir. Queda en paz, ”oh Gopa!
GOPA.--”Oh seńor del alma mķa! Tu esclava gemirį abandonada por ti
mientras viviere. Si no lo repugnas, ya que no a la mujer querida,
concede el śltimo favor a la madre de tu hijo. Sella mi rostro con tus
labios.
(Sidarta besa a Gopa en silencio. Gopa le estrecha en sus brazos y le
besa también. Sidarta se desprende de ella con suavidad y huye. No bien
Sidarta desaparece, Gopa cae desmayada.)
CUADRO II.
Sigue la escena en la ciudad de Capilavastu: 593 ańos antes de Cristo.
Es de dķa. La misma cįmara del tįlamo.
GOPA y PRATYAPATI.
PRATYAPATI.--Quiero decķrtelo, aunque sea dura contigo. No; tś no le
amas, ya que estaba en tu mano detenerle y le dejaste partir.
GOPA.--Él es mi seńor; yo, su sierva. No estaba en mi mano detenerle. Su
voluntad es firme y superior a todos mis halagos; pero, aun pudiendo yo
detenerle, no le hubiera detenido.
PRATYAPATI.--æPor qué? æAcaso crees en su doctrina?
GOPA.--Yo creo en el impulso magnįnimo que le mueve, y esto me basta:
creo en su dulce compasión por todos los seres; en su amor a los
hombres, a quienes mira como a hermanos, sin distinción de castas; y en
su deseo vehemente de enseńarles el camino de la virtud y de la paz.
Sólo no creo en una cosa de las mįs esenciales que él afirma; y si de
esto dudo, o mįs bien, si esto niego, es por lo mucho que le amo. æCómo
he de creer yo en nuestra incurable miseria, en nuestro inconsolable
dolor, y en que la actividad de la mente es don funesto, cuando, en el
colmo de mi amargura, abandonada por él para siempre, todavķa vale mįs
el recuerdo de la dicha alcanzada y de la honra obtenida en ser suya que
todo el pesar del abandono en que me deja? æCómo he de creer que la vida
es un mal, cuando veo y columbro la suya, que ha de ser fuente de tantos
bienes? æCómo he de apreciar en poco la vida, cuando el precio infinito
de la vida de él bastarį para el rescate del linaje humano? æCómo he de
llamarme infeliz y no bienhadada, si el fruto de su amor vive en nuestro
hijo, si la gloria de su nombre me circundarį de fulgores inmortales, y
si el recuerdo de que ha sido mķo, de que le he tenido a mis plantas,
idolatrįndome, embelesado en la contemplación de mi belleza, a par que
lisonjea mi orgullo, es inagotable manantial de consuelo para mi alma?
PRATYAPATY.--No es hondo el dolor que tan fįcilmente halla consuelo. No:
tś no le amas.
GOPA.--Quien no ama ni entiende de amor eres tś, Pratyapati. Porque le
amo, en el mismo dolor hallo consuelo, y no sólo consuelo, sino deleite
y gloria. Y mientras el dolor es mįs intenso, es la dulzura mįs grata.
Padecer por él, llorar por él, verse condenada por él a soledad horrible
y a viudez prematura, es sacrificio santo que hago en aras de su amor y
que encierra una virtud beatificante. Tś estįs mįs prendada de su
doctrina que de su persona. Yo adoro su persona, y en parte desecho su
doctrina. Por amor suyo la desecho. No es funesto don la luz de mi
inteligencia, ya que alumbra su imagen; no es funesto don mi memoria
inmortal, ya que su recuerdo vive en ella. Abomino del reposo, de la
extinción que él busca y desea, y prefiero un tormento sin fin, con tal
de que viva en mķ el rastro del amor que me tuvo. Bajo la presión de mis
penas darį mi amor su mįs balsįmico aroma, embriagįndome el alma, como
huelen mejor las hierbas y las flores de la selva cuando el villano al
pasar las ofende y las pisa.
PRATYAPATY.--Perdóname, ”oh enamorada mujer! Bien presumķa yo que le
amabas; pero querķa medir la energķa de tu amor. La he negado, para
cerciorarme de ella, oyendo tus palabras. Todavķa tienes que pasar por
un amargo trance, y ansiaba yo conocer el brķo que hay en ti para
sufrirle.
GOPA.--Antes de su abandono, antes de que esta desgracia me hubiese
herido el alma, la imaginación medrosa me fingķa mayor la pena que iba a
sobrevenir, y me menguaba los medios de consuelo. Ahora nada hay ya que
me aterre. El bien que he gozado y perdido mitiga y aun endulza con sus
dejos toda la amargura del mal presente. Mi corazón es cual vaso que ha
contenido un licor oloroso y de sabor gratķsimo. El licor se ha
derramado, pero lo mįs sustancial y rico que en él habķa quedarį para
siempre en el fondo del vaso e incrustado en sus paredes interiores, y
trocarį en miel el acķbar que en él se ponga, y en bįlsamo el veneno.
PRATYAPATY.--Me tranquilizo al notar que el amor que tienes a Sidarta te
da energķa para sufrirlo todo. Sabe, pues, que fue en vano que el Rey
enviase en su persecución a sus mįs fieles servidores. No han podido dar
con él. Sidarta se ha perdido en el seno de impenetrable y sombrķa
floresta. Allķ no es ya el prķncipe Sidarta, sino el įspero penitente
Sakiamśni. Su elegante traje le trocó por el traje de un mendigo. La
negra y rizada cabellera que ceńķa sus cįndidas sienes, formando undosos
y perfumados bucles, se la cortó él mismo, y te la envķa como śltimo
presente. El escudero Chandac tiene el encargo de entregįrtela, y ya se
adelanta a cumplirle, si le dejas penetrar hasta aquķ.
(Gopa hace seńa de que entre, y entra Chandac, trayendo en un plato de
oro la cabellera de su tenor.)
GOPA (tomando en sus manos el plato de oro y colocįndole sobre el
tįlamo.)--”Cuįntas veces, amados cabellos, cuando estabais aśn prendidos
en su cabeza, os besaron mis labios y os acariciaron mis manos! Ya
estįis muertos y separados de él. Estįis muertos porque no tenéis
memoria y no le recordįis. Yo también, separada de él como vosotros,
arrancada de él como la flor de su tallo, carecerķa de vida, si mi vida
no fuese su recuerdo.
PRATYAPATY.--æY por qué no también la esperanza de que volverįs a verle?
GOPA.--Porque el recuerdo es verdadero y leal, y la esperanza falsa y
engańosa; porque el recuerdo evoca para mķ a Sidarta, enamorado, tierno,
humano conmigo; todo él para mķ, y toda yo para él; mientras que la
esperanza me niega para siempre a Sidarta, y sólo me ofrece ahora a
Sakiamśni, y mįs tarde, cuando Sakiamśni alcance su śltima victoria, a
un ser incomprensible, mįs luminoso que los astros, y mayor en poder que
los dioses, pero inferior a Sidarta, joven, hermoso y enamorado.
PRATYAPATI.--”Pero Sidarta serį el Buda libertador de los hombres!
GOPA.--Jamįs el Buda valdrį para mķ lo que Sidarta valķa. Reniego de la
libertad que el Buda me dé, y la trueco mil veces por la esclavitud con
que Sidarta me esclavizaba. Doy la frķa calma que la doctrina del Buda
me proporcione por la agitación y la guerra amorosa que, con las
caricias, los rendimientos, los celos, la ausencia y hasta los desdenes
de Sidarta, me han perturbado y atormentado.
CUADRO III.
La escena es en la ciudad de Francfort sobre el Mein, 1866 ańos después
de Cristo, y 2488 después de Buda.
Habitación del doctor Seelenführer. Es de noche. Una lįmpara de petróleo
ilumina la estancia, donde hay mucho librote.
El doctor SEELENFÜHRER y el AUTOR.
AUTOR.--Aseguro a V., mi querido doctor Seelenführer, que cada dķa estoy
mįs encantado de haber contraķdo con usted estas relaciones amistosas.
Oyendo a V. comprendo el movimiento intelectual de Alemania, en lo que
tiene de mįs hondo, y por consiguiente el de toda Europa, porque (æcómo
no confesarlo?) Alemania es nuestro norte en ciencias y en filosofķa,
casi desde Leibnitz, y sobre todo desde Kant. Usted es un resumen vivo
de cuanto ahora se sabe o se supone que se sabe: usted es un sabio a la
śltima moda. Todo esto me divierte mucho, porque no puede V. figurarse
lo aficionado que soy a la filosofķa; pero confieso que hay dos cosillas
que me afligen.
SEELENFÜHRER.--Dichoso V., a quien sólo afligen dos cosillas. ”A mķ me
afligen y me desesperan todas!
AUTOR.--Pues justamente es ésa una de las cosillas que me afligen: el
que a V. le aflijan todas y le desesperen. De lo que antes yo gustaba
mįs, en la filosofķa alemana, era del optimismo. Desde el doctor
Pangloss hasta hace poco (al menos yo asķ lo entendķa) han venido siendo
optimistas los grandes filósofos. El ser llorones se dejaba a los poetas
exóticos, como Byron y Leopardi. En Alemania, ni los poetas siquiera
eran quejumbrosos y desesperados. En el mįs grande de todos, en Goethe,
celebro yo con singular contentamiento cierta alegrķa reposada y
majestuosa y cierta olķmpica serenidad. Pero ”amigo mķo! ”cómo ha
cambiado todo! Lo que ahora priva es la filosofķa de la desesperación.
La poesķa la precedió en este camino, el cual, seguido poéticamente,
confieso que me encantaba. Cuando yo era mozo y estudiante, æquién no
hacķa versos desesperados? Los versos desesperados eran como blasfemias
y reniegos de las personas atildadas y cultas. Habķa uno perdido al
juego la mesadita de 30 ó 40 duros que le enviaba su papį; habķa
estudiado tan poco, que habķa salido suspenso y le habķan dejado para el
cursillo; la hija de la pupilera, o la pupilera misma, le habķa plantado
y preferido a otro huésped; en cualquiera de estos casos, o de otros por
el estilo, leer o hacer versos desesperados a lo Byron, a lo Leopardi o
a lo Espronceda, era un desahogo, con el cual se quedaba sereno el vate
o genio en agraz, y comķa luego con mįs apetito que nunca. El asunto es
mil veces mįs serio en el dķa. La desesperación no se muestra en
jaculatorias y raptos lķricos, mįs o menos elegantes y poco metódicos,
sino que se deduce de todo un sistema dialéctica y sabiamente
construido. Confiese V. que esto es lastimoso. Si el término del
progreso no es la desesperación momentįnea, poética y romįntica de un
poeta impresionable, sino la desesperación reducida a reglas y
demostrada como una serie de teoremas de Geometrķa, convenga V. en que
debemos maldecir el progreso. Aquķ tiene V., pues, las dos cosillas que
me afligen. Los dos artķculos principales de mi fe filosófica quedan
destruidos con la filosofķa a la moda: la fe en el optimismo y la fe en
el progreso. æNo serķa puerilidad ridķcula alegar, como prueba del
progreso, el que vamos ahora en ferro-carril o en tranvķa, en vez de ir
a pié o a caballo; el que los retratos en fotografķa salen baratos; el
que se teje con prontitud y primorosamente por medio de mįquinas de
vapor, y el que envķamos a decir a escape lo que se nos antoja por medio
del telégrafo, si en lo esencial estamos, de un modo sistemįtico,
pertinaz y dialéctico, desesperados y dados a todos los demonios?
SEELENFÜHRER.--æY por qué ha de ser puerilidad ridķcula? æQuién, que
penetre en lo esencial, cree que el progreso pasa de los accidentes a la
esencia? El telégrafo, el vapor, la fotografķa, los cańones rayados son,
pues, el progreso.
AUTOR.--Yo entendķa, sin embargo, que el objeto y fin de la filosofķa
era la bienaventuranza, y el término del progreso la perfección del
hombre hasta llegar a la bienaventaranza deseada: a su ideal, en el
sentido mįs lato. Asķ, pues, no puedo convencerme de que caminamos hacia
la bienaventuranza, cuando veo que, no sólo estamos desesperados, sino
que es tonto probadķsimo, hombre ajeno a la filosofķa, acéfalo o
microcéfalo insipiente, el que no se desespera.
SEELENFÜHRER.--Esa desesperación, hoy mįs vivamente sentida que en otras
edades, es la prueba mįs clara del progreso. Cuando el viandante va
acercįndose al fin de su jornada pica y da de espuelas a su caballo para
acabarla pronto y descansar. Asķ el progreso, que va caballero en la
humanidad, la pica y la espolea para que llegue y se repose cuanto
antes.
AUTOR.--æY cuįl es la posada a donde el progreso nos lleva?
SEELENFÜHRER.--Nos lleva a la nada; al fin del Universo y de toda la
vida; a la extinción del egoķsmo y al triunfo del amor, que es la
muerte. No le quepa a V. la menor duda: la ciencia llegarį a poder
destruir toda esta pesadilla horrible del Universo, que es lo que nos
conviene. En el no ser nos aquietaremos todos y cesarį esta lucha
incesante por la vida que traemos ahora, ya valiéndonos de la fuerza, ya
de la astucia. ”Cesarį el dolor y se extinguirį el deseo! ”Qué paz tan
hermosa!
AUTOR.--Guįrdesela V. para sķ; que yo no la quiero.
SEELENFÜHRER.--Pues no hay otro remedio. Para todos vendrį. Es el śnico
fin de nuestros males. La _idea_ de Hegel, después de llegar a su total
desenvolvimiento, por medio de mil y mil evoluciones y determinaciones,
se replegarį sobre sķ misma con toda la plenitud del ser, sin algo que
la lķmite y determine, y serį el no ser. La esencia de los krausistas se
realizarį toda, y la realización de la esencia serį la nada. La
_voluntad_ de Schopenhauer, este prurito, este amor primogenio, que lo
ha sacado todo de sķ, como representación y fantasmagorķa, darį fin a la
representación trįgica de la vida, y lo volverį a encerrar todo en sķ.
Mientras llega este dķa dichoso, en que ha de acabar la vida, crea usted
que los adelantamientos cientķficos sirven de mucho para hacerla menos
intolerable.
AUTOR.--Póngame V. algśn caso.
SEELENFÜHRER.--Pondré uno o dos de los mįs capitales, pero serį menester
cierta explicación previa.
AUTOR.--Pues dé V. la explicación.
SEELENFÜHRER.--Ya V. sabe que pasó la edad de la fe.
AUTOR.--Sea, pues V. lo asegura.
SEELENFÜHRER.--Los hombres, en esta edad de la razón, no pueden dejarse
llevar para sus actos del temor ni de la esperanza de premios o de
castigos ultramundanos. Los hombres son autonómicos. Ellos mismos se
imponen las leyes que quieren, las derogan cuando gustan, y se absuelven
cuando las infringen. No hay ser superior al hombre, que legisle y
juzgue, salvo un fantasma que tal vez crea la conciencia y proyecta
fuera de sķ, agrandįndole, como la figurilla pintada en el vidrio de una
linterna mįgica se agranda al proyectarse en la pared, a causa de la
oscuridad. Traiga V. una luz clara, y la figura grande que habķa en la
pared desaparece, y sólo queda la figura pequeńa dentro de la linterna.
Asķ la proyección del fantasma que habķa en nuestra mente, y que nos
fingķamos en lo exterior, inmenso, infinito, se borra, se desvanece del
todo, ante las claras luces del siglo en que vivimos.
AUTOR.--Enhorabuena. æY qué?
SEELENFÜHRER.--Los hombres, pues, no tienen para sus actos sino dos
móviles, o, mejor dicho, uno solo, que se bifurca: lo que los
positivistas ramplones llaman la utilidad. La bifurcación consiste en
que unos buscan la utilidad exclusiva de ellos, y otros, los menos, la
utilidad de todos. Esto no implica mérito ni demérito en el hombre: todo
estį predeterminado: todo es fatal: todo es obra de esa voluntad
inconsciente, de ese prurito que creó el mundo, y que se agita en
nosotros y nos impulsa: a unos a la devoción, al sacrificio, negando al
individuo por amor al todo; a otros al egoķsmo, procurando la
conservación, el deleite y el bienestar del individuo, a despecho y tal
vez en perjuicio de la totalidad. Nace de aquķ que no poca gente de la
mįs ruda, menesterosa y fiera, alentada y capitaneada por espķritus
inquietos, trate de subvertirlo todo por envidia o por codicia, en
virtud de teorķas que se llaman, por ejemplo, socialismo, comunismo y
nihilismo. æCuįl es el mejor modo de evitar esto? Aquķ de la sabidurķa,
ha dicho mi docto amigo Ernesto Renan; y ha discurrido un medio, que
pronto ofrecerį a los sabios en un libro precioso. Consiste su medio en
que los sabios se reśnan en corporación o cofradķa; se comuniquen sus
inventos sin que el pśblico los trasluzca, volviendo a la época de las
ciencias ocultas y de la magia; y, no bien chiste la plebe, se alborote
o no los deje en paz, reciba su merecido, produciendo los sabios contra
ella, ya un buen terremoto, ya una inundación o un diluvio, ya una
epidemia, ya un par de volcanes en actividad, ya otra plaga por el
estilo. Asķ llegarį al cabo el gobierno de los sabios: todos los que no
lo sean nos obedecerįn y temblarįn, y el mundo estarį lo menos mal
posible. Seguirį entre tanto progresando la ciencia, y no bien logremos
poseerla del todo, acabaremos este drama del Universo y de la historia
con un suicidio colosal, o mejor expresado, con un _totalicidio_ y
aniquilamiento de cuanto existe. El otro caso de ventajas que ha de
traernos la ciencia es el de dar una nueva religión a la plebe
ignorante. La ciencia y la filosofķa niegan a Dios; pero los que no son
cientķficos ni filósofos es menester que le tengan. Esto nos conviene.
La religión serį, pues, nuestra misma filosofķa, expuesta, no ya en
términos dialécticos y con método, sino en imįgenes, sķmbolos, alegorķas
y otras figuras retóricas, cada una de las cuales tomarį consistencia en
la fantasķa del vulgo y serį una persona divina, un ente mitológico,
Dios en suma. Ya varios amigos mķos andan por esta manera confeccionando
la religión del porvenir. Difķcil es la empresa; pero æqué no puede la
ciencia novķsima? Yo creo que acabarį por salirse con la suya.
AUTOR.--Y dķgame V.: æse va ya entreviendo a cuįl de las religiones
positivas, existentes hasta hoy, se parecerį mįs la religión del
porvenir?
SEELENFÜHRER.--Vaya si se entreve. Se parecerį, al budismo.
AUTOR.--Hombre, me alegro. Buen lazo de fraternidad, asķ que seamos
budistas, vamos a tener con mįs de doscientos millones de ellos que hay
en Asia y en Oceanķa. Pero me alegro también por otra razón.
SEELENFÜHRER.--æPor cuįl?
AUTOR.--Porque estoy escribiendo un diįlogo, donde Gopa, la mujer de
Buda, es la heroķna, y no sé cómo terminarle. Usted, que ya es casi
budista, debe de tener vara alta con Gopa. æPodrį V. evocarla y hacer
que yo hable con ella?
SEELENFÜHRER.--No hay nada mįs llano. Antes de todo, quiero que sepa V.
que yo no soy un espiritista adocenado, sino el mįs ilustre de los
espiritistas. Yo he hecho dar un paso gigantesco al espiritismo. En
primer lugar, le he conciliado con mis ideas a lo Schopenhauer. Mi
escepticismo, a fuerza de negarlo todo, nada niega. La misma duda cabe
en que V. sea ilusión o realidad, que en que Gopa, aparecida ahora ante
nosotros después de cerca de veinticinco siglos de muerta, sea realidad
o ilusión. Los puros materialistas son necios. Por medio de
combinaciones y operaciones fķsicas y quķmicas de lo que llaman materia,
y donde sólo ven o pretenden ver la realidad, se jactan de explicar el
espķritu, la voluntad, la inteligencia y el deseo, que ellos creen
cualidades o resultados; y la verdad es que el resultado, tal vez
aparente, es la materia, y que de la voluntad y del entendimiento, śnica
cosa real, si hay algo real, es de donde procede todo. Asķ, pues, no hay
fundamento alguno para negar que existan aśn la mente y la voluntad
individuales de Gopa, aunque los órganos que esta voluntad y esta mente
se proporcionaron o se crearon para su uso, en cierta época dada, hayan
desaparecido.
AUTOR.--De eso no tiene V. que convencerme. Yo creo en la inmortalidad
de las almas. Lo que se me hace duro de creer es que ni V. ni nadie las
evoque.
SEELENFÜHRER.--Yo no trataba de convencer a V. Querķa sólo justificarme
de haber incurrido en contradicción. Por lo demįs, V. se convencerį de
mi poder nigromįntico. Gopa aparecerį y hablarį con V. ahora mismo. No
en vano me apellidan Seelenführer, que equivale en griego a Psicopompo o
conductor de almas, epķteto dado a Hermes, tres veces grande, y a otros
hįbiles taumaturgos de la antigüedad.
AUTOR.--Y dķgame V., æpor qué _medio_ se comunicarį Gopa conmigo?
SEELENFÜHRER.--Por la perla de los _medios_. Mi _medio_ es una paisanita
de V., una lozana andaluza, cuyo nombre es Carmela, a quien hallé, cinco
ańos ha, extraviada en Homburgo, haciendo sortilegios, que no le salķan
bien, al rededor de una mesa de treinta y cuarenta. Desde entonces estį
conmigo y se ha _mediatizado_, ejerciendo la _mediania_ de un modo que
no tiene nada de _mediano_, y sķ mucho de nuevo. Yo embargo
magnéticamente su espķritu, y queda su cuerpo como casa deshabitada,
donde el espķritu evocado penetra, se infunde, y, valiéndose de los
órganos de ella, emite la voz con sus pulmones y garganta, y articula
palabras con su boca.
AUTOR.--Amigo mķo, estoy encantado de oķrle. Linda invención la de V.
Eso sķ que me gusta, y no aquella pesadez de los golpecitos en las mesas
y de la escritura después. Vea yo cuanto antes a Carmela.
SEELENFÜHRER.--Aguarde V. un momento. (Hace ciertos ademanes y pases con
las manos, como quien vierte por ellas diez chorros de fluido
magnético.) Ya estį Carmela dormida. Ahora evoquemos el espķritu de Gopa
para que se infunda en el lindo cuerpo de Carmela. ”Gopa! ”Gopa!
(Se abre la puerta que debe de haber en el fondo, y Gopa aparece, toda
vestida de blanco, muy guapa moza, aunque algo morena, y con los
hermosos, largos y negros cabellos, sueltos por la espalda.)
GOPA.--æQué me quieres?
SEELENFÜHRER.--Que respondas a lo que este caballero te pregunte.
GOPA.--æQué he de responder? No: yo no quiero responder a nadie. Acabas
de herirme, de emponzońarme el corazón. Hace veinticinco siglos que
gozaba yo con el recuerdo de Sidarta, noble, generoso y enamorado. Su
śltimo casto beso, el de la noche en que se despidió de mķ, estaba en lo
ķntimo de mi ser como luz celestial que le iluminaba. Todo mi encanto se
destruye ahora. Yo no he vuelto a ver a Sidarta. No he vuelto a saber de
Sidarta en todo este tiempo. æConseguirķa su propósito? me he preguntado
a veces. æLograrķa escaparse de la esfera de la vida y hundirse en el
_nirvana_? En el mundo de los espķritus me he encontrado con muchos
espķritus, y nunca con el de Sidarta. He aprendido mil verdades. He
conocido el error de Sidarta, pero mi afecto tenķa razones para
disculparle. En Capilavastu, allį en el centro de la India, seis siglos
antes de que viniese al mundo Nuestro Seńor Jesucristo, nada sabķamos de
Dios; no alcanzįbamos que hubiese un Ser omnipotente, bueno,
infinitamente sabio, principio y fin de todas las cosas. Nuestros dioses
eran los astros, los elementos, las fuerzas naturales personificadas;
dioses ciegos, sin amor y sin inteligencia; sin libertad; esclavos del
destino; inferiores a la naturaleza; muy inferiores a toda alma humana.
æQué mucho que con este ateismo por deficiencia, con este
desconocimiento infantil del Ser supremo, y movido Sidarta de caridad
sublime, imaginase su absurda aunque benévola doctrina? Pero en la culta
Europa, en el siglo XIX, sabiendo ya cuanto los profetas de Israel han
revelado, cuanto han especulado racionalmente los filósofos de Grecia
sobre Dios personal, y cuanto nos han enseńado el Evangelio y la ciencia
moderna, que de él dimana, es una mala vergüenza hacerse ateos, caer en
la desesperación y retroceder al budismo. Imagina, pues, cuįn hondo serį
mi dolor cuando en ti, que te llamas ahora el doctor Seelenführer,
acabo de reconocer a mi Sidarta, a mi Sakiamśni y a mi Bagavat, porque
todos estos nombres te dįbamos. Tś no caes en ello; pero no lo dudes: tś
fuiste el Buda y quieres volver a serlo. Entonces, como era en sazón
oportuna, fuiste un grande hombre; hoy me pareces un charlatįn o un
mentecato, y o te desprecio, o te abomino. Adiós para siempre. Para
siempre acabaron ya nuestros amores.
(El espķritu de Gopa abandona, a lo que puede inferirse, el cuerpo de
Carmela, que cae por tierra como exįnime.)
AUTOR.--æQué es esto, amigo Seelenführer? æEs verdad o mentira? Si es
burla de Carmela, es burla harto pesada, y si son veras, las veras son
mįs pesadas aśn.
SEELENFÜHRER (atolondrado).--æSi habré sido yo el Buda? æSi estaré loco?
æSi se burlarį de mķ esta muchacha? (Se acerca a Carmela para levantarla
del suelo.) Estį frķa como el mįrmol. ”Qué desmayo tan horrible! æSi
estarį muerta? Carmela, Carmela, vuelve en ti.
CARMELA (volviendo de su desmayo y levantįndose.)
”Ay, Jesśs mķo!
SEELENFÜHRER.--Muchacha, respóndeme con franqueza. æTe has estado
burlando de mķ? æQué diabluras son las tuyas?
CARMELA.--æQué diabluras han de ser sino las que V. hace conmigo y que
al fin han de costarme caras? He tenido una pesadilla feroz; me he caķdo
redonda en el suelo, y estoy segura de que tengo el cuerpo lleno de
cardenales.
SEELENFÜHRER.--æY no recuerdas nada de lo que has dicho?
CARMELA.--Nada recuerdo. Déjeme V. ahora. Tengo necesidad de descanso.
(Carmela se va.)
AUTOR.--Mi querido Doctor: yo no sé qué pensar de lo que acabo de ver y
oķr; pero, francamente, todos estos pesimismos, ateismos y espiritismos
me parecen malsanos y disparatados.
SEELENFÜHRER.--Ya sabķa yo que V. pensaba asķ V. es un metafķsico
superficial, burlón y escéptico, que no sabe lo que se pesca.--Usted es
un descreķdo, anticuado en mįs de cien ańos; un discķpulo de Voltaire.
AUTOR.--Seré lo que a V. se le antoje. Aunque no he tomado a Voltaire
por maestro, Voltaire me divierte, y los pesimistas alemanes me aburren.
Voltaire, a pesar del _Cįndido_, no era un pesimista radical. Voltaire,
en el fondo, era tan optimista como Leibnitz, de quien quiso burlarse.
Fįcil me serķa demostrarlo, si no estuviese de priesa. Y en cuanto al
descreimiento, digo que Voltaire jamįs negó con seriedad las mįs altas
y consoladoras verdades, de que son fundamento la existencia de Dios, su
justicia, su providencia, y la libertad y responsabilidad del hombre. Me
atrevo, por śltimo, a dar por evidente que, si Voltaire hubiera previsto
los abominables y desesperados sistemas de estos śltimos tiempos, en vez
de hacer la guerra al cristianismo, se hubiera hecho amigo de los Padres
Jesuitas, hubiera oķdo una misa diaria, hubiera ayunado una vez por
semana, y se hubiera confesado cada mes un par de veces.
SANTA
(EPISODIO DEL MAHABHARATA)
El rey de Anga, Lomapad glorioso,
A un brahmįn ofendió, no dando en premio
De un sacrificio lo que dar debiera.
Irritados entonces los brahmanes,
Salieron todos de su reino: el humo
Del holocausto al cielo no subķa;
Indra negaba la fecunda lluvia,
Y la miseria al pueblo devoraba.
Lomapad, consternado, saber quiso
El parecer de los varones doctos,
Y los llamó a consejo, y preguntoles
Qué medio hallaban de aplacar la ira
Del Dios que lanza el rayo y amontona
En el cielo del agua los raudales.
Mil sentencias se dieron; mas al cabo
El mįs prudente de los sabios dijo:
--Escucha ”oh rey! mientras brahman no haya
Que sacrificio en este suelo ofrezca,
Indra no saciarį la sed abriendo
El lķquido tesoro de las nubes.
Los brahmanes, movidos del enojo,
Al sacrificio no se prestan. Oye
Para cumplir el venerando rito
Cómo hallar sólo sacerdote puedes.
En la fértil orilla del Kausiki,
En lo esquivo y recóndito del bosque,
Del trato humano lejos, su vivienda
Vinfandįk tiene, el hijo de Kasyapa,
Brahman austero y penitente. Vive
En el yermo con él su śnico hijo,
El piadoso mancebo Risyaringa.
No vio a mįs hombre que a su padre nunca;
Sólo frutos silvestres, hierbas sólo
Y licor sólo que entre rocas mana,
Alimento le dieron y bebida.
Tan inocente y puro es el mancebo,
Que de lo qué es mujer no tiene idea.
Manda, pues, rey, que una doncella hermosa
Vaya al bosque, le hable, y con hechizos
De amor, cautivo a la ciudad le traiga.
No bien sus pies en tus sedientos campos
La huella estampen, no lo dudes, Indra
Darį propicio el suspirado riego.
Asķ habló el sabio, y su atinado aviso
Agradó mucho al rey. Dinero y honras
Prometió Lomapad a la doncella
Que hįbil trajese al candoroso joven:
Pero todas miraban con espanto
De Vifandįk la maldición horrible,
Y exclamaban:--”Oh prķncipe! perdona;
No llega a tal extremo nuestra audacia.
En tanto, iban mostrįndose tan fieras
La sequķa y el hambre, que perdieron
Toda esperanza el rey y sus vasallos,
Cuando Santa, del rey śnica hija,
Virgen por su beldad maravillosa,
Modestamente se acercó a su padre
Y asķ le habló:--Si quieres, padre mķo,
Yo he de intentar que venga a nuestra tierra
El joven que no vio seres humanos.
Con gran contento el rey escuchó a Santa,
Y al instante dispuso que una nave
Se aprestara, de flores y verdura
Cubierta por doquier, como retiro
Feraz de bienhadados penitentes.
Peregrinando en ella con su hija,
Fue contra la corriente del Kausiki
Hasta llegar al prado y a la selva,
Mansión de Vifandįk el solitario.
Con discretos consejos de su padre
Para tan ardua empresa apercibida,
Santa desembarcó, y entró en la choza
Do el mancebo por dicha estaba solo.
--Dime, _muni_, le dijo, si te place
La penitencia aquķ. æVives alegre
En esta soledad? æTienes en ella
Abundancia de frutos y raķces?
--Tengo, contestó el joven; mas æquién eres
Que como llama refulgente luces?
Bebe del agua mķa: te suplico
Que mis flores aceptes y mis frutos.
--Allį en mi soledad, replicó Santa,
Al otro lado de los altos montes,
Nacen flores mįs bellas y olorosas,
Son los frutos mįs dulces, y es mįs clara
Y mįs salubre el agua de las fuentes.
--”Oh huésped celestial! dijo el mancebo;
Algśn ser superior eres sin duda.
Yo me postro a tus plantas y te adoro
Como adorar debemos a los dioses.
--”Ah, no! tś eres mejor, tś eres perfecto,
Y adorarme no debes: yo rechazo
La no fundada adoración: permite
Que te dé paz como se da en mi patria.
Cediendo en parte entonces al consejo
Discreto de su padre, y al impulso
Del corazón también, Santa la bella
Al cuello del garzon echó los brazos,
Y le dio un beso, y llena de sonrojo
Huyó a la nave do su padre estaba.
Volvió del bosque Vifandįk en esto,
Grave, terrible, penitente, todo
Desde los pies a la cabeza hirsuto.
--”Hijo! exclamó, æpor qué has holgado, hijo?
Ni partiste la leńa, ni atizaste
El fuego, ni lavaste la vajilla,
Ni la vaca cuidaste ni el becerro.
Mudado me pareces. æEn qué sueńas?
æQué cavilas? æSabré lo que ha pasado?
--Un peregrino, respondió el mancebo,
Estuvo por aquķ, de negros ojos
Y sonrosada y blanca faz; en trenzas
Los cabellos caķan por su espalda;
En sus labios brillaba la sonrisa;
Gentil, gracioso, esbelto era su talle,
Y en suave curva levantado el pecho.
Como canta el _kokila_ en la alborada,
Asķ su voz sonaba en mis oķdos,
Y a su andar un aroma yo sentķa
Como el del aura en grata primavera.
No quiso de mis frutos, y no quiso
Agua tampoco de mis fuentes: frutos
Mįs sazonados me ofreció y bebida
De mįs rico sabor, cuya promesa
Bastó a embriagarme un tanto. Cińó luego
Con sus brazos mi cuello el peregrino,
Inclinó hacia la suya mi cabeza,
Tocó en mi boca con su amable boca,
Hizo un susurro pequeńito y blando,
Y por todo mi ser discurrió al punto
Un estremecimiento delicioso.
Por este peregrino en vivas ansias
Me consumo; do vive vivir quiero;
De que se ha ido el corazón me duele;
Y a hacer la misma penitencia aspiro
Que me enseńó, para endiosar el alma
Mįs eficaz ”oh padre! que las tuyas.
Vifandįk contestó:--No te confķes,
Hijo, en belleza material; a veces
Van los gigantes por el bosque errando,
Y toman bellas formas, con intento
De seducir a los varones pķos
Y perturbar su penitente vida.
Para buscar a Santa salió entonces
Vifandįk, ciego de furor; y apenas
Hubo salido, penetró de nuevo
La linda moza con furtivos pasos.
La vio el mancebo, trémulo de gozo;
Corrió a ella y le dijo:--No te pares;
Huyamos sin tardanza do tś vives;
No nos halle mi padre cuando vuelva.
Asķ Santa logró que Risyaringa
La siguiese a la nave. Dio a los vientos
La vela entonces Lomapad, y raudo
Bajó por la corriente del Kausiki.
No bien puso la planta el virtuoso
Mancebo en tierra, cuando abierto el cielo
Vertió torrentes de fecunda lluvia.
El rey, viendo sus votos ya cumplidos,
A Risyaringa desposó con Santa.
Volvió, entre tanto, Vifandįk del bosque
A la choza, y al hijo fugitivo
Buscó en balde doquier. Con sańa cruda
De Anga a la capital marchó en seguida
Para lanzar su maldición tremenda.
Con la fatiga a reposar parose
En medio del camino, y miró en torno,
Y vio praderas de abundantes pastos,
Y ovejas mil y lucios corderillos
Y pastores alegres.--æQuién os hace
Tan dichosos? les dijo, y respondieron:
--El piadoso mancebo Risyaringa.
Siguió su marcha Vifandįk, y hallaba
Paz, opulencia, dicha en todas partes,
Y cada vez que de alguien inquirķa
De tanto bien la causa, mil encomios
Escuchaba de nuevo de su hijo.
Aduló con son grato las orejas
Del austero varón tanta alabanza,
Y se entibió su cólera fogosa.
Llegó, por fin, a la ciudad, en donde
Le colmó el rey de honores y mercedes;
Vio feliz como un Dios al hijo amado;
Vio tan gozosa a la gallarda nuera,
Que como luz de amor resplandecķa;
Y en torno vio rebańos florecientes,
Y amenos, verdes sotos, y el hartura
Y el deleite por huertos y jardines.
No pudo entonces maldecir: las manos
Elevó hacia los cielos y bendijo.
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Excerpt
The Project Gutenberg EBook of Cuentos y diįlogos, by Juan Valera
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— End of Cuentos y diálogos —
Book Information
- Title
- Cuentos y diálogos
- Author(s)
- Valera, Juan
- Language
- Spanish
- Type
- Text
- Release Date
- November 9, 2008
- Word Count
- 45,234 words
- Library of Congress Classification
- PQ
- Bookshelves
- Browsing: Language & Communication, Browsing: Literature, Browsing: Fiction
- Rights
- Public domain in the USA.
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